Heracles y el Estrecho (II)
MITOS DEL FIN DE UN MUNDO
Con el episodio del Jardín de las Hespérides, se dio forma al mito del jardín prohibido que invita a ser franqueado
Con el robo de Cerbero, Heracles logró superar todos los retos que le plantearon y se confirmó como héroe
Algeciras/Heracles viajó hasta el territorio del estrecho de Gibraltar para ejecutar el décimo trabajo impuesto por su primo Euristeo con el confeso objeto de que expiara sus culpas parricidas y con el inconfeso de eliminarlo del mundo de los vivos. Una celosa Hera, dispuesta a seguir perjudicando al hijo de Zeus, consideró no válidas dos de las pruebas efectuadas hasta entonces: la aniquilación de la Hidra de Lerna y la limpieza de los establos de Augías. Por ello fue sometido a dos nuevos retos: el robo de las manzanas del Jardín de las Hespérides y la sustracción de Cerbero, el perro que custodiaba las puertas del Hades; ambos vuelven a tener como escenario el Canal, con lo que se subraya el valor de espacio extremo donde el héroe debe retornar para superar desafíos imposibles.
En el yacimiento de Mégara Hiblea, al sureste de Sicilia, se encontraron los restos de un escifo corintio. Del cuenco solamente se conservaba un fragmento en el que se representaba una mano que pretendía alcanzar unas manzanas de unas ramas. Datado en el siglo VII a.C., se piensa que es la representación más antigua que se conserva del mito de Heracles en el Jardín de las Hespérides.
En mitología abundan lugares amenos con categoría de oasis legendarios donde crecían paradigmáticas plantas y habitaban no menos paradigmáticos seres; de todos ellos, el de las Hespérides es el jardín de Occidente por antonomasia. En sus orígenes fue un regalo de bodas. La primigenia Gea, diosa suprema de la tierra, se lo entregó como dote a su hija Hera con motivo de su matrimonio con Zeus. Se trataba de un espacio cerrado, exclusivo, inaccesible e inalcanzable para el resto de los mortales. Dentro crecían unos trasplantados manzanos cuyas frutas doradas poseían una simbología polivalente y heterodoxa. Dotado de valores positivos y adversos, se ha perfilado como un legendario edén situado en el extremo occidental del mundo. Para la mayoría de los mitógrafos se localizaba en un apartado rincón del oeste, próximo a la cordillera del Atlas y al borde del Océano que circunvalaba el mundo. Algunos, como Estesícoro o Estrabón, llegaron a situarlo en el legendario territorio de Tartessos. Frente a otros paraísos y edenes más orientales, el de las Hespérides se emplazaba en el extremo de poniente del mar por todos conocido, en una amplia región preñada de mitos, donde el fin del mundo acabó situando al Hades. No es raro que productos apreciados como aquellas manzanas de oro estuvieran en lugar tan apartado; tampoco que este poseyera un carácter cerrado y que necesitara de oportuna vigilancia. Con este fin, Hera pensó en unas ninfas que vivían cerca de esos lejanos pagos, tres jóvenes arraigadas en su entorno y que contribuían a forjar el carácter amable de un espacio atrayente, a pesar de su inaccesibilidad. Al igual que las Moiras o las Gorgonas, las hermanas originarias de los antiguos bosques tartésicos y guardianas del exclusivo parque eran tres y de ellas el jardín tomó su nombre. Conocidas como Hespérides, Doncellas de Occidente, Hijas del atardecer o Diosas del Ocaso, poseían un origen donde se solapaban las paternidades. Para unos, eran hijas de Nicte, la diosa primordial de la noche; para otros lo eran de Héspero, la estrella vespertina que personificaba a Venus; para otros más, hijas de Atlas, un Titán de segunda generación que se las tuvo que ver con Zeus y que acabó teniendo que sostener la bóveda celestial en los confines occidentales del orbe. Eran tres jóvenes cuyos nombres se referían a su lugar de nacimiento: Egle se asociaba al brillo, Héspere al atardecer y Eritia a la tierra roja de Occidente, roja como la isla de Gerión donde terminó fundándose Gadir. Estas tres muchachas de melodiosas voces y acompasados cantos le otorgaban una amena sensorialidad al espacio, pero no debían de cumplir de forma efectiva con su labor de vigilantes de los preciados frutos, puesto que sustraían algunos de ellos que luego Atenea se encargaba de reponer puntualmente en las ramas. Cuando llegó la estratagema a oídos de Hera, la receptora de la dote se encargó de redoblar la vigilancia del jardín con la presencia del bárbaro Ladón, un monstruo que cumplía su labor de custodio con ferocidad desmedida.
A este vigilado jardín envió Euristeo a Heracles con objeto de superar la úndecima prueba: robar las manzanas doradas. Tras partir de Micenas, el hijo de Zeus liberó a Prometeo del tormento del águila, venció a bandoleros en Tesalia y a soldados de Busiris en Egipto. Desconocedor del lugar exacto donde se ubicaba el jardín de su enemiga, el héroe recurrió a Nereo, un anciano dios marino que adoptaba varias formas e impartía buenos consejos. Heracles lo maniató y no lo soltó hasta que le dijo el paradero de las Hespérides. Cerca del Estrecho se encontró con el gigante Anteo a quien venció usando su astucia y más tarde con Atlas, el padre de las ninfas guardianas, el cual sostenía el cielo sobre sus hombros en una montaña cercana. Heracles recurrió a otra artimaña y lo convenció para que robara los frutos dorados mientras lo relevó de su tarea. Al regreso, Atlas no estaba dispuesto a retornar a su ocupación, pero Heracles lo convenció para que sostuviera brevemente la bóveda celeste mientras se recolocaba la capa. El héroe aprovechó la circunstancia para huir con su botín hasta Micenas, donde se lo entregó a Euristeo.
Esta hazaña no ablandó el corazón de su primo, quien le ordenó un nuevo trabajo, que tenía visos de inviable. Dispuesto a que muriera en el intento, ordenó a Heracles retornar hasta los confines occidentales para hacer algo imposible para cualquier mortal: atravesar las puertas del Inframundo y sacar de allí a su guardián, el perro Cerbero. Era tan complejo el encargo que el héroe viajó primero hasta Eleusis y se inició en sus herméticos misterios relacionados con las impracticables y desconocidas sendas del más allá. Acompañado de Hermes y Atenea, llegó hasta las puertas del Hades y pudo convencer a Caronte para que lo ayudara en la travesía de la laguna Estigia. Una vez en el mundo de los muertos, se encontró con la occidental Medusa y con Meleagro, uno de los Argonautas famoso por dar muerte al jabalí Calidonio. Vio también por allí a Teseo y Pirítoo, inseparables amigos y camaradas en un buen número de aventuras. Por cuenta propia habían decidido casarse con sendas hijas de Zeus: el primero con Helena y el segundo con Perséfone. Cuando bajaron al Inframundo en su búsqueda, Hades les tendió una trampa en un banquete y se quedaron pegados a sus asientos. Así los encontró Heracles. Primero le dio la mano a Teseo y consiguió separarlo del banco a costa de perder parte de sus caderas; luego quiso hacer lo mismo con Pirítoo, pero un temblor de tierra impidió su rescate.
Varias versiones narran el rapto de Cerbero: mientras para unos Heracles llegó a pedir permiso a Hades, que se lo concedió con la condición de que no infligiera daño al animal, otros piensan que el dios accedió a que el héroe se llevara el can sólo si lograba vencerlo con la fuerza de sus manos. Sin embargo, para muchos, esta fue la tarea más peligrosa efectuada por el hijo de Zeus. Ovidio escribió que el perro era indomable, furioso y cruel y se produjo una lucha cuerpo a cuerpo de condiciones épicas, en la que el héroe tuvo que recurrir a la fuerza pero también a la astucia; para ello impregnó sus manos de acónito, planta que todavía se considera paradigma de la toxicidad. Cuando regresó a Micenas con Cerbero, tras oír el relato de Atenea y de Heracles, Euristeo juzgó que esta tarea había reportado tantos riesgos que su pariente se hacía merecedor de ser liberado de su interminable penitencia.
Con el robo de las manzanas, Heracles sustrajo objetos bien custodiados e icónicos, símbolos de la inmortalidad, de la eterna juventud, de la tentación que venció a Atalanta y de la discordia que sembró Eris entre Hera, Atenea y Afrodita que vieron en Paris no solo el nombre de un Juicio, sino el origen del conflicto que puso en marcha la literatura, la historia y las leyendas. Es inconcebible la guerra de Troya sin la decisión de Afrodita, que acabó involucrando al príncipe troyano y a Helena de Esparta, la mujer más hermosa por la que se iniciaron batallas y viajes que han dado sentido a nuestra cultura.
Con el robo de las manzanas se le dio también forma a un Edén de poniente lleno de antítesis: un paraíso del ocaso, donde los frutos dorados eran custodiados por melodiosas ninfas y por salvajes monstruos; un jardín vedado; un primer hortus conclusus inventado a partir de orientales edenes que acabaron siendo cristianos a partir del Cantar de los Cantares y fueron poblados de madonnas de Robert Campin y de jóvenes enamoradas en lugares amenos renacentistas y barrocos; un jardín prohibido que invita a ser franqueado por pintores y poetas desde Góngora a Emilio Prados.
Con el robo de Cerbero, Heracles se superó a sí mismo. Consiguió más de lo que le pidieron: no sólo llegó al Inframundo, traspasó sus puertas, vio algunos muertos y consiguió sacar de allí a Teseo. Logró superar la prueba más difícil a la que fue sometido gracias al esfuerzo y a la astucia. Sin enfrentarse a Hades consiguió sustraer el feroz guardián de sus puertas en una nueva muestra de domesticación de la barbarie gracias a su rol civilizador.
Con sus dos últimos viajes a Occidente en busca de manzanas de oro y perros guardianes, Heracles consiguió la inmortalidad que solo tienen los héroes legendarios, aunque no ha dejado de ser un pretexto, como todos los mitos.
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