Antonio Meulener, militar e inventor algecireño (1861-1912) (y II)
Instituto de Estudios Campogibraltareños
Antonio Meulener creó el primer misil balístico de la historia y la primera bomba termobárica o de vacío, cuya fórmula destruyó cuando comprobó sus devastadores efectos

Una imprenta portátil para imprimir periódicos y una máquina eléctrica de café
En el año 1887, estando destinado como ayudante del profesor de Armamento y Balística de la Academia General Militar, el capitán Juan José Ostenero Velasco, Meulener presentó otros inventos, en esa ocasión no relacionados con la milicia, que no quiso patentar. El primero de ellos se trataba de una imprenta portátil para imprimir periódicos, quizás la primea multicopista conocida. Consistía en una máquina que contenía un rodillo de metal al que había incorporado un bote con tinta. El segundo era una caja de madera con un depósito de cristal adosado para preparar café por medio de la electricidad. Lo sorprendente es que, en ese año, la electricidad aún no había llegado a la mayor parte de las ciudades de España. En Madrid sólo disponían de luz eléctrica algunas calles y el Cuartel de la Montaña donde es probable que el teniente Antonio Meulener Verdeguer hubiera probado su máquina eléctrica de café.
El misil balístico conocido como “Torpedo Meulener”
El 5 de agosto del año 1901, se reunió la Comisión Evaluadora que habría de asistir a la prueba del proyectil inventado por el capitán de infantería Antonio Meulener en el campo de pruebas de la Academia Militar de Toledo. Estaba formada por el coronel jefe de la Academia de Infantería, Darío Díez Vicario; el coronel de la Fábrica de Armas, José Luciano Campuzano y el comandante de ingenieros de aquella plaza.
Consistía en un proyectil-cohete de unos 40 centímetros de largo por 14 de ancho lanzado desde una rampa metálica y no por medio de un cañón Krupp, que era el utilizado hasta entonces para efectuar esa clase de disparos. Para fijar la dirección del proyectil llevaba incorporadas cuatro aletas en la parte trasera que él llamó “aletas direccionales”, invención que había ideado después de realizar diversas pruebas para corregir la deriva que sufría la ojiva tras ser lanzada. Una vez incorporadas dichas aletas, el proyectil recorrió unos 1.500 metros, superando en más de 500 el blanco previsto. Su capacidad de deflagración “fue considerable”, pues la explosión se escuchó en toda la ciudad de Toledo, según publicó uno de los periodistas que estuvieron presentes en el diario La Correspondencia de España de Madrid en su número del día 4 de septiembre del año 1901. La prensa denominó “Torpedo Meulener” a este misil balístico.
Por este invento, el Ministerio de la Guerra le concedió la prestigiosa “Distinción Militar por Mixto Explosivo”.
El empleo de aletas direccionales en la cola de los cohetes no se volvió a usar hasta mediados de la década de 1920 por la sociedad alemana de estudios espaciales Vereinfür Raumschiffahrt, uno de cuyos miembros era el jovencísimo Wernher von Braun. Este científico las empleó en las bombas V-2 que creó en 1942 para la Alemania nazi al que la Historia le ha otorgado la invención y el empleo, por primera vez, de aletas direccionales aplicadas a los misiles.
La bomba de destrucción masiva que denominó “Tóspiro”
Entre los años 1906 y 1912, en su segundo y último destino en la Fábrica de Armas de Toledo, creó su arma definitiva: el Tóspiro.
Ya padecía la enfermedad de la tuberculosis, probablemente desde el año 1900 o 1901.
El Tóspiro consistía en una carga explosiva doble, constituida, la primera de ellas, por un compuesto pulverizado de pólvora marrón con alta capacidad de deflagración; y, la segunda, en una ojiva adosada a la primera, conteniendo un explosivo líquido a presión, inventado por él, que debía provocar una aceleración y una reacción en cadena que, al mezclarse con el oxígeno del aire, multiplicaba miles de veces la potencia de la deflagración, provocando un vacío que aniquilaba a todo ser viviente, tanto animal como vegetal, en varias hectáreas en torno al lugar del impacto.
En opinión del coronel de infantería Pedro Baños Bajo, especialista en geoestrategia, defensa y seguridad; del coronel de artillería y miembro de la Real Academia de la Historia, José Luis Isabel y de José María Carpintero, coronel retirado del Ejército, el terrible Tóspiro se trataba, en realidad, de un precursor de las modernas bombas termobáricas o de vacío, también conocidas como la bomba atómica de los pobres, hoy día prohibidas por acuerdo de carácter internacional.
Lo que hacen las bombas termobáricas es una reacción en cadena consistente en provocar dos explosiones sucesivas. Una de ellas permite abrir la cápsula que contiene el combustible, sea gaseoso o líquido. Después se produce otra explosión más que incendia el combustible, que es lo que, finalmente, ocasiona, no solamente la llamarada, sino ese efecto de vacío que arrasa con todo ser viviente que haya sobre el terreno en un radio muy amplio en torno al lugar donde se haya producido el impacto.
Lo cierto fue que la prueba realizada en los montes de Toledo en el mes de junio del año 1912 del misterioso y destructivo Tóspiro, su último y aterrador invento, provocó una enorme deflagración que volatilizó la piara de cabras, las ovejas y los mulos colocados en el lugar para comprobar sus efectos sobre los seres vivos, no quedando ni rastro de ellos, arrasando, hasta hacerlo desaparecer del mapa, el espeso arbolado que crecía en varias hectáreas de terreno alrededor del blanco.
En el año 1953, cuarenta y un años después, el teniente general Luis Bermúdez de Castro (testigo de la prueba realizada en los montes de Toledo, pues siendo teniente coronel había colaborado con Meulener en su preparación y en las conversaciones mantenidas con la Guardia Civil y con los alcaldes de los pueblos cercanos para prevenirles de lo que podía suceder) escribió en el diario ABC de Sevilla un artículo en el que expuso lo que presenció cuando, acompañando al comandante Meulener, visitó el sitio de la deflagración. Parte de ese artículo dice lo siguiente:
A los tres días de llegar, se hizo el primer y único disparo. La Guardia Civil había expulsado, con mucha anticipación, todo ser viviente de dentro de los montes de Toledo y seguía vigilando los accesos habituales de aquel terreno dotado de una vegetación salvaje. Intentamos reconocer el campo de tiro, pero no pudimos adelantar más que un kilómetro, y eso con extraordinaria fatiga, porque, en efecto, el aire era irrespirable.
A los treinta días penetramos quince kilómetros, sin sentir más que pequeñas molestias en la garganta y lagrimeos en los ojos. Meulener tenía alta fiebre todas las noches y su aspecto me alarmó de tal manera, que le convencí a renunciar a más reconocimientos y regresar a casa. Antes de emprender el regreso reconocí yo solo el campo inmediatamente después de una lluvia que debió lavar el ambiente; la impresión fue profunda; no hallé ni un árbol, ni un hierbajo, ni rastro de ganado, ni piedrecillas en el suelo; mis soldados y los campesinos en sus pueblos estaban aterrados; la Guardia Civil me informó que la explosión de la granada había sido como un terremoto, y que de los rebaños no habían hallado ni sangre, ni pelos, ni huesos.
Llegamos a la Corte; mi compañero, cabizbajo y triste; yo, esperando que se quedara muerto en mis brazos, porque, a ratos, se ahogaba; lo dejé en el lecho, y al despedirme, me dijo:
-Tengo vida para muy poco tiempo y no quiero morirme con el remordimiento de haber dejado a los hombres un arma con la que pueden aniquilarse ellos mismos y destruir a la Naturaleza, que también es obra de Dios. Esta misma noche voy a quemar todos los papeles, cálculos, dibujos y planos y no quedará rastro del Tóspiro y, poco después, de su autor.
A la mañana siguiente, el ministro [de la Guerra] se presentó en la alcoba, y al enterarse de la ya disposición del enfermo, empezó a darse puñetazos en las rodillas y se levantó luego exclamando: “¡De manera que adiós nuestra supremacía internacional, adiós a la recuperación de Gibraltar, ilusiones perdidas, tiempo perdido, todo ha sido un sueño!”.
El inventor, reclinado sobre un montón de almohadas, lo escuchaba sonriente, y yo, de la misma opinión del ministro, comprendía el disgusto de éste y me extrañaba que no se afectase el enfermo. “Pero Antonio! ¿Por qué has hecho eso?”, le dije. “Porque las cosas de este mundo se ven de una manera distinta cuando tiene uno ya en el bolsillo el billete para el viaje al otro”, contestó.
El ministro pareció tranquilizarse. Se sentó. Desarrugó el entrecejo de su rostro y luego de un silencio no turbado más que por la silbante respiración del enfermo, cogió el general con sus dos manos las del enfermo, que estaba cerca de él, y sonriendo dulcemente, apareció en el veterano e ilustre soldado el “hidalgo español”, porque con la voz un poco emocionada, repuso: “Bueno, Antoñito, no te enfades por lo que me has oído decir, pues si tan tremendos fueron los efectos de tu proyectil, es posible que yo…en tu caso… hubiera hecho lo mismo”.
Eso fue lo que ocurrió. El inventor, horrorizado cuando vio el resultado y las consecuencias de la prueba e impactado en su alma de buen cristiano, tomó la drástica resolución de destruir la documentación que tantos años le había costado reunir. Quemó los planos, los dibujos y la fórmula del explosivo, así como los cálculos que había empleado para fabricar aquella arma de destrucción masiva, pues estaba convencido de que, si su invento era conocido y usado por los ejércitos de las naciones en futuros conflictos armados (no estaba lejos el inicio de la Primera Guerra Mundial), acabaría con la humanidad.
El comandante Antonio Meulener Verdeguer, enfermo de tuberculosis en fase terminal, después de la prueba realizada en los montes de Toledo, aunque no había contraído matrimonio, ni tenía descendientes y sus padres habían fallecido, se trasladó a Algeciras para morir en su ciudad natal. En esa población residía una familia con la que su padre había intimado, encabezada por don Aurelio Méndez Miciano, fallecido el 14 de febrero del año 1897, que había sido cónsul de Bélgica en Algeciras. Cuando el comandante Antonio Meulener murió el 17 de agosto del año 1912, fue sepultado en el cementerio algecireño, en el patio Virgen del Carmen, en el mismo nicho en el que reposan los restos de don Aurelio Méndez.
Esta es la historia de un relevante inventor y humanista algecireño, injustamente olvidado. Aunque se le ha querido comparar con el Oppenheimer inventor de la bomba atómica, sus vidas y las decisiones que tomaron en nada se parecen: uno cargó sobre su conciencia durante toda su vida las muertes de cerca de doscientas mil personas inocentes; el nuestro impidió el uso militar de su terrible invento destruyéndolo, impulsado por su espíritu humanista y cristiano, antes de que pudiera ser empleado en el campo de batalla.
Artículo publicado en el número 61 de Almoraima. Revista de Estudios Campogibraltareños. Octubre de 2024.
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