El jardín de las Hespérides

Mitos del fin del mundo

Las tres ninfas Hespérides se relacionan con otros tres linajes occidentales, ya que se consideran hijas de Nicte

La ubicación del jardín se ha localizado recurrentemente en meridianos occidentales, traspasado el estrecho de Gibraltar

Los Campos Elisios y los Prados Asfódelos

El jardín de las Hespérides
El jardín de las Hespérides / E. S.
José Juan Yborra

06 de junio 2024 - 00:32

El mito de las Hespérides se remonta a los estadios iniciales del pensamiento legendario. Se tiene constancia de sus primeros ecos en el lejano siglo XV a. C., mil años antes de que Platón escribiera sus Diálogos. El hortus Hesperidiarum no solo se ha perfilado como un topos, un lugar instalado en el imaginario colectivo, sino como un espacio vinculado a divinidades que constituyen los primeros balbuceos de la teogonía griega.

En su origen, el jardín de las Hespérides fue una dote. Un fabuloso regalo que recibió Hera de su madre Rea con motivo de su matrimonio con Zeus. Estos no son unos mitos cualesquiera, sino el meollo del panteón clásico; además, tienen en común unos vínculos familiares que traspasan la más vedada de las endogamias. Gea fue la deidad primordial y ctónica de la teogonía griega y su verdadero origen. Considerada la primigenia Madre Tierra, surgió tras el Caos y concibió sin pecado a Urano, hijo a la vez que esposo, con quien engendró a Océano, Ceo, Crío, Hiperión, Jápeto, Temis, Mnemósine, Febe, Rea y Cronos, al que Hesíodo consideró el más terrible de sus hijos. Con el tiempo acabó vinculándose con su hermana Rea, con quien tuvo una serie de vástagos que devoraba nada más nacer. Uno de ellos fue Hera, salvada por Zeus, el hijo menor, que se vengó de su padre devolviendo la vida al resto de sus hermanos. Estos dioses de tercera generación vencieron a sus antecesores en la Titanomaquia, que tuvo lugar a la sombra de los bosques tartésicos, y acabaron estableciéndose en el Olimpo. Al igual que sus padres y sus abuelos, Hera y Zeus eran hermanos y al igual que sus padres y sus abuelos, se emparejaron. Atraído por la belleza, la inteligencia y la buena disposición de Hera, el nuevo líder de los dioses inició un cortejo pertinaz y persistente. Durante un tiempo que tuvo la elasticidad de lo legendario, Zeus cortejó sin grandes avances a su hermana que a duras penas se resistió a los encantos de un poder preñado de infidelidades. Experto en máscaras, disfraces y metamorfosis, el obstinado pretendiente se mudó en un inofensivo pajarillo. Bajo el aspecto de un cuco, deleitaba cada mañana con sus cantos a la esquiva amada hasta que fue ganando su confianza y llegó a conseguir que, conmovida por sus notas, lo estrechara contra su pecho. Entonces, el dios recobró su aspecto humano y consumó una violación habitual en sus amatorias costumbres. Hera, diosa del matrimonio y de la fidelidad conyugal, no vio más salida tras el humillante lance que el sello marital. Para ello se concertaron unas bodas que fueron el más fastuoso desposorio jamás celebrado. Desoyendo los deseos de la novia, que deseaba celebrar la unión en los míticos jardines obsequiados por su madre, Zeus impuso su voluntad y fue el cretense monte Ida el lugar donde se oficiaron unas nupcias a las que acudió lo mejor del Olimpo. La pareja se presentó en una carroza dorada conducida por Eos. A un banquete abundante en manjares, ambrosías y alucinógenos de lo más variados acudieron dioses, ninfas, musas, sátiros, las viejas Parcas o incluso Quimera, la ceremonial bestia que realizaba hechizos afrodisiacos para fomentar la fertilidad. Invitados por Hermes, nadie se atrevió a faltar al evento, salvo la perezosa ninfa Quelona, que fue convertida en tortuga como castigo. El enlace no solo se convirtió en una desmedida fiesta donde no faltaron fastos y derroches, sino también en paradigma de un matrimonio sagrado, un hieros gamos necesario para la configuración formal del olimpo heleno.

Las renombradas bodas fueron además el inicio de una apasionada luna de miel seguida de una larga sarta de infidelidades maritales que agriaron el carácter de la esposa. Quizás por ello, Hera consideró el regalo materno como su bien más preciado y lo convirtió en una posesión exquisita, inaccesible y cuidadosamente vigilada.

Para custodiar el mítico jardín, Hera recurrió a las ninfas Hespérides, de quienes tomó nombre. Aunque algunas fuentes varían el número, generalmente se consideran tres, una tríada vespertina como las Gorgonas o las Grayas, aunque en este caso de extremada juventud y belleza. Conocidas con poéticas denominaciones como las Doncellas de Occidente, Hijas del Atardecer o Diosas del Ocaso, sus antropónimos las ubican en un lejano oeste, donde el sol se ponía, en las proximidades del inmenso Océano final. Además de cuidadoras del jardín, eran conocidas por sus melodiosos sones, por sus acompasados cantos. Aunque formaban un conjunto que denota un aspecto de impersonalidad, eran conocidas por antropónimos diferentes: una recibía el nombre de Egle, que significa “brillo, esplendor”; otra Héspere, que remite al “atardecer” y la tercera era Eritia, “la rojiza”, el nombre de la isla del archipiélago de las Gadeiras donde se ubicó la ciudad de Gadir. Solar de Gerión, el mito autóctono del suroeste que acabó siendo vencido por Heracles, la ínsula recibió el nombre de la ninfa guardiana del jardín, la única de las tres que llegó a tener descendencia, ya que con Ares concibió a Euritión, el pastor de Gerión que forma también parte del panteón originario del sur peninsular.

De confusos orígenes, las tres ninfas Hespérides se relacionan con otros tres linajes occidentales, ya que se consideran hijas de Nicte, la divinidad oscura que residía en las tinieblas vespertinas del profundo Hades; también con Atlas, el titán al que Zeus castigó deportándolo al extremo occidental e incluso con Héspero, personificación del lucero vespertino. La celosa Hera llegó a desconfiar de ellas como guardianas del jardín; por esta razón, reforzó su vigilancia con una custodia mucho más efectiva, la del feroz Ladón, una monstruosa fiera en forma de dragón de cien cabezas emparentada con estos pagos y mucho más resolutivo a la hora de impedir el acceso a tan preciada dote.

Una de las ninfas del jardín de las Hespérides.
Una de las ninfas del jardín de las Hespérides. / E. S.

El singular regalo estaba directamente relacionado con los antecedentes telúricos de las lindes de poniente, donde se ubicaban las infranqueables puertas del Inframundo. Allí crecía un árbol o una plantación de frutales de cuyas ramas pendían manzanas de oro cuyo valor trascendía el meramente económico, ya que ha poseído otros culturales y simbólicos. La ubicación del jardín se ha localizado recurrentemente en meridianos occidentales, traspasado el estrecho de Gibraltar. Tanto Estesícoro como Estrabón lo situaron en el territorio de los Tartessos, en el sur de la península Ibérica. Su posición junto al Océano extremo lo ha relacionado con lugares cercanos a un límite donde las distancias se desbordaban con la laxitud de los ámbitos liminares, propios de unas coordenadas donde el espacio y el tiempo se llegaban a fundir con la eficacia de fábulas oceánicas como las del ciclo de San Brandán y las Siete Ciudades, que se extendían por la mitología bretona, irlandesa, del litoral cantábrico, de las Canarias y llegaban hasta el litoral americano en forma de míticas ínsulas con vegetación paradisiaca. Compendio de locus amoenus y utópicos caracteres, el espacio se ha convertido en un lugar al que solo arribaban los elegidos tras arduas peregrinaciones y engañosos viajes donde los trabajos y los días se detuvieron en un paraíso terrenal, un edén occidental de éxtasis místicos, inalcanzables costas y tiempos detenidos.

Según Apolodoro, los manzanos fueron plantados en el jardín de las Hespérides a partir de semillas de homónimas frutas; sin embargo, la palabra ha generado alguna que otra confusión, ya que en ciertas lenguas el lexema que significa “naranja” procede de la expresión “manzana dorada”, con lo que se ha producido un solapamiento de significantes que ha llegado a afectar a los referentes. En el cercado de Hera no había cítricos, que no llegaron hasta el sur peninsular hasta bien entrado el siglo X, sino pirus malus, los árboles que producían manzanas, un producto preñado de connotaciones simbólicas. Es el fruto de la discordia del Juicio de Paris, en el que Afrodita lo sobornó para ser elegida como la diosa más bella en un episodio que acabó provocando la guerra de Troya. La manzana es también el fruto al que recurrió Hipómenes en su disputa con Atalanta, a quien venció en una carrera que daba por perdida tras arrojarle tres de ellas; la manzana se asocia igualmente al Edén, aunque en el Génesis el árbol prohibido no esté catalogado como frutal, sino como el del conocimiento, antecesor del barojiano Árbol de la Ciencia.

La manzana es la fruta de Guillermo Tell y Arturo Roa Bastos; la de Blancanieves para los hermanos Grimm y la de los pájaros de fuego para Diaguilev y Stravinski; la manzana es la excusa de Newton y la de Cezanne para asombrar a París con un bodegón de frutas que puso en un brete al hasta entonces incuestionado simbolismo pictórico. El padre de Gregorio Samsa lanzó manzanas a su hijo, alter ego de Franz Kafka cuando se hizo evidente su irreal metamorfosis; las manzanas mordidas han pervivido desde la Biblia hasta tiempos actuales, desde Eva a Steven Jobs, como símbolo poliédrico de conocimiento y sensualidad, de inteligencia y pecado, de dulzor y amargura, de circularidad plena e interiores contornos de astro.

Manzanas doradas como símbolo de inmortalidad, de eterna juventud, como la diosa nórdica Iöunn o la que Richard Wagner recreó en su partitura de El oro del Rin. Manzanas prohibidas que colgaban de las ramas de un jardín mítico que fue la mejor dote y posesión de la diosa del matrimonio, de las mujeres, del cielo y de las estrellas. Manzanas que brillaban en un huerto vedado, exclusivo de una esposa continuamente engañada pero poseedora de un olímpico poder. Manzanas que maduraban en un hortus conclusus, el primer hortus conclusus, antecesor de los simbólicos patios árabes, los claustros cristianos, las vallas y cancelas que han encerrado literarios vergeles que los poetas simbolistas cubrieron de polvorientas hiedras, juanramonianos granados o magnolios de Cernuda; un hortus conclusus que tuvo en las Hespérides de Occidente su primer jardín.

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