El mito del occidente
Mitos del fin de un mundo
Occidente es un mito asociado con la muerte del sol, con el ocaso
También ha sido el destino de viajes polisémicamente cartografiados, algunos de ellos bien cercanos
Los mitos como pre-texto
En la primavera de 1918, dos años después de publicar Diario de un poeta reciencasado, un Juan Ramón Jiménez que ansiaba la plenitud llevó a las prensas su libro Eternidades. Allí incluyó reflexiones poéticas sobre el valor de la palabra desde la perspectiva de una poesía tan intelectual como propia: “¡Intelijencia, dame/ el nombre esacto de las cosas!/ Que mi palabra sea/ la cosa misma,/ creada por mi alma nuevamente./ Que por mí vayan todos/ los que nos las conocen, a las cosas;/ que por mí vayan todos/ los que ya las olvidan, a las cosas;/ que por mí vayan todos/ los mismos que las aman, a las cosas…/¡Intelijencia, dame/ el nombre esacto, y tuyo,/ y suyo, y mío de las cosas!”.
La capacidad de nominar es uno de los valores determinantes de la racionalidad humana, además de los poéticos. Nombrar la realidad es una manera de aprehenderla, de hacerla nuestra, de invitarla a formar parte de una peculiar forma de entender un mundo que tiene mucho de complejo y ajeno. Es un instrumento para poner límites a lo ilimitado y ordenar primigenios caos. Occidente es una palabra articulada por el ser humano desde los tiempos en los que su inteligencia no se había prodigado en labores bautismales y hace referencia al marco espacial donde se desarrolla la existencia. Como punto cardinal, se relaciona con uno de los aspectos que determinan el proceso de formación de cualquier individuo: el viaje. A diferencia de los tiempos actuales, en los pasados el desplazamiento tenía poco de lúdico o vacacional y mucho de componente iniciático. Frente a la cueva, el refugio o la casa, relacionados con primarios ámbitos de protección y amparo, la salida de estos albergues conllevaba un riesgo, pero resultaba indispensable en el proceso de aprendizaje individual. Todos los grandes héroes literarios debían abandonar sus zonas de confort para superar las pruebas que el universo exterior recurrentemente les planteaba: desde Ulises a Eneas; del Cid a Amadís de Gaula; de Gilgamesh a Don Quijote. El desplazamiento es un recurso simbólico asociado a otro con el que no deja de tener paralelismos: el movimiento de los astros, perceptibles diariamente por las mentes racionales que han querido relacionar ambos procesos. Quizás por ello, las travesías humanas se han equiparado con las de inalcanzables pero atrayentes estrellas. Al seguir estas una perseverante y obstinada dirección desde el oriente hasta occidente, estos dos puntos cardinales han acabado poseyendo una categoría mítica, aunque detrás de los mitos suelen embozarse motivaciones mucho más pragmáticas.
La legendaria identificación de los desplazamientos humanos con el que diariamente realiza el sol ha provocado que el mito del occidente tenga unos valores relacionados con este hecho. La raíz de occido es latina y significa “muerte” y se opone al ortus, que remite al “nacimiento”. Es fácil relacionar antitéticamente el oriente, el lugar donde nace la luz, con el ocaso, el lugar donde se pone. Levante/poniente: la elevación como vida, la declinación como muerte. De esta forma, el tránsito vital se ha identificado metafóricamente con el que cada día realiza el sol -o la luna-, desde su salida por el este hasta su puesta, siempre en el horizonte occidental. Estos recorridos se han convertido en símbolo de un camino que tiene mucho que ver con la maduración, la huida del caos y la fuga de los más personales refugios que también poseen un inconfesable valor de laberinto; un camino cuyo origen y destino son los propios de la existencia.
Estas lecturas legendarias tienen también mucho de geográficas y han situado en ambos extremos de los mapas sendos espacios idílicos: en el extremo oriental se ha ubicado el mito del paraíso terrenal, relacionado con el de la infancia del ser humano: un territorio donde no existían las preocupaciones, donde la alimentación estaba resuelta y el trabajo y las cargas no eran ni siquiera barruntos. En este jardín ubicado en el este se situó el mito sumerio de Enki, en una tierra pura y brillante que no conocía la enfermedad ni la muerte, donde comenzaba la cosmogonía babilónica reflejada en el Enuma Elish. Esta visión pervivió hasta el libro del Génesis, donde se narra que Dios plantó un huerto en el Edén, al Oriente, y puso allí al hombre que había creado. Sin embargo, en este idílico jardín no todo era positivo: serpientes y acechanzas poblaban de negatividad las fértiles tierras de lo primigenio. Al este del Edén ubicó John Steinbeck la trama donde Cathy Ames inoculó la vileza en su marido e hijos y donde Elia Kazan convirtió a James Dean en el mito moderno de la atrayente maldad.
Si el oriente se ha asociado al origen, occidente es la meta, el ocaso, el punto de llegada. Por ello, numerosas culturas ubicaron aquí el inframundo, asociando la puesta de sol con la muerte; sin embargo la ambivalencia de los mitos vuelve a manifestarse en el espacio occidental, ya que en este lugar se ubicaban ámbitos igualmente idílicos, como el jardín de las Hespérides, que reivindican la etimología griega del oeste -Héspero- y otorgan una lectura paradisíaca y amable al extremo de poniente, donde se mostraban en sazón los dorados frutos de manzanas legendarias, correlatos de otras de huertos orientales que llevaban en sus entrañas el mal en un taimado ejercicio de deliberadas ambigüedades y confusión de maniqueísmos.
Detrás de los desplazamientos míticos existen viajes físicos que han incidido sobre el mito de occidente. Desde el principio de los tiempos se han sucedido las expediciones desde las tierras orientales a estos confines occidentales a través de la vía de comunicación que siempre ha sido el Mediterráneo. Hasta este extremo del mundo conocido se dirigieron proas, afanes y motivaciones de periplos que han sido algo más que iniciáticos. Hasta este lugar de columnas y de lindes, de puertas y guardianes, de pasos y barreras, han dirigido sus expectativas marinos y viajeros atraídos por el valor simbólico de un espacio que ha tenido en las leyendas la justificación y la excusa, el sentido y el pretexto. El viaje a este occidente ha conjugado lo pragmático con lo mítico.
Atravesar el Mediterráneo hasta llegar a su extremo occidental ha sido un afán perseverante que el ser humano ha ejercido con la constancia de las inaplazables querencias. Ha perseguido atávicas iniciaciones o míticos ocasos, pero también se ha movido con la intención práctica de hacerse con aquello de lo que carecía. La pragmática de los viajes tiene su manifestación concreta en los mapas, aunque muchos de ellos han sugerido interpretaciones atávicas del desplazamiento hacia el oeste, como la Tabula Peutingeriana, el largo rollo de más de siete metros que de forma más que esquemática reflejaba el horizontal trayecto desde el extremo oriental de la India hasta el occidental de Iberia. Desde Anaximandro de Mileto se han sucedido las representaciones cartográficas que describían las sinuosas costas del mar a modo de itinerario de cabotaje, donde se incluían topónimos de ciudades reales abiertas a orillas también reales que se aproximaban como metafórico embudo a un Estrecho de Gibraltar que desempeñó el rol de fin del mundo, donde comenzaba un océano abierto y desconocido apenas surcado a través de riberas ajenas. Heródoto, Eratóstenes, Estrabón o Ptolomeo planificaron rutas y dibujaron perfiles reconstruidos tras siglos de anhelos por atravesar las prohibidas, monstruosas y amenazadoras lindes de occidente más allá del canal. Mapas como el del Beato de Liébana reflejaron una imagen cósmica desde el paraíso terrenal del este hasta las lindes del ocaso; otros, como la Tabula Rogeriana del geógrafo ceutí Al Idrisi, dieron la vuelta a las representaciones clásicas permutando el sur con el norte al dibujar mapamundis donde el occidente quedaba a la derecha, en una inversión que puede asociarse al sentido inverso de la escritura en árabe; otros, como Francesco Constantino Marmocchi, llegaron a representar los míticos viajes de Ulises hasta el extremo occidental del familiar mar interior en busca de inquietantes Hades.
De todos los mapas, descripciones e itinerarios llama la atención el trazado por un ilustre y apenas recordado paisano. Poco sabemos de Pomponio Mela, un geógrafo hispanorromano que vivió en tiempos de Calígula y Claudio. Valorado por Plinio el Viejo, considerado en la Edad Media como todo un icono de la geografía antigua y admirado por Shakespeare, se sintió muy orgulloso de ser natural de Tingentera, la otra Iulia Traducta que bien poco lo ha reconocido. Apenas el nombre de una calle en los aledaños del antiguo cine Terraza es menguada prueba de la escasa gratitud de una Algeciras donde apenas sobreviven más huellas de su existencia. Su De Chorographia, también titulada De situ orbis, es todo un compendio de síntesis geográfica donde realizó una completa descripción de todo el orbe presupuesto. Resultan especialmente valiosas las del espacio que mejor conocía: su lugar natal ubicado en el extremo occidental del mundo y que el mundo entero anhelaba.
Como geógrafo pragmático, Mela no se dejó seducir por la lectura mítica de Occidente y, lejos de interpretar este territorio como el lugar legendario relacionado con el ocaso, el final de ciclos o directamente la muerte, lo consideró como un punto de partida desde el que se accedía a territorios amplios y ubérrimos, donde abundaban los caballos y riquezas muy tangibles en forma de hierro, estaño, cobre, plata y oro. Más que jardines míticos, el cartógrafo que nació al resguardo de la Isla Verde describió universos bien reales. Más que legendarias manzanas doradas, su inteligencia nombró con exactitud la realidad y las cosas. Minas de codiciados metales fueron argumentos de peso para impulsar unos viajes que tuvieron motivaciones interesadas por encima de legendarias justificaciones; sin embargo, en este caso, -como en tantos otros- los mitos le han venido ganado la partida a la historia durante milenios.
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