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La imagen de los ángeles en el Campo de Gibraltar (I)

OBSERVATORIO DE LA TROCHA - PATRIMONIO CULTURAL

El santuario Reina de Los Ángeles, en Jimena, escenifica un cielo habitado bajo una estructura hiperdecorativa tardobarroca con una sinfonía de yeserías polícromas

El cristianismo asumió la necesidad de la imagen como forma expresiva

Establecimientos comerciales antiguos de Algeciras (y III)

Detalle del santuario de Nuestra Señora de la Reina de los Ángeles, en Jimena.
Andrés Bolufer Vicioso

08 de septiembre 2023 - 03:00

De las tres religiones que coexisten en el Mediterráneo, tal vez la menos monoteísta sea el cristianismo, ya que ha incorporado a su acervo iconográfico imágenes de religiones preexistentes, a las que oficialmente desacreditaba, pero de las que asumía, a través de sustanciales adaptaciones, préstamos significativos y esto se pone de relieve en todo el imaginario del Más Allá. A este sincretismo estaban acostumbrados de antiguo, por ejemplo, los romanos, y esto continuó cuando el cristianismo se convirtió en la religión de estado.

Una vez que el cristianismo asumió la necesidad de la imagen como forma expresiva, se le facilitó grandemente su aceptación y con ello se transformó en otra religión iconódula (que daba culto a las imágenes). El nuevo recurso catequético le allanó el camino para hacer tangible lo espiritual: podía acercarse a sus fieles a través de los efectos sensoriales de la imagen. Una de las más populares fueron las de los ángeles, protagonistas decisivos en el mundo de las ánimas, o en el de la protección de los fieles.

Aunque ya existían en la literatura hebraica, su representación hunde su origen en las tradiciones mesopotámicas, egipcia o en la grecorromana. En la representación de Miguel, por ejemplo, se percibe claramente la fusión semántica de distintas tradiciones. La espada llameante la podemos rastrar en el Antiguo Testamento en la expulsión del Paraíso. El descenso del arcángel con la balanza para pesar las almas, en el juicio individual egipcio, al que se enfrenta cada individuo tras la muerte, para pasar o no, a los Campos Elíseos (psicostasia). El descenso al Inframundo de Miguel tendría sus antecedentes clásicos en el descenso del dios Mercurio, en tanto que Psicopompo (acompañante de las almas al mundo de Hades) o en Teseo, Hércules, Orfeo o Ulises, que hicieron lo propio y, todos ellos a su vez tendrían su referencia más antigua en el mesopotámico Gilgamesh.

Las alas, como señas indiscutibles del papel de los ángeles como veloces mensajeros, tendrían sus precursores en personificaciones como Hipnos o en dioses como Mercurio, pero las alas dorsales eran atributos exclusivos de los genios masculinos del Próximo Oriente o las personificaciones femeninas clásicas.

El caso más claro de asimilación y síntesis entre la religión greco-romana, la hebrea y la cristiana tal vez sea la del Ángel de la Guarda. Al ser una devoción de carácter personal se asemeja al genius tutelar romano, que vigila a su protegido desde el nacimiento hasta su muerte. Junto a los dioses familiares como lares, penates y manes, pertenecía a la religión preclásica del Lacio.

La representación de los ángeles queda definida prácticamente en el siglo V como seres andróginos, eternamente jóvenes, imberbes, frecuentemente con nimbo y alados, en tanto que mensajeros, En el siglo siguiente el Seudo-Dionisio Areopagita elaboraría sus grados, los coros angélicos, siendo los arcángeles, los de mayor status.

El contrapunto a estas imágenes es de la bestia apocalíptica, la gran protagonista del submundo del Infierno. En su caso tampoco se trata de un personaje novedoso. Al principio positivo se le opone el negativo. Esta teoría que remite miméticamente al mazdeísmo es rechazada de plano por el cristianismo, pero se quiera o no, subsiste bajo las formas de ángeles y demonios. Estos últimos opuestos a los ángeles, suelen ser feos y adoptan frecuentemente formas caprichosas. Habitan en el espacio opuesto, el Infierno.

No es necesario aludir al lejano zoroastrismo para acercarse a la dualidad de los Más Allá, ya griegos y romanos la asumían: a los benditos Campos Elíseos se opone el tétrico Tártaro, baste para reconocerlo esta oración: "Señor Jesucristo, Rey de la gloria, libra a las almas de todos los fieles difuntos de las penas del infierno y del lago profundo; líbralas de la boca del león, a fin de que el tártaro no las devore, sino que el portaestandarte del cielo, San Miguel, las introduzca en la mansión santa de la luz". Poco a poco irán transmutándose los contenidos, pero el campo conceptual estaba abonado.

Pero vayamos viendo cómo se configura este mundo invisible a través de varios ejemplos comarcales.

En la barriada jimenata de Los Ángeles, más conocida como la Estación de Jimena, en su santuario de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles, podemos encontraros con lo que podría ser el espacio en el que habitan los ángeles: el Cielo, a través de unas imágenes sugerentes, sus yeserías.

Esta imagen de un cielo habitado, descansa bajo una estructura hiperdecorativa tardobarroca, desarrollada en función de una sinfonía de yeserías polícromas, que se inician en las pechinas y concluyen en la clave de la cúpula a partir del motivo central, un vórtice (remolino creado por el viento), que parece cerrar el acceso a una visión superior, a partir de él se va a desarrollar un conjunto iconográfico del que sobresalen tres coros angélicos concéntricos. Entre el torbellino de la clave y el primer coro angélico se interpone un cielo azul habitado por veintidós estrellas de ocho puntas.

En torno a él se sitúa el primer coro angélico, sobre los arcos formeros de la cúpula, integrado por ocho ángeles ápteros que abren sus bazos en “U”, a modo de una danza solar. Todos tienen la piel oscura y sólo son visibles hasta el abdomen, bajo el vientre de cada uno de ellos brotan unas sugestivas guirnaldas que se extienden hasta la base de cada arco en el anillo de la cúpula.

En un plano intermedio aparece un nuevo coro angélico, de menor envergadura, formado de nuevo por ocho cabezas de ángeles, pero en esta ocasión con sus alas doradas desplegadas, son de piel rosácea y en ellos alternan los cabellos rubios y negros. No se sitúan en línea con los anteriores sino sobre los triángulos esféricos de la plementería, entre los arcos formeros de la cúpula. En este caso la decoración de estos espacios está formada por pequeños cúmulos de nubes, inspirados en las hojas rizadas y carnosas de plantas herbáceas.

En la base de la cúpula, descansando sobre el anillo y bajo la base de los triángulos esféricos, se localiza el último coro de cabezas angelicales, ocho de nuevo, aunque en esta ocasión sus alas doradas miran hacia abajo, como queriendo indicar el inicio del vuelo, mientras que los del coro inmediatamente superior, al tenerlas desplegadas, simularían el vuelo.

Esta alegoría celeste se encuentra envuelta por una sugerente cascada de nubes que culmina en la clave de la cúpula, donde se sitúa el eje simbólico de toda esta creación, el vórtice, que representaría al Dios que se oculta tras él.

Entre la cúpula y las pechinas se sitúa como elemento de enlace un anillo-arquitrabe, en el que siguiendo la línea de los arcos formeros se sitúan rítmicamente unos cúmulos-nimbos mayores a los de la cúpula. Sus crestas sobresalen de su espacio, contribuyendo a crear la sensación de espacio aéreo en expansión.

Bajo la cúpula se sitúan las pechinas y los tres lunetos, ya que el que correspondería al cuarto formaría parte de la ventana-expositor donde se sitúa el trono de la Reina de los Ángeles. En cada uno de esos triángulos esféricos destacan cuatro elementos decorativos: cuatro óvalos dorados y coronados. Dos de ellos, los situados en el testero oriental, con símbolos heráldicos de órdenes religiosas (dominicos y franciscanos), mientras que los otros dos, situados junto a la ventana-expositor, aluden a la letanía mariana (rosa y palmera). Bajo ellos aparecen bustos de ángeles, ápteros de nuevo, rosáceos y de cabellos negros que parecen recoger con sus manos juguetonas una de las nubecillas, de este espacio etéreo fluyente.

A través de esta creación, de fuertes claroscuros, se está visualizando una imagen de lo inmaterial, de lo aéreo, con la que se pretende acercar al fiel a la mariofanía (aparición de María a los fieles), que se está representando ante él de una manera muy sugerente, haciéndole partícipe de la gloria que tiene presente ante sus ojos, mediante la ilusión de recrear, a través del trono que cobija la imagen de la patrona de la ciudad, la bajada de María y su Hijo del cielo al santuario. Esto se hace tangible gracias a una composición sugeridora del mundo de las nubes, sobre todo de los cúmulos y sus derivaciones, que se corresponden miméticamente con los pequeños núcleos de yeserías algodonadas y rizadas esparcidas por toda la estancia, simulando atractivas agrupaciones.

Todo este conjunto, dominado por el horror vacui, en el que las yeserías tienen el protagonismo, crea un movimiento de masas que dan la sensación de encontrarnos ante un espacio dinámico, en el que la propia estructura se ha diluido y fusionado a través de una cascada de artificios. Todo fluye y se expande, produciendo una vibración espacial de carácter ascendente y descendente a la vez. Se trata de un alarde con el que se crea un diálogo visual entre el fiel, que se acerca a esta cámara, y la devoción que este tiene ante sí. Hay en él una clara conjunción de estímulos visuales que permiten comprender todo el espacio como una superficie activa en palabras de George Kubler.

La propia existencia de este entramado ideográfico se puede explicar como un producto de la didáctica teología y de la convincente escenografía barroca, ya que la mayor parte de la población que recibe los mensajes representados en este oratorio estaba preparada para entender lo que tenía ante sí mediante la imagen y la palabra, por lo que el fin de este imaginario era conmover al fiel que penetra en este ámbito de recogimiento.

Andrés Bolufer Vicioso. Licenciado en Geografía e Historia. Especialista en Historia del Arte de la Asociación Cultural La Trocha, Historiador y miembro de la Sección 1ª (Historia) del Instituto de Estudios Campogibraltareños, del cual es Consejero de Número.

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