La Feria, Guerrero y los Primo de Rivera

Campo Chico

En Algeciras era todo especial, de modo que no hay que extrañarse de que lo seamos los algecireños

San Roque y las Algeciras de Verboom

La Feria de Algeciras en los años sesenta
La Feria de Algeciras en los años sesenta
Alberto Pérez de Vargas

23 de junio 2024 - 02:00

Algeciras/Hace poco más de dos meses que se cumplió el primer aniversario del fallecimiento de Juan Guerrero Soriano. No pude en aquel momento recordarlo abiertamente, aunque lo hiciera para mis adentros, pero bien es verdad que nunca es tarde si la dicha es buena y es una satisfacción hacerlo ahora, el primer domingo de Feria, el acontecimiento de socialización por excelencia de los algecireños. También de los demás reductos urbanos de la comarca y, en mayor o menor grado, de todos los andaluces. No obstante algo me dice que en Algeciras, como todo lo demás, la Feria es algo especial. Pues especialitos somos para todo. Tiene gracia que se esté consolidando la palabra singularidad entre la clase política para justificar privilegios cedidos a modo de pago de cuota para mantener la poltrona. Todas, absolutamente todas las concentraciones humanas desarrollan la convivencia de un modo diferenciado. Las propias familias tienen patrones de conducta característicos; incluso, no pocas veces, sorprendentes para sus semejantes. Si no fuera así, la homogeneidad nos invadiría hasta el aburrimiento y el hastío.

La Feria de Algeciras ha evolucionado como todo. Se fueron desfigurando sus orígenes, allá en el ecuador del siglo XIX, y su radicación en los tres primeros días de junio, hasta la espectacular eclosión de los años setenta del XX. Cuatro o cinco lustros después de los primeros cien años, la Feria sufrió una transformación espectacular para la que supuso, en 1969, un brillante precedente, el diseño y organización de la caseta “Loz der pueblo” creada por un grupo de especialitos de pata negra, con ese acierto que no cabe más que entre la gente que sabe dónde está y se conoce a sí misma, que se identifica con sus modos y que gusta de ser como es. De jovenzuelos nos repartíamos entre las pocas casetas asociadas a entidades que se instalaban en el Real. Al principio delante del parque, después a su costado, en la explanada que precedía a la Perseverancia y nos servía el resto de año de campo de fútbol a los del Instituto, y ya después, junto y tras ese pequeño pulmón que daba a la ciudad por terminada.

En aquellas ferias del primer centenario todo era especial. Los bares abiertos de la explanada, sin excepción, anunciaban "cerveza especial" y "tapas especiales". En realidad repetían la adjetivación con que se rotulaban muchas cosas en Algeciras. En las ferreterías, por, ejemplo, que abundaban en la zona sur; en la calle Emilio Santacana, desgajada de la calle Larga, se vendían "tornillos especiales". Mi padre, Ignacio, me mandaba alguna vez a por los tornillos especiales que tenían en "La Campana" o en "La Llave", o en "El Martillo". Añadía al encargo "dile que son para mí". Siempre me cupo la duda de si había tornillos exclusivos para mi padre, pero jamás pude aclararlo. Lo cierto es, desde luego, que en Algeciras era todo especial, de modo que no hay que extrañarse de que también lo seamos los algecireños. Debe de ser una de esas "singularidades" de que nos hablan los gobernantes. Eso que cuentan del "vino Especial" que se extraía de la colina de la Matagorda, donde se asentaría la barriada de San Isidro, seguramente se debiera a que ¿cómo no? en Algeciras, las viñas también eran especiales.

Ese gran paisano que es Carlos de las Rivas me contó que en el empeño del general Primo de Rivera por dar un cierto aire democrático, con el partido político Unión Patriótica, a su Dictadura, coronada y consentida por el rey Alfonso XIII, estuvo por estos pagos juntando a los notables del lugar que, reunidos y en comandita, le prometieron su adhesión incondicional. Luego no fue tal, ni mucho menos, a pesar de las promesas, y el general se sintió, como es natural, engañado. Era una escena mutatis mutandi semejante a la que se dio cuando el legendario Conde de Romanones se trabajó puerta a puerta, a todos los académicos que tuvo al alcance para procurar su elección como miembro de la Real Academia de la Lengua, yéndose con la promesa de cada uno de los que visitó de que contaría con su voto. Si bien la cosa se trabajó cuando era presidente del Consejo de Ministros, la elección se llevó a cabo cuando ya no lo era. Debió de cambiar la percepción, por esa causa, que los académicos tenían de don Álvaro y nuestro hombre no obtuvo ningún voto. Cuentan que al saberlo, exclamó: "¡Joder qué tropa!". Por su parte, dícese que el general Primo de Rivera, al saber del renuncio de los notables algecireños, exclamó: "¡Estos cabrones son especiales!". Ya no volvió más por Algeciras y cuando tenía que acercarse a la comarca, se quedaba en Los Barrios.

Juan Guerrero (a la izquierda) con Alberto Pérez de Vargas, 1990
Juan Guerrero (a la izquierda) con Alberto Pérez de Vargas, 1990

Los Primo de Rivera constituyeron una saga muy relevante, política y socialmente. Gran parte de ellos fueron militares con altas responsabilidades y aunque la dispersión de sus lugares de nacimiento es notable, como suele ocurrir en esos ámbitos, cabe destacar la vinculación de algunos miembros de la familia con Algeciras y, sobre todo con Jerez. El protagonismo de Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, segundo Marqués de Estella y séptimo de Sobremonte, sobresale entre los de su apellido, no obstante está precedido por figuras destacadas de las Fuerzas Armadas. Lejos de valorar la oportunidad de protagonizar una Dictadura durante el reinado de Alfonso XIII, diré que la situación un tanto caótica a la que había llegado España en los años veinte del pasado siglo abocó a un golpe de estado militar consentido por la monarquía. Estaba liderado por el general más a la medida de aquel tiempo, Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, jerezano de nacimiento y nieto del Teniente General de la Armada y ministro de Marina, José Primo de Rivera y Ortiz de Pinedo, nacido en Algeciras el día 28 de abril de 1777, cuando sus habitantes andaban consolidando su hábitat constituido en ciudad por Cédula de 6 de septiembre de 1755.

La iniciativa que condujo a la definición como ciudad de Algeciras, desgajada de San Roque, que es de donde proceden todos los municipios del arco de la Bahía, fue del comandante general de Campo de Gibraltar, Francisco de Paula Bucarelli y Ursúa. La mejor localización marítima de nuestra ciudad determinó, en aras de un mejor equilibrio territorial, que su término municipal fuera más pequeño que el de Los Barrios. Del año 1777, año de nacimiento de José Primo de Rivera, son el diseño básico de la Plaza Alta, que acometería más tarde el general Castaños, y la construcción del acueducto conocido como los Arcos, del Cobre y de la Piñera, a partir de un manantial localizado en las inmediaciones. En 1779 comenzaría el gran sitio de Gibraltar, que inmortalizó en uno de sus más memorables cuadros el pintor anglo-americano de ascendencia irlandesa John Singleton Copley, asociado a la Royal Academic of Arts, la prestigiosa institución londinense.

El sitio de Gibraltar (John Singleton Copley, 1783)
El sitio de Gibraltar (John Singleton Copley, 1783)

Miguel Primo de Rivera, el dictador y padre de José Antonio, fundador de Falange Española, estuvo destinado en Algeciras, al mando del batallón Cazadores de Talavera nº 18, en distintos períodos y a lo largo de tres años, entre 1905 y 1908, residiendo en la Comandancia que rodea el tramo de la calle Rocha entre la Calle Ancha y la Plaza Alta, que en su honor recibiría su nombre. Ese callejón albergó durante muchos años la sastrería Cardona, propiedad de un gran profesional menorquín muy querido en Algeciras, que llegó en calidad de sastre del taller de Cabezón, un industrial madrileño cuya central estaba en la calle Arenal, cerca de la Puerta del Sol. Cabezón abrió un magnífico establecimiento de sastrería en la calle Ancha. José Antonio Primo de Rivera pasó una buena parte de su infancia en Algeciras, sobre todo en vacaciones, debido a la amistad que su familia tuvo con la de los De Las Rivas y con algunas otras familias de la burguesía local. José María de las Rivas, tío de Carlos y de José Manuel (Mamé), fue muy amigo suyo.

Aunque lo he contado en alguna ocasión, la anécdota bien vale una repetición, sobre todo si viene al caso. Para los algecireños de antaño, incluso para los de mi generación que no son tan de antaño, eso de ir al "polvorín" o "detrás del cementerio", que era como nos referíamos al llano hoy adecentado y convertido en pistas deportivas, se constituía en excursión. Para jugar a la pelota, teníamos el Calvario, delante del campo de fútbol y detrás del Casino Cinema, y el Campo Chico, una explanada a orillas del mar; poco más o menos donde se construiría el edificio Rotabel (número 45 del exPaseo Marítimo), que fue una pequeña barriada de infraviviendas que pasó a ser un solar de arena prensada. Pero esas opciones eran las urbanitas, lo suyo era ir al polvorín, lugar hecho a la medida de los legendarios enfrentamientos de Acción Católica C.F. y el equipo de Juan Mari Ríos. No siempre se iba al polvorín a jugar a la pelota, también se alternaba con los Pinos como destino "para ir de campo". En la falda del acantilado que presidía el "nido de ametralladoras", hoy limpiamente conservado como hito del Paseo de la Cornisa, había un chorrito de agua cristalina de manantial al que acudíamos a beber y a refrescarnos. Un día lo hizo José Antonio Primo de Rivera, siendo niño. Hasta allá había ido con unos amiguitos y algunos adultos. Se acercó solo al chorrito, resbaló y cayó hacia la playa. Nadie lo vio y estuvo horas sin ser localizado. Pudo haberle costado la vida, que luego perdería, con 33 años, por un delito de opinión, a manos de la justicia republicana y en un juicio improvisado, a poco del levantamiento social y militar que provocó, junto a los efectos generados por las cortas entendederas del Gobierno, la guerra fratricida de 1936.

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