El panteón semítico: el dios El
Mitos del fin de un mundo
El panteón de las religiones semíticas posee un carácter piramidal
El era la divinidad suprema, que ejercía su poder desde los edenes orientales hasta el extremo occidental del Estrecho
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En el vasto territorio enmarcado por el golfo pérsico, los montes Zagros, los Tauro, los cercanos al Mediterráneo y el inmenso desierto arábigo, las culturas, las lenguas y los mitos circularon en el principio de los tiempos con la libertad bisoña de los momentos iniciales. Allí se tejió una densa red de leyendas e iconos en la que se prendieron creencias nuevas con mestizos atavismos y enmascarados orígenes. Tribus, ciudades, estados, dieron forma a irreales historias para explicar complejas situaciones. Para ello se apropiaron de fábulas de otras tribus, ciudades o estados hasta conformar un palimpsesto donde se superpusieron camufladas, repetidas y aumentadas en una ceremonia de desconciertos donde se pulieron aristas y se difuminaron perfiles hasta dibujar un enmarañado corpus de nombres y relaciones como forma de ordenar el caos.
Las religiones que surgieron al este del mar que acabó siendo nuestro no tuvieron en sus primeros estadios un carácter documental ni histórico, sino que se dejaron llevar por el más esencial y desprogramado primitivismo. Como sucede en los momentos iniciales, sus concepciones generales eran cotejables con el más primigenio derecho no escrito. No se recurría a leyes concretas, sino a la costumbre, a los hábitos, a los esquemas mentales que los seres humanos han heredado a través de una educación oral derivada de mímesis repetidas, consecuencias de pautas consideradas modélicas. Estas permitían que cada individuo pudiera resolver sus problemas conductuales en su existencia diaria; ahora bien, lo rudimentario de estas religiones no resulta casual ni desinteresado, ya que tras la formalización de los mitos subyace una indisimulada pretensión de sumisión, dependencia y hasta devoción de los ciudadanos de a pie, que son considerados como humildes y obedientes súbditos de un poder más divino que mítico, al que no es posible cuestionar. Por esta razón, el panteón de estas religiones orientales posee un carácter piramidal; más allá de zigurats, las creencias se articularon en estructuras politeístas con un marcado escalafón de rangos.
El ejemplo más destacado de ello es el dios El. Esta divinidad con nombre de presentador gramatical era en todo el levante mediterráneo algo más que un mito, ya que estaba considerado como el dios supremo, padre de la especie humana y de todas las criaturas. En la fusión de sincretismos e interpretaciones, se corresponde con el Anu sumerio, de valor similar. Solía representarse como un toro, símbolo de fortaleza, arraigo a la tierra, nobleza y bravura. En la mitología ugarítica estaba considerado como el supremo creador y principal motor del mundo. Considerado como una divinidad fría y distante, era deidad principal y juez supremo que dictaba los preceptos que debían regir la existencia de los seres humanos y del resto de los dioses.
La de El era una divinidad especialmente sincrética. No solo tenía relación con mitos mesopotámicos y otros del levante mediterráneo, sino que existía un marcado paralelismo entre su figura y la de Yahveh. En la mitología ugarítica es calificado como “el bondadoso”, “el compasivo” y otras calificaciones que lo aproximan al dios sobre el que se asienta la cosmogonía judaica. Abundan las referencias a su herencia cananea, como lo demuestran recurrentes citas en el Deuteronomio, mientras que en el Tanaj se considera a Yahveh como presidente en la corte de los dioses o divina asamblea, para lo que se utiliza el término Bene El, asamblea de los hijos de El o de Israel, los que lucharon con Dios.
Las palabras albergan un larvado componente de fósiles históricos que han sobrevivido a las evoluciones lingüísticas o del pensamiento. En ellas perviven en forma de consonantes restos semiocultos que ponen de manifiesto el sustrato histórico que poseen a pesar de la mutabilidad de los signos. No está de más un recorrido por algunos lexemas para comprobar hasta qué punto los significantes hacen referencia a una realidad que ha trascendido los volubles vaivenes temporales. Antropónimos como Eleazar, Elías, Elisabeth, Daniel, Ezequiel, Gabriel, Ismael, Natael, Rafael o Samuel muestran, con su obcecada rima consonante, el entronque etimológico con el monosílabo con el que se designaba al dios supremo del muy jerarquizado panteón semítico.
Hay versiones que lo sitúan en un particular olimpo o montaña sagrada en cuya base se originaba buena parte del agua dulce del mundo. Esta elevación debía de corresponderse con los montes Tauro. En las cumbres de donde brotan las fuentes del Éufrates habitaba con su compañera habitual, una diosa de marcada polionomasia. Ashera, Ishtar, Astoret o incluso Inanna era la divinidad primaria relacionada con el dios de todos los dioses quien, como era previsible, practicaba la promiscuidad no solo con su otra esposa, Anat, conocida como la amante de las deidades y símbolo de la fertilidad, al igual que Ishtar. Por esta razón, Él tuvo una abultada descendencia que constituía el segundo escalafón en el piramidal panteón semita. Según diversas fuentes, fueron 77 y hasta 88 los hijos del dios supremo y llegaron a tener atributos y dedicaciones similares a los de otros posteriores como Zeus, Poseidón, Hades o Tánatos, en lo que se plantea como una indiscutible muestra de apropiación cultual. De entre todos ellos destacaba la figura de Baal que, al principio, estaba considerado divinidad de la lluvia, el trueno y la fertilidad. La continua amenaza del desierto arábico por aquellos pagos propició el protagonismo de este mito, que llegó a equipararse a la figura de su progenitor y adquirió cada vez más importancia, hasta convertirse en la deidad protectora de la ciudad costera de Tiro. Allí, con el nombre fenicio de Melqart, se instituyó en todo un referente cultural que llegó hasta los confines occidentales del Mediterráneo: siglos más tarde, formó parte de la emigración que desde el extremo oriental del mar se dirigió hasta el occidente y acabó advocando al herakleion gaditano, en la embocadura de poniente del Estrecho de Gibraltar.
Esta no es la única referencia geográfica. Son abundantes las menciones al todopoderoso El que lo describen con una actitud rayana con la frialdad y el desapego hacia los mortales en un lugar caracterizado por la fluencia de los ríos. Detrás de ellos no solamente pueden identificarse los cursos del Tigris y el Éufrates, ejes axiales de la cultura mesopotámica, sino también los del Pisón y el Guijón, que formaban, según recoge el Génesis, el conjunto de los cuatro ríos que enmarcaban el mítico territorio del Edén. En su afán por intentar dar respuestas a los grandes interrogantes del ser humano, los mitos se suelen inspirar en realidades que se encuentran latentes en el subconsciente colectivo bajo diferentes posos y velos. La región donde confluían los cuatro ríos míticos gozaba hace unos 32.000 años de un clima cálido y lluvioso que le otorgó las cualidades de un vergel en el que las condiciones vitales eran de lo más favorables. A partir del 15.000 a. C., la aridez se adueñó de este espacio, lo que provocó una mayor dificultad en el acceso a los recursos; sin embargo, nueve mil años más tarde, el clima volvió a cambiar: regresaron las precipitaciones con una constante regularidad, lo que permitió el establecimiento de nuevas sociedades que allí se hicieron sedentarias y tuvieron en la agricultura su principal sustento. A pesar del tiempo transcurrido, los habitantes de aquellas riberas aún mantenían el rescoldo de una antigua edad dorada en la que el territorio disfrutaba de una condición paradisíaca, origen del mítico Edén situado en aquellas tierras orientales que fueron el dominio del dios El.
Ahora bien, el dios sumo del panteón semítico no solo se asociaba a estas superficies del este, ya que también se ha relacionado con las del extremo occidental de un mundo que concluía en el oeste en el estrecho de Gibraltar. Desde muy temprano, esta divinidad oriental se relacionó con el lugar donde se ponía el sol al final del mar conocido, hasta el punto de que el canal entre Abyla y Calpe fue conocido como umbral o puerta de Él. No se debe desdeñar el sentido de los topónimos. El primero con el que se documentó el paso que separa Europa de África recibió precisamente esos nombres: umbral y puerta, con los que se destacaba el carácter de confín, de límite, de hito al que se le quiso dar un carácter infranqueable. Con el dios semítico, el actual Estrecho adquirió por vez primera la condición de frontera, de paso vedado que las normas míticas se encargaron de advertir. La relación del dios oriental con este espacio occidental tiene el valor globalizador de las antítesis. Él remitía, por un lado, a una sólida implantación en los legendarios jardines edénicos del este, mientras que por otro, pasó a denominar las puertas y las cancelas del extremo occidental del mundo. De la misma forma que entre la vida y la muerte de los poetas místicos se encuentran todos los estadios de la existencia, entre los dos extremos geográficos sobre los que se asentaba el dios de los dioses se engloba la totalidad de los territorios en los que se le debía rendir la veneración oportuna en una suerte de simbólicas alfa y omega.
El no fue un ser mitológico cualquiera, sino toda una divinidad que ocupaba la cima del panteón semítico con la fuerza de la omnipotencia sobrehumana que abarcaba todo el mundo conocido, desde los edenes orientales hasta los infranqueables pasos de occidente, con los que el tiempo y el imaginario colectivo siguió asociándolos. La mitología griega lo identificó posteriormente con Crono, primero y principal de los Titanes, el cual, tras castrar a su padre Urano, llegó a gobernar el mundo durante una mítica Edad Dorada, hasta que fue vencido por su hijo Zeus y acabó desterrado al confín occidental, donde se abrían las puertas del Tártaro, pero eso es otra historia.
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