Los hermanos
Sobre laberintos y tiempos
Algeciras/Nunca entendí por qué La Bajadilla era refugio de tal cantidad de personajes variopintos que a diario se daban cita en la Plazoleta. Merodeaban por Los Porrones o La Bahía, se sentaban a esperar un autobús que nunca cogían o se subían a la Torre de la Iglesia a tirarse.
Manuel el Gitano era de los menos escandalosos. Parco en el vestir y siempre calzado con unas tórtolas sin calcetines. Su habilidad consistía en jugar, en un bucle infinito, con una caja de cerillas que hacía pasar de un dedo a otro mientras la hacía rotar sobre su eje, a la vez que pedía con una voz sincopada: “dame un durito, muchacho, dame un durito, dame un durito”. Nunca se le vio perder una cajilla de fósforos.
Había sido cantaor, y no muy malo, en El Pasaje Andaluz y El Rey Chico. Y nadie sabe qué fue lo que le ocurrió, que si un bebedizo, que si un mal de amores, o quizás un simple cortocircuito cerebral, un crujir de neuronas y ya no más fandangos, ni bulerías, sólo cerillas y duritos, paseos de ausencias y gente que se aparta.
Uno de los más esperados era Perico. Rondaría los 50 y llevaba siempre una caña y un trapajo en forma de muleta, un balón de plástico y unos pantalones que no le cubrían sino hasta media espinilla. Tenía una panza prominente y unas piernas profusamente llagadas por la ausencia de higiene y más de una enfermedad sin tratamiento alguno.
Congregaba a una legión de fieles que lo jaleaba como si del mejor de los malabaristas se tratara. Cogía la caña y se ponía a darle toques al balón hasta que la gravedad se aliaba con los espectadores y la pelotita caía a los adoquines con el consiguiente cabreo de Perico. Yo solía colocarme en la azotea de arriba de la droguería de mi padre, desde donde lo veía tanto a él, como a quienes se arremolinaban para burlarse y sentirse superiores por la humillación del más frágil.
Perico insistía, buscando un imposible nirvana a través del toque, hasta que alguno arremetía contra él cual Mihura; ahí soltaba caña y balón y agarraba como podía la muleta, intentando pases desmadejados al que él veía como resabiado morlaco. Llegados a ese punto la algarabía era monumental, con gritos de “torero, torero”. Perico se envalentonaba y se dirigía a la multitud, imaginariamente desmonterado, con un torerísimo “va por ustedes” acogido con el mismo ánimo que los juicios de Sancho en la Ínsula de Barataria.
El show duraba hasta que se cansaban o bien aparecía un sustituto de mayor calado. A veces esto sucedía en forma de “Pepe el 45”, llamado así por una larga camiseta de deportes con el citado número.
Bajito y esquelético, se ponía en mitad de la avenida a torear los coches que bajaban por La Cañá. Lo extraño era que algunos volvían, tras girar en la plazoleta a recibir un segundo muletazo, por el magnífico toreo de salón del 45.
De vez en vez se colaba en la parroquia y en el campanario amenazaba con tirarse. Los de abajo solían jalearlo. Otras veces se acercaba hasta el primero que pasaba y se le quedaba mirando fijamente con los ojos entrecerrados y los labios muy fruncidos. Siempre acababa su turno arrodillándose en el sitio que tuviera a bien, con los brazos extendidos y expresión de infinito arrobo místico, durante el tiempo que entendía adecuado.
Pero mi preferida era la hermana de Perico, Amparo. De ellos dos decían que, sin entender de convencionalismos ni prohibiciones, se daban calor en las noches de invierno.
Solía aparecer soltando tacos y la gente la azuzaba con insultos para que ella, en su atropellado estilo, les adobara la tarde con una ristra de “maricones, hijos de puta, cabrones”.
Se refugiaba en la droguería, porque era de los pocos lugares que tenía teléfono, le pedía permiso a mi padre y llamaba a su novio, torero para más señas. Siempre desconectábamos el aparato de la red no fuera a ser que, loca y todo, atinara con cualquier número y costara la gracia una fortuna por una conferencia no deseada.
Desde el momento en que cogía el auricular, se transformaba. Esperaba protocolariamente a que desde el otro lado "descolgaran" y comenzaba su, para todos monólogo y, para ella, amoroso diálogo.
- Hola Paco, cariño.
- …
- Que sí, que te dije que te iba a hacer las albóndigas que tanto te gustan cuando vinieras. Descuida, precioso mío.
- …
- No, a mi hermano le digo que se vaya cuando vengas, que la otra vez por poco os pegáis y no quiero que lo pases mal.
- …
- ¿Tres meses? Hombre, si tienes que ir a América a torear, qué le vamos a hacer, pero que sepas que no me gusta, que es mucho tiempo. ¿Y a quién vas a dejar en la finca? Que luego te roban, que la gente es mu mala, Paco, que tú no lo sabes porque eres mu bueno, pero que yo los veo, los veo y ellos lo saben, por eso no me quieren, porque saben que los veo y que conmigo no pueden, que no me engañan, que son malos.
- …
- ¡Ay, Paco! Pero mira que sabes decirme las cosas, hombre, ¡cómo no voy a quererte!
Y colgaba.
Siempre me desconcertó tanta coherencia en esa ficción y nunca comprendí de dónde podía sacar tantas cosas que luego olvidaba cuando su “yo normal” volvía a tomar posesión de ella. Quizás lo leyera en las revistas que se usaban en la droguería para envolver. Pero para eso habría tenido que saber leer, y eso era dudoso.
Ese discurso y esa atmósfera hacían que todos nos quedáramos embobados escuchándola, tanto que si entraba algún cliente procurábamos despacharlo con rapidez para no perder detalle.
Juro que yo me tenía que cerciorar de que la clavija estuviera desenchufada.
Cuando terminaba, en su sapiencia de superviviente, esperaba tras la paz de la conversación a que no hubiera nadie que pudiera importunarla; y cuando se creía segura, salía a la calle y a sus insultos de diario.
Y puedo asegurar que jamás vi una expresión tan sosegada y feliz como la que adornaba el rostro de Amparo tras hablar con su novio torero, al que todos los demás, los que sí leíamos las revistas, llamábamos Paquirri aun sin conocerlo.
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