La política española da el espectáculo
La mirada de Medusa
Mitos del fin de un mundo
Tras el mito de Medusa subyace la instauración de un nuevo orden legendario heleno a partir de sustratos indígenas del Estrecho
La mirada de Medusa ha recorrido un camino de ida y vuelta desde el pavor a la familiaridad
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Medusa es un mito complejo, poliédrico, de ida y vuelta; con más de una ida y con más de una vuelta.
Su perfil está trazado desde el imaginario griego, aunque asienta sus raíces en la cultura occidental tartésica plagada todavía de enigmas y cuestiones sin resolver, a la espera de que la historia le gane la partida al mito. Su árbol genealógico y su condición remiten al territorio que en los confines del oeste formaba la antesala de un fin del mundo no precisamente despoblado. El anciano dios marino Forcis y la monstruosa Ceto tuvieron una larga descendencia de legendarios seres femeninos que despertaron atávicos temores a partir de triples agrupaciones de personajes relacionados con un mar que bordeaba peligrosas lindes y fronteras terminales. En este lugar habitaban las Grayas; también las Gorgonas, que moraban en los confines del mundo y eran de lo más peculiares. Se llamaban Euríale, Esteno y Medusa, aunque esta acabó por desplazar a sus dos hermanas y ocupó el rol central de una estructura mítica trinitaria de procedencia occidental. Era la única mortal de las tres y estaba expuesta a los estragos del tiempo. Desde la perspectiva helena, esta tríada de individuos residía en un lugar que Esquilo consideró muy remoto y Hesíodo concretó más: al otro lado del ilustre Océano, en el confín del mundo hacia la noche, en el lejano horizonte del ocaso donde también vivían las Hespérides, de aguda voz y prolongados ecos.
Medusa es un personaje que ha superado cualquier tipo de maniqueísmo reductor. Sus orígenes avivaban el espanto de cuantos oían los de una saga que, lejos de las seguridades terrenales, se movían en un medio marino caracterizado por la más aleatoria de las incertidumbres. Los griegos tenían en la navegación su principal medio de comunicación y expansión, con los riesgos que ello suponía. Si el acuático y velado universo pelágico despertaba entre quienes lo surcaban un atávico respeto, el extremo occidental del mar conocido fue siempre un lugar donde se ubicaron pavorosos seres que convertían en más amenazantes las expediciones hacia los confines del mundo. A pesar de ello, Medusa no poseyó la lectura simple de un personaje negativo que poblaba un espacio donde se debían extremar las precauciones. Píndaro se refirió a ella como una joven de bellas mejillas, mientras que Ovidio la describió como una hermosa doncella que despertaba sensuales pasiones en un buen número de pretendientes. Debía de sentirse igualmente orgullosa de su penetrante mirada y de su larga cabellera rubia, que respondía a los más previsibles tópicos de la belleza clásica. Con estos atributos gozó de su adolescencia hasta que llegó el momento en que se fraguó su desgracia. Poseidón se prendó de sus encantos y yació con ella en un suave prado entre primaverales flores, todo un locus amoenus, aunque no sabemos si la unión carnal entre ambos se produjo con el consentimiento de la joven o se trató de una violación sin más reglas que la del poder. A partir de este momento se torció su vida. Atenea, celosa de que el dios de los mares estuviera con Medusa, decidió castigarla y dejar impune al personaje masculino. Aquí comenzó la metamorfosis de la que dejó de ser doncella y hermosa a la vez. Sus blancos dientes se convirtieron en colmillos de jabalí, su rubia cabellera en una maraña de temibles serpientes y su penetrante mirada en otra capaz de petrificar a todo aquel a quien se dirigiera. A partir de este momento comenzó una nueva lectura del mito, que se convirtió en paradigma de la deshumanización más aterradora. No contenta con el pavoroso cambio de aspecto de la muchacha, Atenea contribuyó a su eliminación. Para ello se sirvió de Perseo, que se vio obligado a desplazarse hasta las lindes occidentales donde Medusa ejercía su nuevo y terrorífico poder justo a las puertas del Inframundo. Antes de partir solicitó la ayuda de otros dioses que participaron en la venganza olímpica contra el personaje femenino que habitaba en las costas del oeste. Provisto de las sandalias aladas de Hermes, el casco de invisibilidad de Hades, una espada y un escudo espejado, se dirigió hasta el estrecho que cerraba el mar conocido con el determinado afán de acabar con su vida. No fue fácil encontrar su paradero y le fue necesario servirse de sus hermanas, las Grayas. Cuando por fin se encontró con ella tuvo que utilizar el recurso del espejo para no mirarla directamente. Atenea guio su mano y de un tajo cortó su cabeza que introdujo inmediatamente en un saco para no sufrir las fatales consecuencias de su mirada.
A partir de este momento, Medusa adquirió una nueva dimensión mítica. Del chorreante cuello nacieron sus dos hijos: el caballo Pegaso y el gigante Crisaor, padre de Gerión, el primer rey mítico de Tartessos. Unas gotas de sangre caídas de la garganta dieron color a los corales del mar Rojo en el viaje de regreso de Perseo, quien liberó a su madre de un inconveniente matrimonio utilizando la cabeza cortada para petrificar a los partidarios del pretendiente. Cuando el héroe griego entregó el botín a Atenea, esta lo empleó para conformar su escudo o égida, con lo que adquirió una nueva lectura, la de guardiana y protectora que yacía en su etimología. A partir de entonces, su rostro poseyó un valor apotropaico y se convirtió en talismán protector de naves, que la colocaban en sus quillas; de templos, que la esculpían en sus tímpanos; de tumbas, que la grababan en sus estelas; de los guerreros, de las viviendas; hasta de los panaderos, que la representaban en las puertas de los hornos para ahuyentar inesperadas visitas que interrumpieran la cocción.
Paradigma de una belleza prístina e icono terrorífico metamorfoseado, Medusa acabó convirtiéndose en máscara protectora, cuyo poder fue reconvertido por el imaginario colectivo en amuleto recurrente, en icono de buena suerte donde se han inspirado hasta contemporáneos logos de diseñadores italianos que al final no la tuvieron.
La historia de ida y vuelta de esta figura legendaria ha dado pie a interpretaciones de lo más variadas: desde psicoanalíticas a post-estructuralistas y no son raras las que han relacionado el mito con Tartessos y han considerado a Medusa como una versión recreada de un personaje femenino de la aristocracia del suroeste peninsular. La lectura que de ella ha ofrecido la mitología griega responde a la efectuada desde la óptica de las colonizadoras y triunfantes culturas orientales. Desde una superioridad moral e histórica el imaginario heleno castigó a la indígena Medusa, que tuvo enfrente a la totalidad del panteón olímpico. Tras la decapitación del mito acuático de occidente se puede interpretar una destitución de primitivos poderes matriarcales y la instauración del orden de las divinidades helenas sobre el indígena de las apartadas regiones occidentales, una interesada aculturación que se apropió del mito y le otorgó nuevas lecturas.
Desde el punto de vista etimológico, Medusa es un mito capital. Poco sabemos de sus brazos, de sus piernas, de su tronco, de sus manos. Aparte de una mujer orgullosa de su belleza juvenil, poco intuimos de sus afanes, ansias y comportamientos. Su imagen se ha reducido a su cabeza, que incluyó Atenea en su escudo, hasta configurar una representación circular de protección en lo que terminó siendo uno de los primeros emblemas que calaron en el subconsciente colectivo. Su cabeza es alzada por un Perseo triunfante y cabizbajo tallado por Benvenuto Cellini; su cabeza es también el único motivo del cuadro de Caravaggio donde la boca desmesuradamente abierta, la cabellera de serpientes, el ceño fruncido, el cuello sangrante y el fondo verdoso no son sino elementos accesorios frente a una mirada de espanto que podría tener mucho de autobiográfica.
La cabeza es una parte capital, la que corona los cuerpos, alberga el intelecto y distingue a los seres humanos, pero la cabeza es también donde se sitúan los ojos, los elementos que constituyen el verdadero eje de los caracteres individuales. Si la primera es el continente sobre el que se vertebra el mito de Medusa, la mirada es su contenido. El castigo al que se vio abocada fue más que condenar a muerte a todo aquel a quien vislumbrara. La petrificación de cada persona visualizada fue motivo de horror para todos los mortales, pero también para una mujer sin opciones. Empujada a la soledad más absoluta, con la maldición indiscriminada, su mirada se convirtió en un camino sin retorno a la aniquilación total. Al igual que el resto de los humanos, la hija de Forcis y Ceto podía ver todo menos lo que le permitía visualizar el mundo: sus ojos; unos ojos que contempló por vez primera en el escudo espejeante del que se sirvió Perseo para vencerla; unos involuntarios asesinos que Caravaggio pintó con el horror de quien al fin logra contemplarlos, aunque sea en el reflejo.
Medusa fue un ser ctónico, originario del fin del mundo conocido, que sufrió con todas sus consecuencias la desmesurada cólera de los dioses. Su metamorfosis la convirtió en un personaje trágico que llevó la muerte asociada a su mirada en los ambientes marinos de un fin del mundo inquietante y peligroso, siempre amenazador para la omnipotente mitología griega. Personaje fatal y trino, occidental y ambiguo, apartado y redondo, perdedor y terrorífico, el imaginario colectivo acabó amansándolo. Fue perdiendo sus rasgos pavorosos con la lenta erosión de las aristas limadas de tanto uso y fue adquiriendo la doméstica familiaridad de las presencias cotidianas.
Después de tantas idas y tantas vueltas, Medusa es un mito que tiene en la mirada el castigo y la sentencia, el asombro, la desesperación, el horror y la fuerza que acabó revirtiendo su condena.
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