El cumpleaños
Sobre laberintos y tiempos
Algeciras/El día de mi décimo cumpleaños lo pasé en el colegio, lo que tampoco era muy difícil porque íbamos de lunes a sábado. Ya era casi un hombre. Y es que 10 años, por la mágica redondez de los números, marcan mucho, 3.650 días. Tenía más de 3.000 de algo, lo que suponía una cifra que se escapaba a las magnitudes que podía asimilar.
En mi colegio, el único público de La Bajadilla, el patio del recreo estaba dividido por los edificios, frontera natural contra la mezcla de sexos. En el de las niñas estaba el despacho de Don Manuel, un señor sin sentido del humor, como correspondía a un director de colegio infantil.
En esos días lo normal eran los moratones, las extremidades salpicadas de postillas y algún que otro brazo en cabestrillo. Y gran parte de la culpa la tenía el Huerto de Lobato que era un campo inmenso tras uno de los patios del Colegio.
A unos 50 o 60 metros de la tapia se veían la casona grande, fea, desastrada y las inmensas moreras, donde los que tenían gusanos de seda recogían las hojas para alimentarlos. Yo, afortunadamente para estos, nunca tuve.
A veces las hojas daban a la carretera y las más al interior del huerto. Indefectiblemente las del interior parecían más jugosas, con lo cual se organizaban saqueos que eran contrarrestados por las defensas de Lobato (apellido del aborigen del huerto) en forma de seis o siete chuchos, grandes como caballos y feos como demonios que eran azuzados al grito de “jútale, jútale”.
Nadie entendía la razón de que al tal Lobato le molestara que docenas de críos entraran en su huerta y pisotearan lo plantado. Tampoco era para tanto y siempre le quedaba al hombre el recurso de comprar en la plaza en lugar de molestar con sus manías. De hecho, algo así tuvo que pensar él mismo porque años después, tras generaciones de pequeños demonios sucumbió y vendió el terreno a una promotora que, ella sí, arrambló con todo signo de vida sin que ningún pobre chucho pudiera hacer nada ante las excavadoras o las grúas.
Dos lustros...y lo mejor de ese día, el regalo que nunca olvidaría estaba por llegar, agazapado en el recreo en forma de gesta de un atleta con gafas, Aureliano Alcor. Ure, como le llamábamos todos en clase.
Era bastante fantasioso, cosa nada extraña a esas edades, y más de una vez habíamos quedado para jugar en su casa, cerca de la Iglesia. Su padre era marinero de cubierta para más señas y capitán de navío para más fantasías. En esa casa fue donde vi por primera vez un coco de verdad, carne y agua; no en lascas como en la Feria, sino con esa fea redondez peluda de sonrisa maligna y amagos de ojos. Ure me dijo que era “un regalo de una tribu del Amacongas, que es un río muy grande que está en América o en Australia o en los dos sitios a la vez, porque su padre les había llevado a los indios una estufa para que se calentaran”.
El caso es que le habían comprado días atrás unas gafas (decía que su padre tuvo que vender uno de sus barcos para pagarlas) por problemas de estrabismo y de miopía, hecho que en lugar de frustrarle servía para reforzarlo, puesto que el “odontólogo que me ha visto me ha dicho que eso es muy raro”; y se quedaba tan ancho. Además, a todo esto añadía una altura al menos 20 centímetros por encima de la media.
Y ese día el bueno de Ure salió al recreo con energía de sobra y ganas de que se viera lo fuerte y ágil que era. Y lo guapo que le hacían las gafas.
- ¡Mira, mira!
Ure estaba en posición de echar a correr al pie de la tapia. Junto a ella se alternaban parterres y bancos de madera descascarillada. Los bancos hacían más fácil saltar al huerto, pero requerían de enorme cuidado porque tenían toda la pinta de resquebrajarse en cualquier momento. Pero eso al Ure no le importaba. Había estado viendo en la tele a unos gimnastas saltando algo que se llamaba potro, pero que no se parecía en nada a un caballo. Así que quería usar el banco a modo de trampolín y coronar la tapia apoyándose en ella para saltarla y caer, como ángel del cielo, en el huerto. Y con la energía suficiente como para salir indemne del inevitable ataque canino.
- ¿Qué te juegas a que la salto?
Y sin esperar respuesta, tomó carrerilla. En ese momento todo el recreo, niños y niñas, estaba pendiente de los alardes del Ure, lo que no hacía sino envalentonarlo aún más. Con gracilidad, en seis o siete pasos mal contados, se abalanzó sobre el desvencijado banco y lo superó con enorme facilidad. El tiempo parecía detenido. Algunas de las niñas rompieron las filas que ya se formaban para entrar a clase y se acercaron tímidamente. Los maestros, estupefactos, también miraban.
El siguiente paso era la tapia en la que debía impulsarse. Con unas muñecas que lo soportaban todo, se apoyó en el canalillo que la coronaba y aportaba más agarre. Su cara transmitía una inmensa felicidad mientras contemplaba a su fiel público. Y en ésas, en el salto, en la tapia, en el canalillo que lo coronaba, se produjo la tragedia. De proporciones descomunales. Más o menos de un kilo y medio que calcularon después que tenía que pesar la majada de vaca en la que tuvo a bien la Diosa Fortuna que el Ure dejara sepultada por varios años su dignidad. Porque tamaño tesoro de la naturaleza coronaba sin que él lo hubiera visto antes el canalillo de la tapia. La coronaba hasta que el impulso del Ure y las leyes de la Física la obligaron a desparramarse en proporción a la fuerza usada y en dirección contraria a las manos que la aplastaron. Dirección que, casualmente coincidía con la cara y, sobre todo, las flamantes gafas del Ure. Y allí quedó el pobre, desparramado en lo alto de la tapia, cubierto de mierda hasta las cejas mientras niños, niñas y algunos dijeron después que hasta Don Manuel, nos partíamos de risa en mitad del patio del recreo.
Al menos el Ure salvó las gafas y yo mi cumpleaños.
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