Un maldito xilófono

Sobre laberintos y tiempos

Un maldito xilófono. / Daniel Rosell

Algeciras/A mis 11 años el colegio no era un espacio, sino un tiempo, el ineludible en que debía cargar con maleta (las mochilas eran para las excursiones con los scout de la Iglesia a las que mis padres nunca me dejaban ir), formar en el patio, entonar himnos marciales (sobre todo el "Cara al sol" si estaba Don José), procurar no ser aplastado en el recreo y, sobre todo, intentar no aburrirme. El mismo tiempo que podía definir como el que no era el de disfrutar en la playa torrándome mientras oía de fondo el cansino "han llegado, han llegado los bollitos bilbaínos".

Las clases eran tediosas y los maestros reservaban sus mejores galas para la permanencia, esa prolongación de la jornada escolar en que tus padres, pagaban y ellos decían que los que asistían mejoraban notablemente y aprobaban con más facilidad como consecuencia del estímulo monetario. Era algo así como la piedra filisofal de la sabiduría, pero en este caso se transmutaba el dinero en conocimiento. Eran tan motivadoras que la propia emoción me impedía percibir la diferencia entre un período y otro salvo que por este último se pagaba. Misterios de esa proto-pedagogía.

En esos tiempos oscuros, no sólo los niños estábamos en un edificio y las niñas en otro, sino que hasta los profesores se distribuían según su sexo. Asi, sólo conocí en mis primeros años a señores muy serios, casi todos con bigotito y gafas de sol e idénticos en apariencia a ese otro señor omnipresente en todas las aulas, despachos y sellos.

Por eso, ya casi acabando sexto de EGB todos nos sorprendimos cuando llegó una profesora "en prácticas". Nadie sabía en qué consistía el concepto, pero la perspectiva de que una señorita (por edad y tratamiento) nos explicara algo constituía un exotismo al que no podíamos sustraernos en modo alguno. Poco antes nos llevaban leche a la hora de la merienda, para que la bebiéramos en los jarrillos de lata que teníamos que aportar y ahora nos llevaban a una profesora, sin duda los tiempos estaban cambiando en esa Bajadilla de los primeros 70.

Con seguridad el que estuvieran construyendo otro colegio al lado del de siempre influía en todas esas novedades nunca imaginadas. Quizás todo fuera la preparación para avances que todos desconocíamos aún. Lo cierto es que ya no tendríamos que estar en aulas de 40 o más alumnos, otro adelanto sin duda.

Esa maestra cuyo nombre pronto olvidé (en esos días olvidaba muchas cosas) iba por las tardes para impartir clases de música. Al impacto del sexo desconocido se añadió el que ni siquiera nos sentaba en las espantosas sillas oxidadas, sino en el suelo, haciendo un círculo de defectuosa geometría. Los profesores que cuidaban más su bigotillo asomaban por la clase mientras murmuraban entre dientes y chasqueaban la lengua con gestos reprobatorios ante unos adelantos intolerables para su concepción de la enseñanza.

En la primera tarde nos llevó varios sencillos instrumentos y explicó la diferencia entre los de viento (flauta dulce) y los de percusión (dos claves, un timbal y un xilófono). Lógicamente todos tendríamos que ir turnándonos en su manejo.

Al principio la tarea consistió en saber diferenciar entre unos y otros, por lo visto el peligro de llevarse un xilófono a la boca y tragártelo en la emoción del momento era algo real y amenazador, por lo que nos insistió en la importancia de no confundirlos. Hasta ahí todo iba rodado y motivador por aquello de la novedad.

Como la alternativa era aporrear el timbal, destrozar las claves entre ellas o tocar esa cosita con un martillito que apenas daba alas a la destrucción, casi todos se decantaron por timbal y claves, así que tuve ocasión de hacerme en mi turno con el xilófono.

Empezamos por una cosa que ella llamaba escalera o algo así (¿he dicho que olvidaba muchas cosas?), con notas que tenían unos nombres ridículos. El que más "Fa", que a mí logicamente me sonaba al jabón que vendía mi padre en la Droguería. "Sol, Mi, Do" eran conceptos que no se correspondían con su mundanalidad, significantes sin significado.

Todo aquello me parecía un batiburrillo indescifrable.

La idea de la maestra era iniciarnos en lo más básico para, poco a poco, ir tocando alguna sencilla melodía. Con ese planteamiento, daba una nota y pretendía que la repitiéramos en flauta o xilófono. En mi turno no atiné ni una, sólo procedía por ensayo y error. Aún desconocía que la eficiencia de mi oído para la música era nula (luego escuché un tango que me definía mejor: "Vós que no tenías oído ni para el arroz con leche").

Ella pasó de golpe de un rostro como de calamina, de no haber ido mucho a la playa, a otro de tonos parecidos al rojo inglés que vendíamos para pintar los suelos de las azoteas. Pensaba que yo lo hacía a propósito, mientras yo, aturdido, sólo empeoraba las cosas al intentar acertar al menos una vez qué nota me soplaba en una flauta que ya empecé a odiar (¿por qué la llamarían dulce?). Sus gritos invadieron la clase y recuerdo (o eso creo) que me echó.

Como esa situación era nueva para mí, sólo acerté a andar por donde me llevaron mis piernas, mientras perdí la noción del tiempo. No recuerdo nada salvo que cuando llegué a casa era ya noche cerrada. Mejor no insistir en el esfuerzo de recordar algo ya sepultado en Dios sabe qué parte de mi cerebro.

Al día siguiente todos nos conmovimos con la noticia de que una profesora en prácticas había fallecido al salir de sus primeras clases. Parece ser que al bajar unas pronunciadas escaleras de vuelta a su casa había tropezado y caído con tan mala suerte que se clavó una flauta, hasta el penúltimo agujero, en la oreja derecha.

Al menos tuvo una muerte dulce.

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