Orfeo y la magia del arte

Mitos del fin de un mundo

Orfeo traspasó por amor las prohibidas fronteras de Occidente

Mediante la palabra y la música fue capaz de poner en suspenso el orden establecido

Orfeo y la magia del arte
Orfeo y la magia del arte / Enrique Martínez
José Juan Yborra / Enrique Martínez

25 de julio 2024 - 04:01

Jean Cocteau inició su película Orfeo en 1950 con una voz en off expresando que el privilegio de las leyendas es no tener edad.

Orfeo es uno de los cuatro grandes mitos griegos que se desplazaron hasta el extremo occidental del Mediterráneo, hasta el territorio donde se encontraban las intraspasables fronteras del Inframundo con el decidido afán de traspasarlas. Sin embargo, sus intenciones fueron bien diferentes a los otros tres restantes. Tanto para Heracles como para Perseo, el viaje hasta los pagos de poniente fue obligado por las circunstancias y no se hizo de propia voluntad; Odiseo lo hizo de motu proprio, en busca de consejos para regresar a su Ítaca natal. Sin embargo, Orfeo se atrevió a llegar a las lindes del Océano, desafió la más severa ley dictada a los humanos y atravesó las prohibidas puertas del Hades por razones de amor.

Orfeo no es un mito simple, ni fácil, ni simple, ni maniqueo. Sus múltiples lecturas lo conforman como un personaje poliédrico, de complejas interpretaciones que se solapan y se superponen hasta conformar un personaje atrayente y rico.

Lo primero que llama la atención es su atesorado linaje musical. Su madre fue la musa Calíope, divinidad de bella voz inspiradora de la poesía épica y de la elocuencia. Con eficacia maternal le enseñó desde bien niño a recitar versos para ser cantados. De su padre, Apolo, también recibió enriquecedoras enseñanzas. Considerado el mejor de todos los músicos, transmitió a su hijo no pocas habilidades; además, le regaló un instrumento muy cercano: una lira de oro que le enseñó a tocar y que había encargado a Hermes, el cual la fabricó con el caparazón de una tortuga. Las dotes musicales del vástago destacaron hasta el punto de añadirle dos cuerdas nuevas, hasta sumar un total de nueve, un número coincidente con el de las musas, las hermanas de su madre, con quienes pasó su infancia en las laderas del monte Parnaso. Su afición por la composición lo impulsó a la creación de un instrumento novedoso: la cítara, que se relacionó también con Apolo. Su padre mortal fue el rey Eagros, monarca que lo fue de Tracia, el lugar de procedencia de la lira. La música también prendió en el hermano de Orfeo: Lino de Argos, quien, además de considerarse el inventor del ritmo y la melodía fue el maestro de cítara de Herakles, aunque la relación con el discípulo no acabó bien: tras reprender su escasa dedicación a la armonía, Lino fue asesinado por su alumno, que no parecía dispuesto a ser recriminado.

Con estos genes y con esta educación, no resulta extraño que Orfeo mostrara desde muy joven unas extraordinarias dotes musicales que se extendieron a otras facetas de la creación artística. Muy pronto se hizo famosa la capacidad envolvente de sus notas, con las que era capaz de amansar a los animales, conmover a los árboles y las rocas, detener el curso de los ríos, hacer despertar pasiones en espíritus pusilánimes, calmar a los exaltados y reconfortar a los menesterosos. Sus célebres dotes lo convirtieron en el más afamado músico de la antigüedad y su renombre alcanzó otras facetas. Su rol de experto recitador lo convirtió en reputado poeta al que se le fue añadiendo la consideración de augur, mago, profeta, astrólogo y hasta pionero del proceso civilizador, ya que se le atribuyó la transmisión de conocimientos que iban desde la medicina a la agricultura, sin menospreciar la escritura.

Orfeo y la magia del arte.
Orfeo y la magia del arte.

Su reputación como músico se forjó desde edades bien tempranas. Muy joven participó en la expedición capitaneada por Jasón en su búsqueda del Vellocino de Oro. En su currículum siempre destacó su condición de argonauta y viajó hasta la Cólquida en un desplazamiento donde sus intervenciones fueron de lo más decisivas. A pesar de su origen tracio, se unió a la expedición que partió desde Págasas. En el periplo hacia el norte, Orfeo ayudó con su música al manejo acompasado de los cincuenta remos del Argo, nave construida para la ocasión con nobles maderas de los bosques del Pelión y rematada con una proa que tenía el don del habla y de realizar profecías que advertían de los peligros del viaje. El más conocido de todos fue el episodio protagonizado por las sirenas, atractivos seres míticos femeninos que vivían en las inmediaciones de la isla de Antemoesa. Con el canto de hermosas canciones atraían a los marineros para devorarlos. Sabedor de ello, el músico a bordo se dedicó a entonar notas que superaron en fuerza y en belleza a las de las malévolas deidades y la expedición pudo burlar la tentadora melodía con la contraprogramada por Orfeo; todos, menos el marino Butes, que no pudo resistir la tentación.

Tras su regreso a Tracia, Orfeo siguió cultivando sus dotes musicales. Si era capaz de amansar las fieras y detener el cauce de los ríos, no le tuvo que costar mucho ganar el corazón de Eurídice, la joven de la que se enamoró perdidamente con la exaltación de las pasiones librescas. Ninfa de los pastos, las montañas y los valles, la muchacha despertó los deseos amorosos del experto en notas, que le compuso tan hermosas canciones que ablandaron un corazón poco habituado a tamaños deleites. Tras efectuarse el enlace, Eurídice siguió visitando los lugares amenos y campestres a los que estaba advocada hasta que una mañana se encontró con Aristeo, hijo también de Apolo, cuando le seguía el rastro a una cría de ciervo que estaba dispuesto a cazar. Enojado porque la ninfa no quiso señalarle el paradero del animal, le pidió que lo besara para rebajar su agravio. Tras recibir la negativa de la casta joven, la persiguió por el bosque. En plena carrera, Eurídice pisó una serpiente cuya picadura acabó de forma súbita con su vida. Cuando llegó la noticia a oídos de Orfeo, comenzó a lamentarse como solo él podía hacerlo. En las orillas del río Estrimón compuso tales canciones y recitó tales versos que conmovió a todas las ninfas del entorno. Sus acompasadas quejas elegíacas llegaron hasta oídos de los dioses que aconsejaron al joven que se desplazara hasta los lejanos confines del Inframundo, donde la amada debía pasar la eternidad.

Nada sabemos del viaje de Orfeo hasta el extremo occidental del orbe conocido. Nada sabemos de su navegación de cabotaje ni cómo atravesó las míticas columnas. El relato de su leyenda se centra en su llegada a las puertas del Hades, en cómo fue capaz de enternecer a Aqueronte con sus cantos para que le ayudara a cruzar la laguna Estigia sin pago ni condiciones; en cómo fue capaz de amansar a Cerbero y domar su fiereza con sus

elegíacos lamentos; en cómo fue también capaz de conmover a Hades y Perséfone para que oyeran sus plañidos. Los cantos de Orfeo paralizaron el Inframundo como nunca antes había sucedido: embriagaron a Tántalo, liberado momentáneamente del suplicio; a Sísifo, que relegó el empuje de su roca; a las Danaides, que se olvidaron de llenar sus insondables cántaros. Dejaron en suspenso a los jueces y emocionaron de tal modo a Perséfone que consintió un hecho jamás realizado hasta entonces y en absoluto efectuado después: accedió a que Orfeo recogiera a Eurídice y la devolviera al mundo de los vivos; pero impuso una condición: que en ningún momento se volviera a contemplarla hasta que no hubieran traspasado definitivamente las puertas del Tártaro. Eso realizó el amante hasta que la impaciencia por ver el rostro de la amada le hizo volver la mirada cuando las sombras del Hades aún se proyectaban en un talón de la joven, con lo que contravino el pacto y la esposa tuvo que regresar a las sombrías profundidades del reino de los muertos. El segundo fallecimiento de Eurídice sumió a Orfeo en un abatimiento mayor. Intentó regresar sin éxito al Hades y vagó por los montes de Ródope y Hemo. Rehuyó el contacto con seres humanos y rechazó el trato con mujeres, lo que motivó el desprecio de un grupo de bacantes tracias. Lo lapidaron sin piedad y descuartizaron su cuerpo. Su cabeza degollada descendió por el río Hebro hasta la isla de Lesbos, donde siguió lamentándose con tal armonía que los dioses se apiadaron de él y lo reunieron definitivamente con Eurídice en los occidentales Campos Elisios.

Orfeo y la magia del arte.
Orfeo y la magia del arte.

El viaje de Orfeo hasta el fin del mundo, el desdén con el que trató a la ley más severa y la paralización del Hades que provocó con sus melodías lo dotó de un poso de telurismo mágico acrecentado con los misterios órficos que se celebraban en su honor. Fue considerado maestro de encantamientos y autor apócrifo de casi un centenar de himnos sobre el origen del cosmos y el destino del alma después de la muerte. Llegó a convertirse para muchos en un hombre-dios con un conocimiento profundo del mundo y sus habitantes a quienes era capaz de domeñar con sus dotes.

Ha inspirado géneros musicales, como las primeras óperas de Monteverdi o la gran renovación neoclásica de Gluck; ha dictado la creación de Liszt, Haydn, Berlioz o Stravinski. En su figura se han inspirado Virgilio y Offenbach, Ovidio y Quevedo, Rilke y Fabio Mengozzi. A lo largo de la historia sigue sin perder vigencia como héroe romántico transgresor y apasionado, atrevido y enamorado. Orfeo es un creador-poietés que trasciende los límites de la existencia mortal gracias a la seducción de la música y el valor de la palabra. Sigue manteniendo vigencia en el Orpheus Descending de Tennessee Williams; en Anaïs Mitchell, que lo ubica en la Gran Depresión; en Marcel Camus, que lo sitúa en el carnaval de Río o en Jean Cocteau, donde el héroe recorre desoladas calles francesas de posguerra atraído por una seductora muerte interpretada por María Casares, todo un privilegio de las leyendas sin edad.

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