Religión
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Anteo, el mito entroncado a la tierra

MITOS DEL FIN DE UN MUNDO

Anteo es otro mito autóctono, un habitante del estrecho de Gibraltar que la historia se ha encargado de minusvalorar

Su relación con la tierra ha permitido otras interpretaciones de su figura

Anteo, el mito entroncado a la tierra / Enríque Martínez

Anteo es un mito en el que se observa cómo perspectivas parciales han forjado interesadas lecturas, que han guiado concepciones y conciencias, interpretaciones e iconos.

De renombrada y reconocida estirpe, Anteo vivió sus días en las lindes occidentales del estrecho de Gibraltar. Hijo de Poseidón, por entonces ya reconvertido en dios marino y de Gea, diosa de la tierra, la teogonía griega lo situó en la isla de Irasa, ubicada en la embocadura de poniente del Canal. De allí era monarca y ejercía su poder en el extremo oeste de la Libia, nombre con el que se conocía al continente africano. Poco se refirieron los helenos a su labor como gobernante de tan alejados confines, más bien se centraron en resaltar algunos rasgos de su carácter: para ellos era un hombre próximo a la madurez, de fortaleza y tamaño desmedidos, carácter belicoso e intransigencia tal que establecía combate con todo aquel que osara atravesar su territorio. Este fue el caso de Heracles, otro personaje fuerte y corpulento, que tuvo que vérselas con él en su viaje de vuelta desde el cercano Jardín de las Hespérides, cargado con el preciado botín de las manzanas de oro.

La leyenda narra que Anteo se encargaba de retar a todo aquel que se atreviera a cruzar por sus pagos y en todos los lances resultó vencedor. Con los fémures, tibias, pelvis, rótulas costillas y cráneos de los derrotados construyó un vasto templo que se propuso erigir en honor de su padre. Tan peculiares materiales de construcción no debieron de faltarle para cubrir lienzos y muros de un tamaño tal que se hicieron proverbiales por lo desmesurados. Cuando vio a Heracles atravesando sus predios hizo lo acostumbrado: lo incitó a una pelea que debió de tener tintes épicos. Tanto uno como otro no eran seres vulgares. A pesar de sus continuos castigos, la fortaleza y la astucia del héroe griego estaba favorecida por la ayuda de dioses olímpicos como Atenea o Hermes. La robustez del héroe autóctono tampoco le iba a la zaga, y además disfrutaba de la protección de su madre, la diosa de la tierra, hasta el punto de que siempre que su cuerpo estuviera en contacto con ella, recibía continuas descargas de energía materna que lo convirtieron hasta entonces en un ser invicto.

El enfrentamiento tuvo su toque de caballeresco. Ambos acordaron no utilizar arma alguna. Despojados de mazos, escudos, pieles y demás utillaje icónico dieron inicio al combate con sus cuerpos desnudos. Heracles, de olímpicas maneras, impregnó su piel con aceite; Anteo lo hizo con arena, con la velada intención de acrecentar la protección de Gea. A lo largo de varios asaltos, el resultado hacía barruntar un empate técnico. Con su notoria fortaleza, Heracles abatía a su rival, que cada vez que caía al suelo recibía la fuerza reparadora de su madre; así una y varias veces, hasta que el griego sospechó de la ayuda divina de su contrincante. Llegado este momento y dando muestras de su conocida astucia, Heracles levantó a Anteo a pulso y, separándolo del nexo maternal, logró asfixiarlo, infligiéndole su primera y mortal derrota.

Tras su muerte, el héroe autóctono recibió una adecuada sepultura.

Anteo, el mito entroncado a la tierra / Enríque Martínez

Narran las leyendas que en la orilla africana del Estrecho se excavó una tumba de dimensiones que superaban la concepción más hiperbólica del héroe, que de corpulento pasó a ser considerado un gigante. Una vez inhumado, sus restos se cubrieron con toneladas de tierra hasta formar un colosal túmulo que se convirtió en icono de un territorio que había dejado de ser el suyo. Con el tiempo, el lugar obtuvo carácter hierofánico, un espacio sagrado donde afloraba lo mítico: si alguien osaba retirar tierra de la sepultura, un diluvio se abatiría sobre la misma hasta que volviera a ser repuesta. Poseidón y Gea velaban por los restos del hijo.

Inhumado Anteo, tomó adeptos la versión difundida por Plutarco de que Heracles se emparejó con Tingis, su dulce y amable esposa, deidad de la mitología griega y bereber y fundadora de la ciudad de Tánger, aunque esta acción la reservan otros a Sófax, el hijo que concibió el héroe griego con la viuda africana. Pomponio Mela defendió la tesis de que fue Anteo el verdadero fundador de Tingis y señaló que en esta ciudad se le tenía especial devoción y respeto, tanto a su figura como a sus restos. Considerado por sus habitantes como representante de un monarca autóctono y justo, veneraban su gigantesco escudo elaborado con piel de elefante nubio y rendían tributo ante su enorme catafalco. Razón y conocimientos no debían faltarles a Mela, que se enorgullecía de su nacimiento en la vecina Tingentera, para muchos también conocida como Iulia Ioza o Iulia Traducta, topónimos púnicos y latinos que recalcaban su condición de “trasladada”, mudada desde la orilla sur del Estrecho hasta la norte hasta conformar la actual Algeciras.

La devoción por Anteo en su territorio natal no debió de menguar con los años. El conocido militar latino Sertorio viajó como pretor a la Hispania Citerior, donde se enfrentó a Sila y provocó una guerra que acabó tomando su nombre. Consiguió el favor de la población autóctona de la península con su trato afable, el alivio de los tributos y la rebaja de obligaciones. Tras huir a la Mauritania en el 81 a.C., puso sitio a Tingis hasta que cayó en su poder. Lo primero que hizo al entrar en la ciudad recién conquistada fue visitar la tumba de Anteo. Allí, como deferencia, le mostraron algunos de sus huesos y al contemplar su desmesurado tamaño, con una mezcla de pavor y respeto, ordenó que los volvieran a enterrar y ofreció sacrificios reservados a los héroes. A él se encomendó antes de atravesar el Estrecho e iniciar en Mellaria su campaña en la península.

Aquí acabó la consideración positiva de Anteo. Con los siglos se fue forjando la imagen de cruel, desmesurado y arbitrario gigante dispuesto siempre a la lucha y a retar a todo el que osara acercarse a su territorio. Dante, en su Divina Comedia, lo describió como un desalmado titán que custodiaba el noveno círculo infernal, precisamente el dedicado a los traidores. Juan Bautista Martínez del Mazo, yerno y seguidor de Velázquez, pintó en un lienzo la lucha entre Heracles y Anteo para decorar las estancias privadas del Alcázar Real de Madrid. El rostro casi monstruoso del héroe autóctono fue utilizado como guía moral para aleccionar al príncipe heredero Baltasar Carlos en un afán por exaltar los valores del héroe griego, como paradigma del esfuerzo y la superación de escollos. Zurbarán volvió a retomar la escena inspirándose en grabados de Hans Sebald Beham. Su cuadro, lleno de claroscuros, estaba destinado a colocarse en el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro y el marqués de Villena consideró que Anteo representaba los vicios carnales del hombre, vencidos por la recurrente labor civilizadora y moral de Heracles. Siglos antes, Antonio Pollaiuolo talló, por encargo de los Médicis, otra versión del combate donde se exaltaba la figura del griego como ejemplo de la superación de la adversidad gracias a la fuerza y a la inteligencia con las que se quiso asociar a los mecenas.

Anteo, el mito entroncado a la tierra / Enríque Martínez

Poco quedó de la concepción de Píndaro, quien consideró a Anteo como un héroe autóctono de Occidente, civilizado, un noble libio que llegó a convocar un concurso entre los pretendientes a la mano de su hija; un hombre valiente que honraba la memoria de su padre construyéndole un templo, un líder respetado que recibía la veneración de los habitantes de Tingis, donde nunca hubo la más mínima muestra de damnatio memoriae, sino todo lo contrario; una figura con más de un paralelismo con Gerión, el otro antagonista occidental de Heracles, que llegó a tener otro monumento funerario en Gadir sobre el que crecían unos árboles de frutos rojos o incluso capaces de destilar sangre.

Comenzó a ser restituido por tribus mauritanas como legitimador de sus derechos en las tierras vasallas de Roma. Siglos más tarde, desde mediados del XVIII hasta la revolución castrista, fue considerado en Cuba por la burguesía criolla como icono en la construcción de las ideologías de patria y nación caribeñas. Valor similar tuvo para Seamus Heaney, premio Nobel de Literatura en 1995. Nacido en una familia católica irlandesa, identificó a Anteo con la tierra madre natal, silenciada y oprimida frente al omnímodo poder inglés; como el héroe tangerino, el escritor de Tamniaran se tiró a tierra en las peleas para frotarse con la arena y vio que eso funcionaba como todo un elixir mágico.

Sin embargo, ha sido otro escritor cercano quien mejor ha sabido incardinar la figura del mito en un territorio tan complejo como el del Estrecho. A principios de la década de los cincuenta del siglo pasado, el jerezano José Manuel Caballero Bonald llevó a las prensas sus primeros libros de poemas. Tras Las adivinaciones y Memorias de poco tiempo, en 1956 escribió una obra que tituló precisamente Anteo. A lo largo de cuatro largos textos, el poeta incidió en uno de los temas que más le han atraído: el flamenco y utilizó el hilo conductor del héroe africano para relacionarlo con el cante gitano andaluz. El componente telúrico del mito, el hondo enraizamiento en una tierra que tiene mucho de madre, es utilizado por el escritor para relacionar el mito indígena con un cante también autóctono cultivado por los más desfavorecidos, los desheredados de todo, que tenían en la tierra el más primigenio y único de los sustentos. De un palo tan tectónico como la soleá llegó a escribir:

Nace de un conjuro, alimentada

de la tierra, engendrada en la tierra,

tanto más firme cuanto más

postrada, ¿tú también?, como Anteo.

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