Las epidemias de fiebre amarilla en Gibraltar. Historia y semejanzas con una experiencia reciente (I)

Instituto de Estudios Campogibraltareños

En 1800, la epidemia de Cádiz, que se extendió a Sevilla, otras localidades de la costa y el interior gaditano, produjo más de 60.000 defunciones

Una descripción inédita de Gibraltar de Pedro Cubero Sebastián (I)

Una descripción inédita de Gibraltar de Pedro Cubero Sebastián (y II)

Gibraltar desde el norte.
Gibraltar desde el norte. / Google Earth
Juan Manuel Torres León - Licenciado en Medicina y Cirugía UCA. Doctor en Medicina Universidad Complutense de Madrid

28 de octubre 2024 - 02:29

Gibraltar/Las epidemias de fiebre amarilla sufridas en Gibraltar durante el primer tercio del siglo XIX tuvieron unas características singulares derivadas del limitado territorio del Peñón, su gobierno por una autoridad militar inglesa y la importancia del tráfico marítimo. Las teorías de la época sobre su origen y forma de transmisión, las medidas sanitarias que se adoptaron y las consecuencias sociales y políticas de estos brotes epidémicos nos ayudan a acercarnos a la historia de la que por entonces era ciudad-guarnición. Además, se confronta lo allí sucedido con parte de lo acontecido en la pandemia que recientemente hemos vivido. 

La fiebre amarilla visitó por primera vez España a principios del XVIII. Durante este siglo, repetidas epidemias alcanzaron la ciudad de Cádiz y otras poblaciones como Málaga y Santa Cruz de Tenerife. No fue hasta el primer tercio del XIX cuando tuvieron mayor trascendencia por su propagación a las principales ciudades portuarias del suroeste peninsular, las costas del entorno malagueño y levantino y Cataluña. Estas localidades sufrieron un ciclo de epidemias difícilmente controladas en su origen ya que, por lo general, se propagaban a pueblos vecinos.

Los datos sobre la enfermedad justifican el temor que infundía a la población. En 1800, la epidemia de Cádiz, que se extendió a Sevilla, otras localidades de la costa y el interior gaditano, produjo más de 60.000 defunciones. En Málaga la epidemia de 1804, y su propagación a otros municipios malagueños, granadinos y cordobeses, produjo entre 30.000 y 40.000 muertes. La última gran epidemia en España fue la de Barcelona en 1821 que, solo en la capital, ocasionó 20.000 fallecimientos. No hay registros oficiales sobre la incidencia de fiebre amarilla en las poblaciones que hoy integran el Campo de Gibraltar. Las principales referencias las encontramos en textos publicados por médicos que atendieron a las ciudades cercanas a esta comarca y, en alguna ocasión, a las del propio Campo de Gibraltar. En Los Barrios, se describió una epidemia de fiebre amarilla en 1804 tras la llegada de un grupo de soldados infectados desde Cádiz. El hecho lo recogió el médico Tadeo Lafuente que, en funciones de inspector de salud, atendió a la población y contabilizó 112 fallecimientos entre octubre y noviembre.

En el caso de Algeciras la información es muy vaga y no parece que existieran brotes importantes por esta enfermedad. Sobre su presencia en San Roque existe la reseña de 5 contagios en 1804, tras la llegada de una persona infectada procedente de Algeciras. Más preciso es el dato sobre Jimena de la Frontera, que refleja la muerte de 50 vecinos de los 7.500 habitantes del pueblo durante octubre y diciembre de 1804. Es probable que también hubiera fiebre amarilla en Tarifa si tenemos en cuenta el elevado número de defunciones en 1805 y 1806. Contrasta esta escasa incidencia con la de la vecina Gibraltar afectada por fiebre amarilla en cinco ocasiones, con especial virulencia los años 1804 y 1828. Su condición de guarnición extranjera bajo control militar con puerto comercial y logístico, hacen del Peñón un lugar único para revisar las medidas preventivas que se adoptaron y la repercusión social y política que tuvieron estas epidemias.

Una misteriosa enfermedad transatlántica

A principios del XIX la fiebre amarilla planteaban dos incógnitas, la primera si la enfermedad era o no contagiosa y la segunda si su origen era local o importado. El conocimiento de la época, carente de razonamiento científico y experimental, ofrecía dos explicaciones contrapuestas sobre la forma en que se producían las epidemias. La teoría contagionista defendía que su causa era alguna materia u organismo viviente, que por el aire pasaba de los enfermos a los sanos. Por el contrario, la teoría anticontagionista atribuía el origen de las epidemias a unas emisiones aéreas, flotantes e impalpables denominadas miasmas, que eran producto de la descomposición de animales o vegetales. Además, existían posturas intermedias como las que consideraban que las miasmas podían transmitirse entre personas, o las que aplicaban una teoría u otra según el tipo de enfermedad.

La segunda incógnita también ofrecía dos respuestas. Los contagionistas respaldaban la idea de su importación porque la enfermedad era semejante a un padecimiento epidémico que, desde muchos años antes, se presentaba en las Indias Occidentales y, porque muchos brotes se producían con la llegada de algún barco desde el nuevo mundo que traía algún marinero enfermo. Por contra, los anticontagionistas creían que la enfermedad era endémica y que su origen estaba en algún foco de insalubridad emisor de miasmas, que persistían en el aire gracias a unas favorables condiciones meteorológicas. Ninguna epidemia como la fiebre amarilla avivó tanto el debate entre contagionistas y anticontagionistas.

El desconocido mecanismo de transmisión, su aparición condicionada a un rango de temperatura, la preferencia de los primeros casos por viviendas hacinadas y su propagación entre personas próximas, fueron razones apoyadas o cuestionadas por los partidarios de una u otra hipótesis para armarse de razones en su defensa. La controversia no estaba exenta de efectos económicos. El contagionismo promovía cuarentenas, cordones sanitarios y lazaretos. Estas medidas restringían el comercio y las relaciones marítimas y terrestres, y con ello perjudicaban la economía de las ciudades. Los anticontagionistas defendían acciones contra el hacinamiento, mejorar el alcantarillado, alejar los cementerios de las ciudades o “depurar” el agua y los alimentos. Para los anticontagionistas, las cuarentenas eran ineficaces y argumentaban las pérdidas económicas como una razón más frente el contagionismo. El trasfondo de la discusión caló tanto, que el anticontagionismo se asoció a las políticas liberales y el contagionismo a una concepción burócrata y absolutista de gobierno.

La clave sobre la causa de la fiebre amarilla no llegó hasta 1881, cuando el médico cubano Carlos Finlay presentó su teoría de la transmisión de la enfermedad por la hembra del mosquito Aedes aegypti. El posterior aislamiento del virus y el descubrimiento de la vacuna zanjaron definitivamente la cuestión. De la mano de estos hallazgos llegó la explicación sobre el recorrido de la fiebre amarilla entre continentes. Los mosquitos infectados por el virus habrían viajado aprovechando los barcos esclavistas que partían desde el golfo de Guinea, donde la enfermedad era endémica, hasta la isla de Barbados. Durante el viaje, la picadura a los marineros alimentaba a los mosquitos y la sentina de los barcos era aprovechada para depositar sus huevos infectados. Desde Barbados la enfermedad llegó al Caribe y parte del nuevo continente. En un viaje trasatlántico, el mosquito aprovechó el comercio con América para cruzar repetidamente el océano y causar las epidemias que asolaron las principales ciudades del sur y este peninsular.

Tiendas militares instaladas en la parte sur del Peñón.
Tiendas militares instaladas en la parte sur del Peñón.

La gestión de las epidemias por fiebre amarilla en Gibraltar

La primera gran epidemia de fiebre amarilla en Gibraltar, y también la más funesta, aconteció en 1804. Por entonces la guarnición contaba en torno a 3.500 militares, algunos con esposa e hijos. Respecto a la población civil, el censo de 1787 la cifraba en 3.386, pero el número se había incrementado como consecuencia de la inmigración atraída por la transformación de esta pequeña ciudad-guarnición en un importante enclave comercial marítimo. El rápido incremento de habitantes y la limitada extensión territorial aumentó la densidad de población hasta el punto de favorecer el hacinamiento urbano. La ciudad carecía de alcantarillado y de recogida de basura y, los patios de vecinos eran un tipo común de vivienda, por lo general mal ventilados y con aguas estancadas. La lluvia era la única fuente de agua potable autóctona por lo que su almacenamiento en cisternas, aljibes o tinajas eran la forma de asegurarse medianamente su abastecimiento. Este ambiente, junto a los veranos calurosos y secos, ofrecía unas condiciones ecológicas óptimas para la presencia y reproducción de los mosquitos vectores de la enfermedad.

Los primeros casos aparecieron a principios de septiembre. Días antes, y debido a la epidemia de Málaga, el vicegobernador Trigge había prohibido la comunicación terrestre con España, la relación por mar con puertos 5 leguas al este o al oeste de Málaga y una cuarentena de 5 días para cualquier barco llegado a Gibraltar. Al comenzar la epidemia, el puesto de oficial médico jefe de la guarnición lo ejercía interinamente el doctor Nooth, que atribuyó la enfermedad a la “atmósfera pestilente” fruto de la sequía, el calor, la suciedad y los vapores emanados de un horno de cal.

En su primer informe a la máxima autoridad sanitaria militar inglesa, centraba su interés en no alarmar a la población y depositaba su esperanza en que la llegada de las lluvias erradicara la epidemia. Dos meses más tarde, expresaba con pesadumbre a su mando el poco éxito de las medidas adoptadas y el alarmante número de enfermos y fallecidos en los regimientos de Gibraltar. A pesar de los intentos tranquilizadores, al igual que en otras ciudades españolas, la población recurrió a la huida, aunque en el caso de Gibraltar la escapatoria se limitaba al territorio del Peñón. Hubo familias que se asentaron en cuevas y bajo los acantilados. A finales de septiembre algunas unidades militares establecieron campamentos extramuros en la zona sur y otros recurrieron a barcos fondeados.

El hospital naval era entonces el único centro sanitario, de gran capacidad y escasamente ventilado, contribuyó más a propagar la epidemia que a aliviarla. Aunque los civiles tenían un papel secundario en las decisiones de gobierno, se permitió la creación de un comité para la preservación de la salud pública constituido por 5 miembros, todos británicos. El informe del comité sobre la epidemia culpaba al hacinamiento causado por la inmigración y proponía como solución el control migratorio y su reducción al indispensable. La comunidad judía fue especialmente señalada, probablemente con una intención más relacionada con su competitividad comercial que con el origen real de la epidemia.

El 18 de octubre se incorporaba el médico titular del puesto ocupado por Nooth. El doctor Pym, un firme contagionista, estaba familiarizado con estas epidemias por su experiencia en el Caribe como médico de la armada. Las disposiciones de Pym se basaron en dos principios: separar sanos de enfermos y emplear en el cuidado de los contagiados a personas que habían estado en las Indias Occidentales o que tenían el antecedente de haber pasado la enfermedad. Esta segunda medida era fruto de la observación de que quien padecía fiebre amarilla una vez, no la volvía a contraer. No todas sus recomendaciones fueron aceptadas por el vicegobernador, pero se impusieron cuarentenas estrictas y se habilitaron guardias sanitarios para evitar la llegada de pequeñas embarcaciones a la costa. la Junta de Sanidad declaró el fin de la epidemia el 12 de enero de 1805.

Artículo publicado en el número 61 de Almoraima. Revista de Estudios Campogibraltareños. 

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