Karkubi: la tormenta perfecta entre salud mental, exclusión y narcotráfico que tomó fuerza con el Covid-19
Impulsada en los meses más duros del confinamiento, esta mezcla de hachís y ansiolíticos se ha convertido en una droga de consumo creciente entre los más vulnerables
La Guardia Civil acaba de detener a cuatro miembros de un clan de Algeciras que logró retirar casi 1.600 cajas de Rivotril de farmacias andaluzas
El karkubi, la droga de los pobres, dispara las agresiones a sanitarios en Algeciras

Algeciras/No hubo confinamiento para el karkubi. Ni estado de alarma que lo frenara. Mientras medio planeta permanecía encerrado entre cuatro paredes, con la ansiedad agazapada en la garganta y la economía haciendo aguas, esta droga nacida en los márgenes encontró su perfecto momento de expansión. En la lista de actividades no esenciales, el narcotráfico brilló por su ausencia. Sin controles eficaces ni políticas preventivas, el karkubi —una mezcla de hachís con ansiolíticos de prescripción— se consolidó como la sustancia de la pobreza. La que estuvo allí cuando no había nada más.
Consumida con fuerza durante los primeros meses de la pandemia del Covid-19, esta droga encontró un terreno fértil en la desesperación de los más vulnerables. Y se quedó. Ya no es solo una amenaza silenciada entre callejones oscuros o barriadas periféricas. Se ha convertido en un problema de salud pública, en un motivo de agresión para los profesionales sanitarios y en una alerta constante para los cuerpos de seguridad.
Una fórmula del abismo
A diferencia de otras drogas sintéticas o estimulantes, el karkubi no tiene como base la cocaína ni compuestos de diseño nacidos en laboratorios europeos. Su corazón es el hachís, esa resina de cannabis que en Marruecos se cultiva desde hace siglos, mezclada con psicofármacos de uso clínico: diazepam, lorazepam, clonazepam, fenobarbital… Pastillas que, por separado, están diseñadas para calmar, regular, sedar. Juntas, y con el añadido de alcohol o disolventes, se transforman en un cóctel de efectos alucinógenos, pérdida de control, agresividad extrema, alteraciones de la conducta, disociación y lagunas de memoria.
El principal ingrediente psiquiátrico de esta fórmula —al menos en su versión más extendida en los últimos meses— es el Rivotril, nombre comercial del clonazepam, una benzodiacepina potente usada en el tratamiento de trastornos neurológicos y de ansiedad. La Guardia Civil ya ha puesto el foco sobre él. El pasado 9 de abril, agentes del puesto de Tarifa anunciaban la detención de cuatro personas en Algeciras pertenecientes a una red criminal dedicada al tráfico ilícito de medicamentos. La trama había conseguido retirar de farmacias casi 1.600 cajas de Rivotril en lo que va de año. Un volumen que da cuenta no solo de su valor en el mercado negro, sino del nivel de organización que se ha tejido alrededor de su obtención.
Lo que no se consigue mediante tráfico directo, se importa a través del fraude sanitario. Como sucedía en esta red desmantelada en el Campo de Gibraltar, los implicados se valían de seguros médicos privados para conseguir recetas en centros médicos de diferentes provincias andaluzas. También recurrían a la falsificación documental para retirar los medicamentos. De los centros de salud a las farmacias, y de ahí, a la ruta del karkubi. Una cadena silenciosa, casi invisible, pero con consecuencias graves.
En Algeciras, a finales de marzo, la Policía Local detuvo a una mujer de 46 años con 169 pastillas de ansiolíticos —120 de Rivotril, 49 de Tranquimazim—, doce recetas médicas expedidas en Fuengirola y tres documentos de identidad sustraídos. El patrón se repite. El volumen de pastillas intervenidas ya no corresponde al autoconsumo, sino al abastecimiento sistemático de un mercado ilegal en expansión.
De las calles a los centros de salud
Lo que comenzó como un fenómeno marginal hoy ya preocupa a los médicos de familia. En Algeciras, los centros de salud están experimentando un incremento notable de agresiones verbales y físicas vinculadas a intentos de conseguir recetas. Lo advirtió recientemente el Consejo Andaluz de Colegios de Médicos (CACM), y lo confirman los propios sanitarios del municipio: el karkubi no solo devasta a quien lo consume, sino también a quienes intentan ponerle freno.
Lo que comenzó como un fenómeno marginal hoy ya preocupa a los médicos de familia
Tanto es así que algunos centros han implantado un protocolo: si un paciente pierde una receta, debe presentar una denuncia formal y su resguardo para que le emitan una nueva. Una medida que busca proteger a los profesionales, pero que también deja entrever hasta qué punto se ha normalizado la manipulación del sistema sanitario como puerta de entrada a la cadena del narcotráfico.
Su evolución recuerda a la del captagon en Siria, una sustancia creada con fines médicos que terminó convirtiéndose en motor económico del régimen de Al Asad
El fenómeno del karkubi tiene su propio mapa. Un triángulo con vértices en Marruecos, Argelia y España, donde las rutas del hachís convergen con el contrabando de medicamentos y una economía subterránea que crece al calor de la exclusión. Su evolución recuerda a la del captagon en Siria. Otra sustancia creada con fines médicos (la fenetilina, una antigua anfetamina para tratar el TDAH y la narcolepsia) que fue prohibida por sus efectos adictivos y terminó convirtiéndose en un motor económico para el régimen de Bashar al Asad.
La bomba que devora a los jóvenes del Magreb
Curiosamente, se trata de un fenómeno de tráfico de drogas a la inversa: esta vez no es el hachís el que cruza hacia Europa, sino los ansiolíticos los que viajan desde España hacia el Magreb. Como ejemplo reciente, la Guardia Civil ha detenido a dos personas en la frontera del Tarajal con 64.000 comprimidos de clonazepan y alprazolam, ambos empleados para el tratamiento de los estados de ansiedad. Este viaje alucinógeno se cuela cada día por Ceuta, oculta en los coches tuneados para el contrabando. Otras veces, el karkubi se fabrica directamente al otro lado del Estrecho de Gibraltar, en laboratorios improvisados donde se emplean los fármacos que llegan ilegalmente desde la Península.
La mezcla de clonazepam, hachís y alcohol puede convertirse en un cóctel de euforia salvaje o en un precipicio de psicosis violenta
En Marruecos, ha dejado un reguero de violencia, autolesiones y paranoia. Cuentan que un estudiante de Derecho en Tánger, colocado hasta arriba, se arrancó a mordiscos la piel de la mano. Otro se rajaba los brazos con una cuchilla cada vez que se metía. Un grupo de chavales del movimiento tcharmil, bandas juveniles que siembran el terror con machetes en los barrios marginales, apalearon hace años a una prostituta.
La mezcla de clonazepam, hachís y alcohol puede convertirse en un cóctel de euforia salvaje o en un precipicio de psicosis violenta. Algo así como la ruta del bakalao en los noventa, pero en versión low cost. En Marruecos, la alerta es máxima. El Ministerio de Salud calcula que uno de cada cinco chicos consume estas pastillas alucinógenas en los barrios más pobres. Son la generación que baila al borde del abismo con una pastilla bajo la lengua.
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