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Los mitos como pre-texto

Mitos del fin de un mundo

Los mitos son anteriores a los textos pero no exclusivos de los primeros estadios humanos

Pocos territorios poseen una heterogénea sucesión de leyendas y figuras que se entremezclan y conviven como el Estrecho de Gibraltar

Los mitos como pre-texto. / Enrique Martínez
José Juan Yborra / Enrique Martínez

28 de octubre 2023 - 02:00

Hay libros que comienzan de forma memorable, brillante, con lúcidas reivindicaciones al más noble ejercicio literario:

In principium erat verbum.

Una buena y evangélica forma de empezar, aunque lo primero no haya sido nunca la palabra. En la evolución diacrónica y personal del ser humano hay estadios anteriores a los elaborados niveles lexemáticos. Antes de escribir, los individuos hablaban y antes de articular palabra, poseían otros medios de comunicación, algunos tan antiguos que antecedían registros y catálogos, documentos y relaciones; tan anteriores que precedían a cualquier literariedad, por muy literaria que parezca. Cuando Gabriel García Márquez comenzó a narrar la saga de los Buendía en un mítico Macondo de cantos rodados como huevos de dinosaurios, expresó con muy oportunas hipérboles que el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo.

En el principio no ha estado nunca la palabra, sino la realidad, aunque esta no siempre se ha mostrado aceptablemente comprensible. En los primeros estadios de nuestros antepasados más remotos, la relación con sus congéneres y con el entorno natural no debió de ser precisamente fácil. Los individuos dependían para subsistir de un universo exterior extraño y cambiante, todopoderoso, oscuro, luminoso y omnipotente, que no cesaba de plantearles más interrogantes y dudas que certezas. Para alimentarse dependían primero de animales cuyas migraciones, comportamientos y éxodos desconocían hasta que fueron capaces de desvelar qué había detrás de su etología. Más tarde aprendieron a cultivar unas tierras que dependían de imprevisibles factores que se mostraban con la arbitrariedad de lo desconocido. En unas edades en que la historia aún no había sido escrita, el día era simplemente luz y la noche oscuridad; el cielo una referencia que había que conocer y una amenaza que había que conjurar; el tiempo, una sucesión de hitos que se encadenaban con la rapidez de las primeras veces en forma de infancia temprana, madurez temprana y muerte todavía más temprana. Todo tenía lugar con la más inmediata de las secuencias y con los más desbordados señalamientos, hasta que fueron capaces de darle nombre a las cosas, aunque muchas de ellas -quizás las más importantes- seguían sin entenderse.

En ese momento se inició el tímido pero interesado balbuceo de los mitos. Mircea Eliade considera que su origen no fue otro que dar una explicación a la realidad, que adquirió existencia precisamente gracias a ellos. Desde sus primeras descubiertas conscientes, la humanidad ha tenido más dudas que certezas: dependió primero de la falsa seguridad de una tierra esquiva y seca, húmeda y fértil; dependió luego de un mar temido y necesario; dependió siempre del decurso temporal y siempre consideró a la muerte como la más obcecada compañera de viaje. El sol, la luna, las estrellas, la lluvia, los rayos, el arado, el curso de los ríos, las fuentes, los caminos, las orillas, los hitos, la abundancia, la escasez, hasta el nacimiento y el ocaso eran elementos con los que se convivía entre tupidos velos de ausencias, pero tras los que se presentía un ansia de conocimiento, de perspicacia, poder, que acabó por caracterizar a la especie: una trascendencia relacionada con la hierofanía o la sacralización de las realidades, los espacios o las ideas con el objetivo de la mejor aprehensión de un cosmos excesivamente ancho, ajeno y complejo, pero el único y cambiante escenario donde se desarrollaba la existencia.

Los mitos son anteriores a los textos pero no exclusivos de los primeros estadios humanos. Paul Gauguin tenía 49 años cuando en 1897 pintó en Tahití una de sus obras más conocidas. Se encontraba en aquel tiempo acosado por intrincadas sombras físicas y anímicas cuando llegó a poner en duda sus cualidades como pintor. El fallecimiento de su hija Aline complicó una situación que lo llevó a las puertas del suicidio. Solamente la pintura de un lienzo que acabó titulando ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? y las expectativas por la reacción del público ante su recepción, lo empujaron a seguir con vida. Las considerables dimensiones de la tela recogen todo un tratado práctico de poeticidad pictórica donde una heterogénea sarta de mitos son representados desde un tempestuoso e inseguro estado de ánimo. Con un marcado bicromatismo de azules y amarillos, en un paisaje polinesio deliberadamente oscuro y subjetivamente en penumbra, el artista despliega una serie de personajes que simbolizan los diferentes estadios de la vida racional e intentan dar respuesta a las cuestiones que dan título a la obra. Recién nacidos, jóvenes, adultos y ancianos rodean a una figura central que transporta a lecturas cristianas en un peculiar sincretismo entre las figuras de Jesucristo y san Sebastián. La sucesión desordenada de un total de doce imágenes humanas más un ídolo incide igualmente en esta interpretación sacra, así como la representación de la deidad oriental que se contrapone en la sombra al cuerpo que recibe la imposible luz cenital del centro.

Al intentar responder a las tres preguntas que resumen toda una filosofía existencial de comportamiento humano, Paul Gauguin recurrió a los mitos como tantos otros seres que, desde el principio de los tiempos, lo han hecho cuando han perseguido respuestas tantas veces negadas por la razón. Algo parecido sucede con las tres heridas con las que llegó el alter ego de Miguel Hernández en su poemario Cancionero y romancero de ausencias: el amor, la muerte y la vida son los tres grandes temas que han servido de inspiración constante del arte. Todas ellas se relacionan también con cuestiones de difícil respuesta, para las que se ha recurrido incansablemente a los mitos en un camino casi siempre de ida y vuelta en el que ha palpitado la inconfesada intención de explicar o justificar lo que permanecía cubierto por más velos de los recomendables. Es entonces cuando estas fábulas adquieren un nuevo significado polisémico: no solo han poseído el carácter pre-textual que les otorgó su presencia desde estadios anteriores a la escritura humana en los albores de la diacronía cultural; además, pueden ser consideradas como pretextos, como solapadas excusas, como coartadas o incluso herramientas de manipulación con las que se ha intentado guiar comportamientos grupales aprovechando su indiscutible valor de autoridad rara vez puesta en cuestión. Y en esto, las diferentes culturas han llegado a alcanzar un alto grado de sofisticación y de eficacia, al convertir los mitos en iconos identificativos de actitudes, comportamientos y hasta sociedades, con sus correspondientes luces y sombras.

Durante milenios, el mundo ha estado marcado por el comportamiento de unos héroes legendarios que han servido de modelo y de patrón, pero también de justificación y de fingimiento. A lo largo de los siglos, sucesivas oleadas culturales han ido superponiendo continuas capas sobre mitos primitivos que se han ido configurando, en un complejo caso de aculturación, en nuevos reflejos de civilizaciones posteriores: Inanna, Ishtar, Ashera y Astarté han acabado formando un complejo palimpsesto de deidades a lo largo de diferentes civilizaciones y culturas hasta el punto de que los rasgos morales y físicos se han superpuesto hasta configurar un compendio de mestizaje que ha acabado por otorgarles un valor de lo más poliédrico y, por tanto, ambivalente. Las sucesivas culturas y civilizaciones se han aprovechado del hierofanismo, del valor sagrado de esas deidades para adaptarlas a nuevos credos, pergeñando una invisible trama de creencias donde las confusiones acaban generando nuevos caos.

Vivimos en una zona de mitos, de numerosos mitos. Pocos territorios poseen una heterogénea sucesión de leyendas y figuras que se entremezclan y conviven, siguiendo intereses confesados y ocultos hasta superpoblar un lugar sucesivamente colonizado. Han sido tantas las expediciones foráneas en busca de un legendario occidente que se ha terminado por velar el componente mítico autóctono para quienes este lugar no era un fin del mundo, sino el centro del suyo propio. Desde época protohistórica, el territorio que flanquea el estrecho de Gibraltar estuvo considerado para las miradas metecas y ajenas como el extremo occidental del Mediterráneo y pronto comenzó a desempeñar el rol de confín geográfico, metafórico y mítico de la tierra. Hasta aquí llegaron sucesivas civilizaciones orientales y en las bodegas, cubiertas, sentinas y mástiles de sus naves se posaba un larvado miedo a lo desconocido, por el que se sentían irremediablemente atraídos. En las mentes de los marinos habían arraigado pálpitos y temores, figuraciones y leyendas que daban un carácter muy peculiar al lugar al que indefectiblemente todas estas expediciones se dirigían en busca de lo que carecían. El, Ishtar, Briareo, Gerión, Medusa, Crisaor, Pegaso, Euritión, Ortro, Gárgoris, Habis, Melkart, Hésperis, las Gorgonas, Perseo, Odiseo, Orfeo, Hércules, Ladón, Atlas, Anteo o Cerbero se relacionan con una tierra extrema y apartada, aunque a la vez atrayente; una tierra de columnas y estelas, de infranqueables puertas y míticos jardines; de inquietantes lagunas y feroces guardianes. En pocos espacios como este confín de occidente se puede entender el valor de unos mitos utilizados por muchos con taimadas intenciones hasta el punto de que se muestran como una invención de los seres racionales para responder a cuestiones o justificar intereses que tenían ya poco de divino. A pesar de su fortaleza o de su inmortalidad, estas figuras poseen el origen mortal de sus verdaderos creadores, con lo que tras las interesadas fuerzas, hercúleas astucias, míticas maldades o larvadas estrategias se esconde una oculta pátina de fragilidad, de inconfesadas intenciones que, en el fondo, los hace más próximos y humanos.

A lo largo de sucesivas entregas nos proponemos desvelar lecturas de unos mitos autóctonos y foráneos, triunfadores y perdedores, desde una perspectiva diferente, desde un costado distinto al que nos han acostumbrado a contemplarlos. Lo primero nunca fue la palabra, sino el pretexto, el que convirtió el fin de un mundo en el fin del mundo que los mitos recrearon.

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