Las máscaras del mito

Los mitos son pretextos, máscaras, pero también elixires de vida que abundan en nuestra zona 

A lo largo de cincuenta entregas nos hemos acercado a ellos desde un costado diferente para entender las claves de su vigencia 

Las máscaras del mito
Las máscaras del mito / Enrique Martínez
José Juan Yborra / Enrique Martínez

03 de octubre 2024 - 04:01

Vivimos en unos tiempos en los que las teorías relativistas de Einstein han desembocado en modernidades líquidas de corte baumaniano donde todo se cuestiona desde la fluidez conceptual más liviana y permisiva. Durante milenios, los mitos fueron imágenes y pretextos anteriores a las palabras que gozaban de un aura de inmanencia que, desde tiempos de Hesíodo, ha ido sobreviviendo por los siglos de los siglos sin amenes cuestionados. Las máscaras con las que los seres humanos embozaron sus mitemas han pervivido con la constancia de los supervivientes a múltiples naufragios y se han adaptado a sus contornos como una piel superpuesta que ha cubierto caracteres y significados, cualidades y valores sin dejar abiertas cicatrices o arrugas que los desvelaran. Sin embargo, en los últimos tiempos han brotado síntomas reveladores de que la perspectiva de los mitos empieza a contemplarse desde puntos de vista bien diferentes.

En 1969, el director de cine y escenógrafo teatral Luchino Visconti estrenó La caída de los dioses. En esta película realizó una visión crítica de la saga de los Von Essenbeck, y mostró sin ambages la relación de la aristocracia alemana con el auge del nazismo a través de unos fotogramas preñados de violencia, abusos y un sexo de lo más transgresor. Sabedor del valor del mitema, Visconti travistió a Helmut Berger, el cual se convirtió en doble de Marlene Dietrich y recreó su famosa escena del cruzado de piernas en El ángel azul. Con ello se visionaron desde una vertiente distinta imágenes míticas contempladas desde una óptica que tuvo mucho de provocación.

Ocho años más tarde, el escritor jerezano José Manuel Caballero Bonald publicó Descrédito del héroe, un poemario con el que fue galardonado con el Premio de la Crítica de 1978. El autor andaluz se mostró capaz de realizar una obra comprometida, aunque escrita con un lenguaje intencionadamente culto y barroco con la que quedaba oportunamente enmascarada. Con esta misma intención, realizó una revisión de los mitos clásicos: los bajó del pedestal y los contempló desde una perspectiva más humana, aunque la expresión literaria actuara como filtro. El poema APÓCRIFO DE LA ANTOLOGÍA PALATINA se cierra con los siguientes versos: “cuando quien esto escribe/ amaba impunemente no en el templo/ de Afrodita en Corinto/ sino en la clandestina alcoba bética/ donde oficiaba de suprema hetaira/ la gran madre de héroes, fugitiva/ del Hades y ayer mismo/ vendida como esclava/ en el impío puerto de Algeciras.” Una original forma de relacionar Afrodita, Corinto y el Hades con la más vulgar prostitución relacionada con el principal puerto peninsular del Estrecho.

Las máscaras del mito
Las máscaras del mito / Enrique Martínez

A lo largo de los cuarenta y nueve capítulos anteriores hemos realizado una lectura de los mitos más cercanos y nos hemos aproximado a ellos desde un costado diferente a aquel desde el que la mitología al uso los ha interpretado a través de milenios. Quizás con este juego de perspectivas hemos podido contemplarlos desde un perfil distinto que ayuda a entenderlos a través de la poliédrica visión que los ha hecho eternos. Después de tantas máscaras, no estaba de más retirarlas, hasta arribar al punto de partida: los pretextos.

Federico García Lorca expresó que en los mitos clásicos se deposita el olvido, aunque no se olviden nunca, ya que en ellos se concentra el eterno licor de la vida. Para Luis Cernuda los mitos azuzaron su propia creación desde ciudades natales donde se exacerbaba la pasión y la muerte hasta británicos exilios donde solo habitaba el olvido y la memoria de las piedras sepultadas entre ortigas.

Los mitos poseen un valor complejo. Surgen como meras ideas, pero no como cualquier idea, sino solo como aquellas que despiertan inquietud en la mente humana. Son conceptos pre-textuales que refuerzan su sentido con la elaboración de un icono, una imagen que cala en el subconsciente colectivo de una comunidad y que se extiende a otras con el aura de las autoridades exportadas. Aunque basada en orientales interpretaciones anteriores, la perspectiva griega ha dado forma definitiva a los mitos clásicos. En su Teogonía, Hesíodo planteó unos mitemas que nos han acompañado hasta la actualidad y se convirtió en paladín de una civilización que los ha extendido como una marejada constante. Fue capaz de representarlos, de teatralizarlos, de impregnarlos de un poso cultural hasta convertirlos en iconos que han durado siglos y que se han asociado a unos impostados orígenes griegos, tan griegos como las primeras gradas, las primeras escenas, los primeros teatros y las primeras máscaras, que relacionamos con el origen de la cultura occidental; sin embargo, los griegos se sirvieron de los mitos para colonizar con su acento territorios muy alejados de las polis helenas, que acabaron haciéndolos suyos.

Los mitos han sido producto de muy definidas necesidades políticas y sociales, de grupos que se han servido de ellos y que han recurrido a la aculturación, a la adaptación de leyendas de otras sociedades, ya que es más fácil este procedimiento que la creación de iconos nuevos. El caso de Poseidón o Melkart son claros ejemplos de este proceso, ya que fueron mitemas anteriores utilizados por la talasocracia helena en su expansión territorial hacia espacios alejados de primitivas oikoumenes. Estos lugares se situaban en los extremos oriental y occidental del mar Mediterráneo; límites donde se ubicaban míticos jardines edénicos que cumplían el simbólico rol de principio y fin; lindes asociadas con la salida y la puesta del sol, con el nacimiento y con la muerte, con el alfa y con la omega, con una sarta de antítesis que, como toda antítesis, es una marca de la verdadera totalidad.

El borde occidental, más allá del estrecho de Gibraltar, se asoció desde el principio con el ocaso, con la muerte, con un lugar incivilizado que despertaba atávicos temores pero a la vez la atrayente seducción de lo desconocido, un lugar al que era preciso arribar y también civilizar. Quizás por esta razón, se convirtió en un ámbito aglutinador de mitos, en un espacio con una concentración de figuras legendarias no solo nutrida, sino directamente relacionada con la geografía concreta de las orillas del canal: montañas, columnas, islas, bosques, lagunas, ríos, océanos… una región rebosante de riquezas agrícolas, riquezas ganaderas, riquezas metalíferas, una multiplicación de abundancias fácilmente relacionables con las tartésicas que acabaron igualmente impregnadas de un carácter mítico.

La cultura de Tartessos no solo se caracterizó por sus opulencias materiales, sino por una cosmogonía de la que perviven también pocos rastros: Briareo, Gerión, Crisaor, Gárgoris, Habis, Nórax… son mitos autóctonos conformadores de una cultura igualmente autóctona para los que el Estrecho no era el fin de ningún mundo, sino el centro del suyo propio. Agrupados en tríadas, como las Gorgonas o las Grayas, algunos de ellos, como Poseidón, Medusa o Pegaso, sufrieron un marcado proceso de apropiación cultural por parte de la teogonía helena en un indisimulado afán por civilizar cosmogónicamente un territorio que para ella sí era el fin del mundo, con una decidida intención por colonizar un espacio considerado como indígena. Todo ello provocó una insistencia por demonizar los mitos originarios del extremo occidental del mundo conocido. Nobles monarcas, atrayentes mujeres o audaces fundadores pasaron a convertirse en apocados reyes, terribles rostros y olvidadas figuras de lo más vulgares. Las riquezas originarias se convirtieron en míticos ganados que debían ser robados por la audacia de nuevos héroes portadores de una nueva cultura. De las hiperbólicas reservas de metales nada se narraba, y es que en mitología, como en tantos otros aspectos vitales, los silencios son tan significativos como las palabras. La demonización llegó hasta el más ejemplar y moral de los castigos, como sucedió con la Atlántida platónica, que se convirtió en interesada fábula con la que aleccionar sobre los excesos de las sociedades descarriadas.

Las máscaras del mito
Las máscaras del mito / Enrique Martínez

En Occidente no solo estaba la desaparecida isla de los atlantes, sino el Inframundo, el Hades, el Tártaro y una sarta de localizaciones donde habitaban seres monstruosos. Era lugar de reclusión, prisión, prohibiciones. Aquí mandaban encerrar a seres malvados y pérfidos perdedores; aquí se erigieron puertas que eran infranqueables, aquí desembocaban cauces que no se podían cruzar; aquí se ubicaron lagunas donde efectuar últimos viajes, ríos de olvido, jardines cerrados y espacios vedados. Por esta razón abundan los mitos relacionados con estas restricciones y proliferan horrendos vigilantes como Ortro, Cerbero o Campe, guardianes de puertas que era necesario custodiar. Sin embargo, estos hitos llevan implícita su antítesis: la que deviene de la necesidad de transgredir las normas. Ello explica que sean muy numerosas las figuras que se atreven a superar prohibiciones, traspasar cancelas vedadas, pisar censurados territorios para después volver y contarlo. Solo unos pocos personajes legendarios se atrevieron a contravenir estas leyes sagradas: Perseo, Odiseo, Orfeo o Heracles llegaron hasta este extremo del mundo y violaron respetadas normas. Todos ellos eran griegos y todos ellos acabaron convirtiéndose en paradigma de héroes capaces de realizar acciones sobrehumanas y ejercieron un rol civilizador. Todos ellos debieron efectuar un largo viaje hasta arribar a este apartado territorio, un viaje que tuvo mucho de bildung, de proceso de iniciación y maduración personal, un viaje cuyo destino final no era el lejano poniente, sino el regreso al punto de partida. Los mitemas relacionados con el oeste tuvieron el valor de iconos como Hércules o Pegaso, pero también han pervivido en devociones adaptadas como Astarté o las Adonías. De todos los valores destaca el del Estrecho como mito de ida y vuelta: un lugar distante y atrayente que empezó siendo una amenaza y acabó convirtiéndose en otra amenaza. El Estrecho como extremo de un mundo pero también como centro de un mundo. El Estrecho como meta, pero también como punto de partida; como una geografía que ha inspirado tantos héroes que desde esta misma geografía hemos intentado desenmascarar.

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