La mirada perdedora de las Grayas

MITOS DEL FIN DE UN MUNDO

Las Grayas vigilaban un territorio fronterizo entre la vida y la muerte

Su derrota las privó de su mirada y de su consideración divina

La mirada perdedora de las Grayas
La mirada perdedora de las Grayas / Enrique Martínez
José Juan Yborra

03 de julio 2024 - 23:58

Algeciras/En diciembre de 1979 murió en San Diego, California, Penny Vantine, una niña de cinco años de edad muerta de vejez. Medía y pesaba lo mismo que cuando nació y una rara enfermedad la hizo avejentarse casi veinte años por cada uno vivido. El hecho tuvo repercusión en prensa e inspiró a Joaquín Caro Romero a escribir El libro de las Grayas, poemario publicado en Jerez de la Frontera siete años después.

Etimológicamente el antropónimo proviene del griego Graiai que significa “viejas”, “grises” y designa a unas divinidades de contrastada antigüedad, unos seres que muchos consideran que existían antes que muchos dioses. Las Grayas eran tres figuras legendarias que el subconsciente colectivo ha dibujado con aspecto terrorífico, habitual en sujetos que vivían en la frontera occidental del mundo, un finis terrae adonde fue desplazado un reino de los muertos lleno de intraspasables lindes, monstruosos habitantes y fieros guardianes que debían custodiar prohibidos pasos. Este era un territorio apartado y oscuro, tenebroso y acuático. Situado al borde del océano extremo, las deidades que provocaban espanto eran de lo más asiduas en un lugar donde la tierra y el mar trazaban fronteras aparentemente infranqueables.

Las Grayas eran hijas metafóricas del mar, de un mar lúgubre, preñado de los peores presagios. Sus padres eran monstruos marinos que provocaban espanto solo con nombrarlos. Conocidas también como las Fórcides, sus progenitores fueron Focis y Ceto. Su padre fue un dios primordial, al igual que la madre de este, la primitiva y telúrica diosa Gea, que lo concibió por sí misma. Siempre fue considerado como una divinidad relacionada con un piélago que rodeaba las costas griegas con la enrevesada insistencia de los recovecos terrestres. Mosaicos como el que se expone en el Museo del Bardo de Túnez lo representan como un individuo fuerte, preñado de elementos metamórficos. El rostro y el torso humanos se cubren de una epidermis con capas de crustáceo y extremidades con forma de pinzas de cangrejo. Asociado tradicionalmente a la vejez, se considera como el progenitor de la mayor saga de monstruos y endriagos que provocaron el más inveterado de los espantos entre los navegantes que se atrevían a surcar los confines occidentales del Mediterráneo. Buena parte de esta terrorífica descendencia la concibió con Ceto, otra deidad que acabó siendo paradigma de perverso engendro y deforme invención, aunque en un principio fue representada como una joven agraciada y melancólica que surcaba mares imposibles en compañía de Forcis de quien fue hermana y amante. Hija de Gea y Ponto, su nombre se relacionaba con los peligros que enmascaraba el piélago y etimológicamente se vincula con animales asiduos de las costas del Estrecho, como delfines, orcas o ballenas, toda una serie de cetáceos que perviven tras el nombre de la divinidad y el topónimo de la cercana Caetaria. En épocas más tardías era representada como un pez con forma de serpiente y se asociaba, como sus hijas las Grayas, al ciclo de Perseo, que la derrotó justo antes de que devorara a la encadenada Andrómeda. Ceto concibió con Forcis una progenie de personajes monstruosos de lo más heterogénea. Equidna fue uno de sus más temidos descendientes que engendró con Tifón a numerosos engendros de la mitología helena. La Hidra de Lerna, la Esfinge, el León de Nemea, el Águila del Cáucaso o la Quimera fueron hijos suyos, al igual que otros más cercanos, como Cerbero y Ortro. Todos acabaron sucumbiendo ante héroes que se atrevieron a enfrentarse con ellos en un claro ejercicio de transgresión. Otros hijos de Forcis y Ceto que tuvieron que ver con el territorio del Estrecho fueron Ladón, la serpiente que cuidaba el Jardín de las Hespérides, las tres Gorgonas y sus hermanas las Grayas.

La mirada de las Grayas
La mirada de las Grayas / Enrique Martínez

Junto con su abundante y monstruosa parentela, las Grayas vivían muy apartadas, casi en las lindes del reino de los muertos, junto al extremo occidental del Océano, en los confines del Oeste. Eran tres deidades, cuyos nombres despertaban tantas inquietudes como la más amenazante desazón: Deino, “Temor”, Enio “Horror” y Pemfredo, “Alarma”. Eran tres mujeres que nacieron ancianas, decrépitas, vetustas. No conocieron infancia, ni adolescencia, ni juventud, ni madurez siquiera; vinieron al mundo encorvadas, con la piel llena de arrugas, la tez blanquecina, con la textura de la leche cortada y una dermis terrosa, habituada a décadas de sequías extremas. Sus cabelleras canosas eran marcas de eternos inviernos, descuidados espartales sin atisbos de afeites ni consuelos. Mantenían una ajada dignidad en sus vestimentas, compuesta por deslucidos peplos pasados de moda, marchitas túnicas de ricos tejidos que el tiempo los hizo tan viejos como ellas, tan solitarios como ellas, tan desgastados como ellas. El pavor estaba marcado en sus rostros, en pliegues donde se concentraba el espanto. Los profundos surcos de la piel desdibujaban las facciones, la frente, los pómulos, pero eran incapaces de disimular las cuencas vacías, sin párpados, sin iris, sin retinas. Un único ojo y un único diente debían compartir las tres hermanas en una recurrente ceremonia en la que se lo pasaban de cuenca en cuenca y de boca en boca. Lo que podría entenderse como un ejercicio de monstruosidad extrema, formaba parte de un carácter de lo más particular y definitorio. La retina, asociada a la visión y el colmillo, relacionado con la ingesta, enlaza la figura de las Grayas con la vigilancia y con la ferocidad.

La función primordial de las Grayas era la observación. Con su aspecto terrorífico se convirtieron en la custodia más perseverante de los extremos territorios que lindaban con el mundo de los muertos. Para ello se iban pasando sucesivamente el ojo, con lo que la percepción estaba garantizada en todo momento y se alcanzaba el grado de una ubicua visión que además era constante, con visos de una eternidad que garantizaba un tenaz y riguroso turno de guardia: cuando una miraba, las otras descansaban. El traspaso del diente convertía al vigilante en un ser perspicaz y aguerrido, capaz de morder a todo aquel osado que se atreviera llegar hasta ellas. Uno de ellos fue Perseo, el mito con el que se suelen relacionar. El hijo de Dánae viajó hasta el extremo occidental del mundo para cortar la cabeza de Medusa, una de las Gorgonas y hermana de las Grayas. Para cumplir tan arriesgada misión tuvo que recurrir a objetos divinos custodiados por unas ninfas que habitaban en el cercano pero oculto Jardín de las Hespérides. El héroe se presentó ante las Grayas para preguntarles la ubicación del mítico lugar y para ello echó mano de la astucia. Ágilmente les quitó el ojo y el diente cuando pasaban de una a otra y dejó a las vigilantes sin visión y sin armas. Desesperadas, transigieron a los requerimientos de Perseo que pudo llegar hasta el jardín de Hera. Provisto de los utillajes mágicos, fue en busca de Medusa y de camino lanzó el ojo y el diente de las Grayas a la laguna Tritónida, hasta donde se extendían cerrados bosques y caudalosos ríos que bajaban de unas montañas en cuyas crestas macizos de piedra recordaban a los seres humanos y animales que había petrificado la gorgona con su mirada: un territorio occidental junto al océano ignoto, una geografía que recuerda otras reales de quejigos, alcornoques, bloques de areniscas del aljibe y antiguas lagunas hoy desecadas.

Tras la partida de Perseo, las Grayas quedaron abatidas, humilladas y vencidas. Paradigma de los vigilantes burlados, su reputación cayó por los suelos y sufrieron el mayor de los descréditos en tiempos en los que aún se confiaba en los héroes. Tánatos se divertía a su costa escondiendo sus menguadas pertenencias que, ciegas, eran incapaces de encontrar. Nunca se separaron, tropezaron juntas, de la misma forma que se equivocaron juntas y juntas sobrevivieron a su inmortalidad mancillada en una teogonía donde no había lugar para los vencidos.

La mirada perdedora de las Grayas
La mirada perdedora de las Grayas / Enrique Martínez

Hesíodo alabó la calidad de sus peplos, Apolodoro su condición oracular; Esquilo las calificó como doncellas con perfil de cisne, Ovidio como vigilantes voluntariosas que alcanzaban la ubicuidad a los pies del rocoso Atlas; Higinio las catalogó como perfectas guardianas y Nono de Panópolis como centinelas insomnes; todo un ejemplo de tríada unitaria, de sociedad limitada. Como deidades marinas personificaron la espuma blanca de las olas, aunque el blanco se asociaba con su ancianidad. Su carácter trino y vetusto las relacionaba con las Moiras, otro conjunto de tres deidades asociado al destino final del ser humano. Cloto, Láquesis y Átropos eran tres mujeres ancianas ataviadas de blanco que aparecían tres noches después de cada nacimiento y auguraban el metafórico hilo de la vida de cada recién nacido. Ataviadas de hilanderas, una hilaba con una rueca la hebra de la existencia, otra medía con su vara la longitud y la tercera cortaba con unas tijeras la trayectoria mortal de cada ser. Compartían con las Grayas el rol oracular de un ojo mítico con el que podían vislumbrar el futuro, un ojo único característico de seres siempre vigilantes, al igual que el diente único remitía a los monstruos devoradores, pero también a una vejez desdentada.

Las Grayas y las Gorgonas eran seres que combinaban el espanto con la vigilancia de un territorio fronterizo entre la vida y la muerte, donde la omnipresencia era una necesidad y la visión el mejor de los puntales. Con la mirada unas petrificaban y otras prohibían el paso a un territorio vedado pero al que acudieron héroes que acabaron por someterlas y apaciguarlas. Perseo fue el primero en acceder a estas regiones clandestinas: venció a las Grayas e hizo suya a Medusa. Domesticó al espanto y derrotó a la vejez, aunque la realidad supere al mito y mueran niñas de noventa años en California con la eterna recurrencia de los perdedores que al final tienen quien les escriba.

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