El día que se apagó el mundo: crónica de una desconexión en el Campo de Gibraltar
Tras el gran apagón del 28 de abril, la comarca trata de recuperar la normalidad entre antorchas industriales, hospitales saturados, carreteras colapsadas y hogares que redescubren la luz de las velas
La otra cara del gran apagón, entre juegos de mesa, radios encendidas y cenas frías

Algeciras/La realidad titila. Como una bombilla a punto de fundirse. Como un recuerdo que se resiste al olvido. Así amaneció el Campo de Gibraltar tras el apagón eléctrico que el lunes 28 de abril dejó sin suministro a buena parte de la Península Ibérica. Volvió la luz, sí. Pero algo quedó trastocado en la maquinaria invisible que sostiene nuestras rutinas: el wifi, los semáforos, las vitrocerámicas, los trenes, los historiales médicos, los frigoríficos cargados de incertidumbre. Un parpadeo del sistema y, de pronto, la vida se vació de automatismos.
En Algeciras, el centro recobró el suministro a una hora muy torera: las cinco de la tarde. Pero hubo barriadas —Ermita, Rinconcillo, Reconquista, Colonia San Miguel— que tuvieron que esperar hasta la madrugada. A las cuatro y media todavía había quien buscaba velas, quien cenaba pan con manteca y quien se acostaba temprano sin más cena que un vaso de leche. En La Línea, en San Roque o en Los Barrios, la luz fue regresando como quien vuelve a casa con pasos torpes, a destiempo. En Tarifa, ni eso: hasta entrada la mañana del martes no se restableció el servicio.
El cuerpo eléctrico: hospitales, trenes y antorchas
En los centros de salud del Campo de Gibraltar, el martes fue una réplica suavizada del lunes, pero sin margen para la sorpresa. Los profesionales trabajaban sin sistemas informáticos, sin acceso a los historiales, sin recetas electrónicas. Como médicos de otra época, pero sin el tiempo de entonces. Solo algunos coordinadores, aferrados a terminales con acceso parcial, intentaban contener el desbordamiento. En La Línea, en el centro de salud de Los Junquillos, las colas se doblaban sobre sí mismas. En Algeciras Norte, las manos sustituyeron al software.
Los hospitales de la comarca —Punta Europa y el de La Línea— suspendieron todas las intervenciones no urgentes. Se priorizaron las urgencias oncológicas. Se improvisaron salas de soporte para pacientes dependientes de oxígeno. Un sistema sanitario sostenido por hilos de emergencia.
Mientras tanto, el tren Alvia de primera hora entre Algeciras y Madrid no pudo circular. Los más tardíos, tampoco. Por carretera, el colapso fue total. La A-7 se volvió una trampa lenta, irrespirable. En San Roque, un joven motorista perdió la vida tras chocar contra varios colchones que habían caído de un camión. Fue después arrollado por un turismo. Desde El Higuerón hasta Palmones, la autovía se transformó en un embudo inmóvil. Los servicios de emergencia pidieron evitar desplazamientos, pero era martes, había que trabajar. O al menos intentarlo.
Y luego estaban las llamas. No las de las velas, sino las de los incendios. Tres fuegos casi simultáneos durante la madrugada más oscura: uno en la urbanización Parque Bolonia, donde un vecino alemán de 60 años murió pese a ser rescatado en estado crítico; otro en San José Artesano, con un herido grave por la explosión de una bombona; y un tercero, más leve, en la calle San Antonio, donde alguien encendió una hoguera dentro de casa. La noche más larga. La más vulnerable.
En la industria, la planta petroquímica de Moeve, en San Roque, comenzó este martes la recuperación de su actividad tras activar los protocolos de seguridad. Las antorchas arden ahora más alto, más visibles, más espectaculares que de costumbre. Un fenómeno previsto, aseguran desde la empresa, parte del mecanismo para liberar gases acumulados y evitar males mayores.
Cuando el tiempo se detuvo y volvió la radio
En algunas casas, sin embargo, el apagón no fue solo un trastorno. Fue una pausa inesperada. Un paréntesis que trajo algo parecido a la calma. O a la infancia. Aby, en San Roque, pasó la tarde con sus hijas de 4 y 11 años. Sin televisión, sin noticias del padre —que trabaja en el extranjero— y con una linterna entre las manos. “Al principio fue un caos, pero luego llegaron los juegos, las charlas…”.
En La Línea, Carol sufrió los vaivenes de la red: luz a las 17:50, internet hasta las dos de la mañana. En Campamento, María bajó a la calle de madrugada y encontró su coche rayado. Carmen Gámez y sus niñas alumbraron la cena con velas y carcajadas. Jorge cocinó con gas y reflexionó: “Estamos pegados al móvil. Y hay muchas otras cosas que hacer”. En muchas casas volvió la radio, la conversación, el silencio.
Victoria lo vivió “como cuando era niña”. Pilar también: “Se iba la luz cada vez que llovía”. Y ahora, en pleno siglo XXI, esa vieja costumbre de hablar a la luz de las velas —sin televisión, sin móvil, sin prisas— regresó como una aparición. Breve, sí. Pero reveladora. A la intemperie de la tecnología, algunas familias redescubrieron la vida como si fuera un eco. No tanto una regresión como una tregua.
El puerto, los barcos, la factura
Pese a todo, el martes trajo signos de recuperación. El Puerto de Algeciras volvió a funcionar a pleno rendimiento. Las terminales de contenedores retomaron su actividad. Las líneas de pasajeros y carga hacia Ceuta y Tánger Med operaban con normalidad. También las taquillas de la Estación Marítima, que el lunes solo admitían efectivo, recuperaron la conexión digital. Pero en Tarifa, la ruta con Tánger Ciudad seguía suspendida. No por el apagón, sino por un temporal de levante que superaba los 70 kilómetros por hora. La naturaleza no se pone de acuerdo con la técnica.
Y aún así, bajo esa capa de recuperación, persiste una sensación de fragilidad. De que lo esencial —la luz, el calor, la conexión, la memoria médica, la producción, la movilidad— pende de un hilo. Un cortocircuito —o lo que fuera— y el mundo se convierte en otra cosa. En algo más lento, más humano, más vulnerable.
Porque quizás el apagón no solo fue eléctrico. Fue también una revelación: que la normalidad es un lujo tan frágil como un filamento incandescente. Y que basta con que alguien lo roce para que se funda.
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