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Un año en pandemia

Coronavirus | Campo de Gibraltar

El 5 de marzo de 2020 se declaraba el primer positivo en Covid-19 del Campo de Gibraltar. Doce meses después, 18.037 personas han padecido ya la enfermedad y 446 han fallecido. Recorrido por esos 365 días de la mano de algunos de sus protagonistas.

Una de las concentraciones de apoyo a los sanitarios en el hospital Punta de Europa / Erasmo Fenoy
Raquel Montenegro

05 de marzo 2021 - 05:00

A finales de febrero de 2020 empezaron a surgir alertas en la provincia. Pacientes que presentaban fiebre, tos, disnea y habían viajado a Italia. La enfermedad que hasta solo unos días antes parecía lejana mostraba sus primeros síntomas reconocibles mientras los informativos difundían imágenes de la dureza del confinamiento chino o la rápida expansión italiana. Hasta que el 5 de marzo un vecino del Campo de Gibraltar de entre 30 y 44 años se convirtió en el primer positivo por coronavirus en la zona. En esa fecha había 3 muertos y 261 casos confirmados en toda España. Pocos imaginaban lo que estaba por llegar detrás de ese primer contagio: 18.037 personas infectadas hasta ahora en la comarca y 446 fallecidas en la estadística oficial, aunque con la certeza de que las cifras reales son más elevadas. Y un impacto social y económico que todavía, con la pandemia en pleno auge, está en progreso.

Nuria López, epidemióloga de la entonces Área Sanitaria Campo de Gibraltar (aún sin segregar) no recuerda los detalles de ese primer positivo, pero sí la preocupación cuando unos días después detectaron un caso en Algeciras sin vínculo alguno con China, Italia o Madrid. “Fue un hombre que aseguraba que no había salido de Algeciras y que el único sitio público con el que tenía relación era con la mezquita. El 7 de marzo había empezado con síntomas y se declaró el día 12. Fuimos allí, hablamos con mucha gente intentando buscar un vínculo con esta persona que explicase el contagio y perdimos el rastro”. Era el primer caso sin un origen conocido, prueba local de transmisión comunitaria: “El virus estaba entre nosotros”.

A partir de ahí, la bola de nieve empezó a rodar. La OMS había declarado oficialmente la pandemia el 11 de marzo y el 14 de marzo, con más de un centenar de muertos y 6.000 infectados, llegaba el primer estado de alarma y el confinamiento. La población entre incrédula y asustada se refugiaba en sus casas tras vaciar las estanterías de los supermercados. Los casos empezaron a crecer también en el Campo de Gibraltar, que no obstante tuvo una baja tasa de incidencia en la primera ola, y en los centros sanitarios empezó una carrera contra la falta de conocimiento ante un virus nuevo y la falta de equipamiento para hacerle frente.

“Entonces conocíamos muy poco del virus”, recuerda López, referencia de los centros de salud. “Las reuniones al principio no estaban prohibidas. Reunía a todos los centros de salud para explicar protocolo pero íbamos sin mascarillas, no se sabía que el virus se contagiaba antes de empezar con síntomas. Perdíamos casos porque no conocíamos el virus. Y tampoco sabíamos que tenía una sintomatología tan variada. Si solo buscas tos y fiebre, pero no otros síntomas como la diarrea, pues hay casos que no los estudias y son Covid”. Ni siquiera se sabía que había que ventilar, porque no se contaba con el contagio por aerosoles que después se demostró clave. “Hubo un antes y un después con los aerosoles, en las medidas a aplicar”.

Evolución de los casos de Covid en el Campo de Gibraltar / Miguel Guillén

Sin material

En los hospitales, “faltaba de todo”, rememora la delegada de CSIF en el Punta de Europa de Algeciras, Ana Navarro. Los equipos de protección individual, los EPI (parte del vocabulario pandémico que pronto se hizo común), brillaban por su ausencia en una escasez global. “Había incluso carteles donde ponía que no era necesaria la mascarilla para deambular por el hospital, algo que atribuyo a que no había material suficiente”. Se empezaron a ver bolsas de basura y plásticos de todo tipo en las indumentarias de los trabajadores hospitalarios. La población en general comenzó a movilizarse para llevar mascarillas y máscaras a sus sanitarios, aquellos a los que aplaudían desde los balcones cada día a las ocho de la tarde.

Al principio tampoco se podían analizar las PCR en la comarca, había que enviarlas al hospital Puerta del Mar en Cádiz, que estaba saturado. Eso retrasaba los diagnósticos. En los hospitales la presión era muy alta ante la necesidad de hacer frente casi sin medios a lo desconocido. “No sabíamos qué tratamientos funcionaban, era ensayo y error”, explica López. Y los sanitarios no eran inmunes al miedo que sufría el resto de la población, a contagiarse y, sobre todo, a contagiar a sus familias. Ese miedo, esa presión, ha tenido consecuencias a largo plazo, ratifica Navarro, y las sigue teniendo: “Hay muchos trabajadores que están mal psicológicamente, han pasado por mucho”.

Esa misma incertidumbre se vivía en otro tipo de centros. Las residencias de mayores padecieron como ningún otro sitio del país la incidencia de la Covid, sin recursos y sin ayuda en los primeros momentos. “Si me preguntas por un recuerdo de esos primeros días era por un lado de miedo, porque no sabías realmente a qué te enfrentabas y ya circulaban las noticias de cómo el virus estaba azotando las residencias. Y por otro lado de impotencia, porque sabías que no disponías de los medios que eran eficaces para combatirlo, porque no había stock de EPI”, explica el director de la residencia San Ramón Nonato de Los Barrios, Miguel Ortega. Este centro detectó su primer caso en el primer fin de semana del estado de alarma, una anciana que presentó síntomas tras una estancia en el hospital y que acabaría falleciendo. Los protocolos estaban por fijar, el material de protección no existía. “Hubo personal y hermanas –de la congregación franciscana del Rebaño de María– que se hicieron cargo de esta persona sin medios”.

Varias personas aplauden desde un balcón durante el confinamiento en Algeciras / Erasmo Fenoy

Las residencias se blindaron y los familiares dependían del teléfono y las videoconferencias para saber del estado de sus padres y abuelos. Lo mismo ocurría en los hospitales, donde el teléfono se convirtió en la única conexión de los enfermos con los suyos. El jefe de la UCI del Punta de Europa, Jaime Lloret, lo resumía entonces: “Hemos visto el verdadero sufrimiento, la incertidumbre y angustia en todas y cada una de las familias. Sin poder ver a su marido enfermo, a su madre crítica, sin poder ni despedirse. Ahora más que nunca hemos entendido el valor humano de un abrazo y de unas palabras cercanas”.

Eso se sumaba a un trabajo extenuante, duro. Y aún así, la primera ola fue leve en el Campo de Gibraltar. “Afortunadamente aquí la situación estuvo más o menos controlada, la gente dejó de venir al hospital y se fueron abriendo plantas conforme se fue necesitando”, recuerda la delegada de Csif. Para el 21 de junio, cuando se alcanzó la nueva normalidad, solo se habían diagnosticado 335 casos de Covid, con 35 fallecidos, aunque muchos se habían quedado sin notificar oficialmente por la falta de pruebas en esos primeros momentos y también por el infradiagnóstico al considerarse solo aquellos casos que presentaban fiebre, tos y síntomas respiratorios.

Lo peor había pasado. En la residencia San Ramón Nonato, los mayores volvían a salir de sus habitaciones y daban una alegría a sus cuidadores, “no habían tenido conocimiento de que en el centro se había vivido una situación tan difícil. Para nosotros eso fue muy importante, que no se les transmitiese la presión sufrida por los trabajadores”. Finalmente se habían detectado 9 positivos de los que tres fallecieron. Han sido los únicos de la pandemia.

La segunda ola

Llegó el verano, se levantaron las restricciones. Julio dejó solo 26 positivos detectados en el Campo de Gibraltar, pero conforme avanzaba agosto se dejaban ver los efectos de la ausencia de restricciones, 793 casos acumulados a final de mes, y comenzaban las quejas por las dificultades de acceso a los centros de salud, que serían una constante en las siguientes semanas. En septiembre, pese a lo exitoso de la vuelta al colegio, fueron 908. La progresión se aceleró aún más después del puente del 12 de octubre; a finales de ese mes se vieron claramente los efectos de los días festivos sin medidas de control. Resultado: otros 910 contagios en octubre y 2.432 en noviembre.

Con datos paralelos en todo el país volvían las restricciones en formato de cierres perimetrales, que duraron hasta el 18 de diciembre. El ritmo de contagio bajaba claramente: del 1 al 18 de diciembre, 807 contagios detectados. Pero la incidencia seguía siendo alta y llegaban las fiestas navideñas, con movilidad abierta y relajación de las restricciones. Se estaba cocinando la tercera oleada que tan fuerte ha azotado al Campo de Gibraltar y que todavía está vigente.

Varias personas esperan para hacerse la prueba del coronavirus durante un cribado en La Línea. / Erasmo Fenoy

“A principios de diciembre me iba a mi casa muy triste porque ya estábamos viendo que no se iba a evitar la tercera ola, no se hizo lo suficiente, aunque también probablemente nadie se la esperaba tan fuerte. En este momento no se contaba con la aparición de otra cepa”, rememora la epidemióloga. Esa cepa británica, que se daba a conocer a mediados de diciembre, fue un factor clave para lo ocurrido posteriormente en el Campo de Gibraltar. “La expansión de casos se explica por varios factores y uno de ellos es este. Tenemos una población muy grande de trabajadores en Gibraltar y los primeros casos que tuvimos de esta nueva cepa eran casi todos de este grupo. A eso se sumaron la cantidad de contactos que cada persona tenía a lo largo del día; cuando hacía el seguimiento había quienes habían tenido 30 o 35 contactos. Era la Navidad y llevábamos mucho tiempo sin ver a los familiares y amigos, y como te dejaban hacerlo había una falsa sensación de seguridad. Y en el caso concreto de La Línea, la población había estado muy protegida en la primera ola, había muy pocas personas inmunizadas. Eso conformó un cóctel bastante explosivo”.

El boom de la tercera ola

A finales de diciembre, en 13 días, se sumaron 1.197 positivos. Pero era solo el inicio de una explosión brutal que dejó 8.349 contagios y 190 muertos en el mes de enero. Los municipios del Campo de Gibraltar volvieron a quedar cerrados perimetralmente el 2 de enero y hasta el 19 de febrero no quedarían abiertos en su totalidad.

En ese periodo la presión hospitalaria que había logrado contenerse en la primera ola fue a niveles máximos. Cinco de las seis plantas del hospital Punta de Europa llegaban a ocuparse con pacientes Covid, la UCI dedicada a esta enfermedad se desbordaba y pacientes de otras patologías eran derivados a otros hospitales. En La Línea, de nuevo la presión era menor, con espacio suficiente pero con la espada de Damocles de la falta de personal para cubrir un eventual aumento de camas. No había enfermeros en ninguna parte del país, alegaban las administraciones sanitarias.

En Algeciras llegó a haber 160 personas ingresadas, en habitaciones dobles, más del doble del pico de la primera oleada. “Había más personal, pero considero que ha habido falta de previsión”, denuncia Ana Navarro, “no haber tenido totalmente diferenciados los circuitos Covid. En maternidad había camas para estos enfermos y el pasillo de acceso a neonatos era el mismo que para el ala Covid. Había celadores que atendían a pacientes con esta enfermedad y con otras patologías. En limpieza por la noche, igual. No se entiende por qué no se ha diferenciado al personal, más cuando teóricamente había permiso para contratar”.

Para las residencias, en pleno proceso de vacunación, el golpe ha sido muy fuerte. Tras las vacaciones de Navidad los casos empezaron a subir a un fuerte ritmo, como en el conjunto de la población. A 30 de enero, diez residencias de ancianos del Campo de Gibraltar sumaban 336 personas infectadas por coronavirus, 218 entre usuarios y 118 en trabajadores. Se registraban numerosas muertes: desde el inicio de la pandemia han fallecido 97 residentes de la comarca.

Marisa y su hija, reunidas en el exterior de la residencia San Ramón al reanudarse las visitas.

En la residencia barreña de la Fundación Ramón Díaz de Bustamante, una entidad sin ánimo de lucro, la tercera oleada ha pasado sin dejar rastro. El centro se ha mantenido sectorizado desde el inicio de la pandemia, con los mayores en grupos burbuja para evitar contagios masivos. En Navidad se permitieron las visitas, pero de acuerdo con los familiares se decidió no dejar salir a los ancianos como sí ocurrió en otros centros. Y cuando comenzó el periodo de vacunación se interrumpió el contacto con el exterior.

A mediados de enero, con la inmunización ya completa para todos los ancianos se reanudaron las visitas. “Pero seguimos funcionando como si estuviéramos en un centro con contagios”, señala el director de la residencia. El personal sigue un protocolo estricto de protección y los familiares que acceden, también. Ningún objeto del exterior puede ser entregado a los ancianos sin ser desinfectado. David Salazar, uno de los miembros del patronato de la Fundación, destaca al respecto “lo importante que fue el celo de los trabajadores”.

Con ese celo se afronta ahora la próxima ola, “porque hasta que no haya más población inmunizada no se puede bajar la guardia”. “Las vacunas están funcionando”, destaca Nuria López. “Ha habido una gran disminución de los casos en residencias, tenemos casi todas limpias menos algún caso residual que queda de enero. Hay esperanza en ese sentido, pero no podemos relajarnos”, remarca, porque “todavía nos queda camino”. Para hacer frente a lo que viene, completa Ana Navarro, hay una clave: “prevención. Eso es lo que pedimos”.

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