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Cerbero: el guardián reconocido

Mitos del fin de un mundo

El perro más renombrado de la mitología vigilaba una comprometida entrada

Custodio de las puertas del occidental Hades, Cerbero era guardián de lo inexpugnable y fue vencido por la astucia

Ortro: el guardián en la sombra

Cerbero: el guardián reconocido. / Enrique Martínez

Las figuras míticas han ido acumulando lecturas y exégesis a lo largo de un tiempo tan largo como la cambiante sombra que han proyectado tras sucesivas capas de interpretaciones. El can Cerbero es una de ellas, que aún asociamos a décadas de retransmisiones deportivas en invernales tardes de domingo a través de viejos aparatos de galena. Engolados locutores de esmerada dicción lo referían a porteros igualmente legendarios bajo las metafóricas puertas de embarrados campos de sport y valientes actitudes. Con ligeras variantes, el nombre ha pervivido hasta nuestros días, en forma de seudónimos raperos que llevaron la vida y la muerte hasta extremos sin salida en las aceras del Camino Real de Maracay.

El perro de la mitología canónica estaba encargado de guardar una entrada, aunque no una entrada cualquiera. Cerbero era un animal fantástico cuya función era la de custodiar las puertas del Hades: el inframundo, un territorio apartado pero presente en el subconsciente colectivo; un lugar de negativos barruntos y sombríos claroscuros; un espacio antitético de negras oquedades y luminosas llamas aniquiladoras y calcinantes. El lóbrego feudo subterráneo, nocturno y caliginoso, habitado por uno de los dioses olímpicos más cercanos a Zeus, tenía como guardián a un ser mítico que en nada desmerecía al dominio de las sombras ni al lugar de la muerte.

Era hijo de Equidna, una ninfa híbrida con torso de mujer y cuerpo de serpiente, y de Tifón, un monstruo alado con más sierpes en los muslos. Su hermano fue Ortro, el perro de dos cabezas encargado de la custodia de los bueyes rojos del gigante Gerión que pastaban a orillas de una laguna como la Janda, aunque, a diferencia del otro guardián, Cerbero ha dejado numerosas huellas y rastros que han traspasado el etéreo ámbito de los mitos. Como en sus parientes, en él se han superpuesto rasgos heterogéneos en una mezcla de elementos que cumplía los requisitos de la más alambicada de las metamorfosis.

Al igual que en todo mito, las versiones aportaron una variedad de lecturas que calificaron su descripción hasta extremos hiperbólicos. Se ha considerado que poseía tres cabezas que llegaron a calar tanto en el imaginario común que merecieron ser nominadas como Veltesta, Tretesta y Dritesta. Nada mejor que un cánido para ejercer el rol de vigilante y nada mejor para un vigilante que tener más de un cráneo desde donde mirar. Aunque esta es la versión más extendida, abundan otras donde se sobrepasa la más desmesurada de las exageraciones, como la del poco ponderado Hesíodo, que lo llegó a describir como un aterrador monstruo de cincuenta cabezas y serpientes que cubrían su cuerpo hasta concluir en la cola, con lo que se acrecentaba su rol de maligno controlador de vedadas puertas. Para otros, tenía unos aterradores ojos de color sanguinolento iluminados por una luz de tintes sobrenaturales y unos colmillos de los que escupía un veneno mortal y negro que impedía a cualquier ser vivo traspasar un umbral prohibido en ambos sentidos. Así se cumplía la ley severa de la imposibilidad de traspasar el último de los pasos.

La figura de este mito se incardina en la del espacio donde se ubica: nada ameno ni agradable puede germinar en el acceso al inframundo, un lugar al que Virgilio calificó de hiel de la tierra; todo un vertedero: lodazal, agua sucia, sumidero de dolor, soledad y desaliento. Un lugar donde los que entraban tenían que abandonar toda esperanza, en palabras de Dante, quien inspiró a Botticelli su inquietante y meticuloso cono inverso de su Mapa del Infierno. Aquí es donde cobra sentido el can legendario, cuya crueldad debía estar a tono con el ámbito que escoltaba: su humus yermo solo podía albergar los más impenitentes raigones de la ponzoña.

Sin embargo, el feroz animal no era un ser simplistamente maniqueo, ya que poseía resquicios de fragilidad. El implacable centinela tenía dos puntos débiles: su irreprimible afición por la música y su inclinación por lo dulce: he aquí un ser cruel pero a la vez melómano y goloso. Precisamente estas debilidades fueron aprovechadas por otros personajes legendarios para poder traspasar los temidos quicios. Este fue el caso de Orfeo, que lo amansó con su música, o el de Psique, que lo sosegó con un pastel de cebada y miel antes de adentrarse en el Hades.

Fue Heracles quien protagonizó el episodio más relevante con Cerbero, el cual vertebró su duodécimo trabajo, el que cierra la serie de aquellos con los que Euristeo puso a prueba al hijo de Zeus y Alcmena. Como último reto en pago a los familiares crímenes cometidos, el rey de Micenas ordenó a Heracles la captura del terrorífico guardián y traerlo con vida a la corte. Sin otra opción y, tras iniciarse en los misterios de Eleusis, el arrepentido parricida pidió ayuda a Atenea y Hermes para poder traspasar las puertas prohibidas, con lo que se muestra uno de los rasgos más significativos de su carácter que tanto se ha subrayado a lo largo de la historia.

No es solamente un mito caracterizado por la más sobrehumana de las fortalezas. Su incuestionable musculatura tantas veces alabada, pintada y esculpida, se sumaba a una indisimulada astucia que lo llevó a pedir oportunos consejos, aprovecharse de las debilidades ajenas y seducir con la palabra y con los hechos. En esta ocasión, hay versiones que apuntan a que el héroe pidió permiso al mismísimo Hades, dios del inframundo y dueño de Cerbero, el cual accedió a su proposición con la condición de que no hiciese daño al animal y lo devolviese sano y salvo. Aunque hay otras que afirman que llegó a utilizar la violencia, abundan exégesis como la de Apolodoro, que defendió que el dios del Érebo permitió el rapto del guardián solo si desistía del uso de las armas y de la fuerza, de ahí que se extendiera la opinión de que, renunciando a ellas, Heracles se sirvió tan solo de su piel de león y de su garrote de madera. Así, sin escudos ni hierros, llegó a amansar al perro tan temido.

Un nuevo triunfo de la astucia sobre la fuerza. El héroe corpulento, vigoroso, robusto, recio, responsable de la entrada en nuestro diccionario de adjetivos como hercúleo, recurrió a otros ardides para conseguir sus fines. Despojado de simplistas reducciones, el mito vuelve a mostrar la sutil ambivalencia de las lecturas múltiples que bosquejan las leyendas con la más sugerente de las imprecisiones. La dualidad tópica entre fuerza bruta e inteligencia se tiñe de una maraña de interpretaciones y actitudes.

Tras conseguir su objetivo, Heracles salió del Hades a través de unas puertas ya sin guardia ni custodia que ha sido ubicada en diferentes coordenadas según las variadas hipótesis que caracterizan a los hechos legendarios: desde Ténaro a Trecén pasando por Hermíone o la Heraclea Póntica. Por eso mismo, no resulta del todo descabellado identificarlas con territorios mucho más cercanos, coincidiendo con recurrentes teorías que sitúan el dominio de los muertos en el lugar donde las culturas orientales localizaban el fin del mundo conocido.

Luis Alberto del Castillo llegó a atrayentes conclusiones tras realizar un estudio numismático sobre una moneda del grupo de las libio-fenicias encontrada en las inmediaciones de Baelo y datada en el siglo I a. C. Con la inscripción de la antigua Bailo, que se asentaba en las retiradas alturas de la Silla del Papa, desde donde se ejercía un control visual completo de la laguna de la Janda y de las vías que la circunvalaban, la pieza está dedicada a Hércules. En su anverso, el héroe se encuentra revestido con la piel del león de Nemea, mientras en su mano la maza ha sido sustituida por una espiga de trigo. Se trata de una representación de lo más original e infrecuente que fue considerada por el investigador algecireño como una muestra del paso del héroe por un cercano Hades tras cumplir su duodécimo trabajo.

Desenterrada en las proximidades de la sierra de Fates, esta moneda simbolizaría un Hércules renacido, que revivió tras salir ileso de un paraje infranqueable. El héroe en bronce de la moneda sustituye el mazo de la fuerza y de la muerte por la espiga del renacer y de la vida. La violencia de las antiguas formas se suplanta por la pragmática de la moderna agricultura; la infertilidad del basto, por la ubérrima riqueza de la panícula. El singular viaje de retorno desde el prohibido inframundo puede verse en este óbolo de vida como una mítica resurrección tras la inexorable muerte.

Una forma de interpretar lo que solo puede ser interpretable.

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