Atlas: cuando el cielo es un castigo
MITOS DEL FIN DE UN MUNDO
Atlas es un mito occidental con múltiples lecturas
Tras convertirse en un perdedor, fue condenado a expiar las culpas del vencido y el cielo se convirtió para él en una losa
Algeciras/Atlas es un mito complejo, extremo, occidental, desplazado; antagonista y adyuvante, positivo y negativo; titán, dueño, rey, astrónomo y ejemplo de eterno sufridor de penitencias celestiales. Quizás por ello, su figura mantiene la vigencia de las leyendas que sobreviven a derrotas y naufragios.
Su nombre transporta a tiempos primigenios. De raíz pre-indoeuropea, su lexema entronca con lenguas arcanas. En bereber, el sol es conocido como tit, que significa "el ojo del cielo". En los extremos occidentales del Mediterráneo, el inmenso océano que se abría tras el estrecho de Gibraltar era conocido como Antal n´tit, "el lugar de ocultación del astro solar". Para muchos, esta sería la etimología de Atlántico, palabra derivada de Atlas, un personaje directamente relacionado con el espacio donde consumió afanes y represalias; engaños y saberes; paternidades y artimañas.
Su genealogía entronca con la de los dioses primitivos. De la unión de los primarios Urano y Gea surgió una prolífica descendencia agrupada en tres bloques: por un lado los Cíclopes, gigantes fornidos y monstruosos con un solo ojo en la frente como Polifemo; por otro los Hecatónquiros, otra serie de gigantes con cien brazos y cincuenta cabezas, como el occidental Briareo que dio nombre a las puertas del Estrecho. El tercer grupo está formado por los Titanes, otra sarta de divinidades integrada por Cronos y sus hermanos Ceo, Hiperión, Crío y Jápeto -que algunos han identificado con Jafet, vástago de Noé-. Junto con la Oceánide Clímene, Jápeto concibió a cuatro titanes de segunda generación: Prometeo, ancestro de la raza humana; Menecio, relacionado con la desmesura de la hybris; el descuidado y poco precavido Epimeteo y Atlas, cuya trayectoria vital estuvo determinada por sus orígenes. Perteneció a la misma generación que Zeus, hijo de su tío Crono. Si Urano se comportó de manera despótica con sus descendientes, confinando a Hecatónquiros y a Cíclopes en las profundidades occidentales del Tártaro, Crono no le fue a la zaga. No solo los mantuvo allí encerrados, sino que fue devorando a todos sus hijos, hasta que su mujer, Rea, consiguió salvar la vida del menor, Zeus. Este fue el encargado de poner en marcha la venganza contra las opresoras formas de su padre y provocó la Titanomaquia, una descomunal guerra entre el hijo y el padre, entre dioses primigenios y los de tercera generación; una lucha que tuvo lugar en el poniente mediterráneo, en los renombrados Bosques Tartésicos. En la contienda se enfrentaron dos bandos: los Titanes, liderados por Cronos y sus hermanos contra los dioses Olímpicos, encabezados por Zeus, quien recibió el apoyo de sus familiares más cercanos, así como el de los Cíclopes y los Hecatónquiros, a los que liberó de su encierro en el Tártaro a cambio de su ayuda. Durante diez años se sucedieron combates que mezclaron lo épico con lo telúrico en un territorio extremo rebosante de ríos, lagunas, quejigales, tajos, estrechos, mares y océanos que se convirtieron en paisajes de mil batallas que concluyeron con la victoria de Zeus y los dioses de nueva generación. El triunfo fue de la mano de represalias inmisericordes hacia los perdedores, que fueron arrojados al cercano Tártaro, convertido de nuevo en campo de concentración para vencidos, vigilados a partir de entonces por los Hecatónquiros, que pasaron de prisioneros a guardianes.
La venganza de Zeus fue implacable: Aqueronte tomó partido en la contienda ayudando a los Titanes, a los que dio de beber cuando lo necesitaron. El vencedor no dudó en castigarlo metamorfoseándolo en uno de los ríos del Inframundo. Una suerte dispar corrieron los hijos de Jápeto: Prometeo, que poseía el don de predecir el futuro, convenció a su hermano Epimeteo para que no participara en la lucha, sabedor que el bando familiar resultaría vencido, por lo que se libraron del castigo de Zeus. Una suerte diferente tuvieron los otros dos hermanos: Menecio, que participó en la lucha ayudando a los Titanes, fue fulminado con un rayo por el vencedor. Con Atlas se esmeró en la represalia. Hesíodo cuenta que durante el conflicto el cielo se abatió sobre la tierra entre telúricos estruendos. El hundimiento adquirió tintes apocalípticos y llegó hasta las profundidades del Caos, generando estratos de polvo y nubes de confusión. Para recomponer tal cataclismo, Zeus condenó a Atlas a levantar la bóveda celestial y sujetarla por los siglos de los siglos en un tormento que superó al de otros castigos míticos, como el de Sísifo o el de Aracne.
Antes de esta penitencia, Atlas vivió sus días en las proximidades del Estrecho. Calificado por Hesíodo como intrépido y sagaz, se le atribuyeron tres cónyuges: Etra, Pleyone y Hésperis. Con Pleyone, hija del occidental Océano, tuvo una larga descendencia: las Híades, ninfas favorecedoras de la lluvia; Hías, que murió cazando en las inmediaciones del Canal y las Pléyades, deidades del cortejo de Artemisa, con quien compartieron aficiones cinegéticas. Tuvieron un final infeliz: según algunas versiones acabaron metamorfoseadas en palomas tras ser perseguidas por Orión; según otras se suicidaron tras la muerte de su hermano, mientras que hay quien considera que murieron de pena tras comprobar el eterno castigo al que fue sometido su padre. Con Hésperis concibió Atlas a las Hespérides, tres jóvenes de acompasadas voces que cuidaban el jardín homónimo ubicado en los alejados territorios de poniente.
Las primeras interpretaciones del mito lo ubicaron en la orilla norte del Estrecho. Hesíodo lo hizo cargar con la bóveda celestial muy cerca del Jardín custodiado por sus hijas, mientras que Homero ofreció una visión más compleja: consideró que más que sostener, Atlas vigilaba dos altas columnas que eran el verdadero soporte del cielo en una evidente confluencia de mitos relacionados con el Canal. El autor de la Odisea le otorgó más valores a Atlas y lo consideró como un ser de gran sabiduría, conocedor de los planisferios celestes y de las profundidades marinas.
En una clara muestra de distopía temporal, la figura de Atlas se relaciona con otras dos legendarias del estrecho de Gibraltar: en primer lugar con Perseo, al cual le negó la hospitalidad debida al temer que le robara sus posesiones. El héroe griego, que portaba en su mágico zurrón la cabeza de Medusa, la utilizó para convertirlo no solo en piedra, sino en toda una cordillera que aún lleva su nombre en la orilla africana. Mucho más conocido es el episodio de Heracles, descendiente de Perseo, que se encontró con un Atlas todavía humano en un ejercicio de ilógica diacronía. Tras recibir el encargo de robar las manzanas de las Hespérides, el héroe convenció al padre de las guardianas para sustraer los apreciados frutos; para ello lo relevó en la tarea del apoyo de la bóveda celestial. Tras el regreso de Atlas con las manzanas y tras comprobar su decisión de no reemplazarlo, Heracles recurrió a la astucia para convencerlo de que retomara por un instante su rol de sostén del cielo mientras se acomodaba la capa. El que intentaba burlar acabó burlado. El personaje autóctono fue engañado por el griego en una muestra de supremacismo cultural que acabó relegando a Atlas al castigo eterno de los dioses olímpicos.
Hay más lecturas del mito. Atlas fue igualmente considerado hijo primogénito de Poseidón y de Clito, quien reinó sobre los ubérrimos prados y los prósperos canales de la Atlántida, cuya raíz lingüística evoca su antropónimo. Atlas fue también un legendario rey de Mauritania, al que Diodoro Sículo consideró un sabio filósofo y matemático, un reputado astrónomo que llegó a descubrir la esfericidad de las estrellas y artífice del primer globo terrestre. Atlas fue también un rico propietario de las lejanas tierras de poniente: para algunos, verdadero dueño de las manzanas de oro que custodiaban sus hijas; para otros, señor de grandes rebaños que pastaban por las dehesas del suroeste hasta conformar una figura de lo más parecida a la del también occidental Gerión.
Atlas es un mito complejo que fluye, fusiona y se solapa con otros. Homero se refiere a los kiones o pilares gracias a los cuales el Titán mantenía la tierra separada del cielo. Pilares, estelas, columnas que se elevaban en el estrecho de Gibraltar, como las de Briareo, Melkart o un Heracles que entró en conflicto con su figura adaptando un rol superior y civilizador. El héroe griego se reafirmó como tal cuando empleó su fuerza para sostener una bóveda celeste cuya presión extenuaba a Atlas, aunque también utilizó la sagacidad para engañar al que pretendía engañarlo. Al adoptar el papel del cansado atlante, Heracles escenificó la conquista de los espacios occidentales sosteniendo el cielo como decisión personal, lejos de todo castigo impuesto.
Atlas es un mito complejo: un Titán que sostiene el cielo como eterna penitencia de perdedor, una leyenda que dio nombre a toda una cordillera que fue uno de los hitos espaciales del extremo occidente, un sabio astrónomo, pero también un rey bárbaro, extraño, alejado, trasplantado a tierras africanas, capaz de enfrentarse a Perseo y a Heracles, pero también conocedor de los secretos de las profundidades y de las alturas. Todo un compendio, como las colecciones de mapas e ilustraciones de diferentes temas que desde Antonio Lafreri, Gerardus Mercator o Abraham Ortelius difundieron por todo el orbe grabados y representaciones de múltiples contenidos, tan variados y polimorfos como el del mito atlante cuya representación fue recogida en libros que acabaron tomando su nombre. Hoy se siguen publicando atlas históricos, etnográficos, geológicos, climáticos, oceanográficos, turísticos, biológicos, lingüísticos, de anatomía, arquitectura y hasta en forma de relatos con títulos de geografía humana.
Atlas tiene complejidad de formas y heterogeneidad de interpretaciones. En él se encuentra la superación de maniqueísmos, la atracción del bien, la seducción del mal, la seguridad del dueño y la conmiseración del perdedor, más aún cuando el cielo se convirtió en su eterno castigo.
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