Ramón Puyol. Testimonio gráfico (1940-1943) (y II)
Instituto de Estudios Campogibraltareños
Durante estos años, una vía de escape la tuvo a través de su obra carcelaria, un testimonio gráfico de primera mano, que sirve para situarlo en la escena del drama colectivo de la primera posguerra española

Algeciras/La obra gráfica de Ramón Puyol conservada de este periodo está circunscrita a la primera cárcel madrileña y está compuesta por 200 dibujos. En ellos refleja toda la desazón, frustración, impotencia o rabia, como queramos llamarle, que le tocó vivir. Estos dibujos salieron a la luz en 2000. Los había guardado en una maleta de su estudio en la plaza de Chueca, y solo de manera fortuita se recuperaron. Su hija Stella casualmente las descubrió y consciente de su importancia se puso en contacto con la Agencia EFE. Este hecho provocó un gran revuelo en los medios artísticos y culturales, que, hasta ese momento, o eran desconocedores de este tipo de documentación, o la habían ignorado.
Con estas exposiciones se inició el reconocimiento al valor de esta documentación inédita sobre la obra de los artistas republicanos en las cárceles franquistas. Pues bien, uno de aquellos, que dejaron constancia gráfica de su paso por las cárceles de nuestra última dictadura, fue Ramón Puyol Román. Durante este tiempo, Puyol no se mantuvo ocioso. Necesitaba tener una vía de escape ante tanta alienación. Había perdido su libertad y tenía que “reeducarse” para encontrar su puesto en la Nueva España. Fue un escape necesario. Necesitaba desalinearse. Estos dibujos, apuntes o bocetos, solo fueron en un principio un ejercicio de improvisación, un “divertimento”, para sus creadores, pero con el paso del tiempo se convirtieron en algo más. Su valor testimonial es el que está cobrando cada vez más importancia. En ellos, el lenguaje utilizado es rápido, suelto, directo, sencillo, claro e íntimo. Por su inmediatez no podían ser de otra manera. Son esencialmente descriptivos. En ellos se refleja la vulnerabilidad de unas vidas golpeadas por el drama diario de la represión.
De esta situación tan anómala solo podía salir volviéndose sobre sí mismo, tal como harían muchos de los intelectuales españoles que vivieron, desgraciadamente, su misma situación. Así lo refleja: “en la cárcel, a falta de otra superficie, lo hacía [¿dibujos?] en los paquetes de tabaco”. En el caso de Puyol, lo conservado en la colección familiar se remonta a 1940 y no tiene nada que ver con su producción anterior de portadista o artista comprometido con el derrotado Frente Popular. Son apuntes de él a otros compañeros (ocho dibujos), de él mismo (un dibujo y un óleo) o de otros compañeros a él (un dibujo), en alguna de las prisiones que le tocó vivir su desgarrado calvario.
No podemos reflexionar sobre toda su obra durante este periodo, pero sí podemos seleccionar varias de ellas y comentarlas, aunque sea brevemente. En las cárceles la vida era muy dura. Vivían en un ambiente asfixiante de promiscuidad porque el espacio era reducido, no mayor de 40 metros y estaba abarrotado. Se dormía donde se podía y como se podía. Esta situación les permitió una convivencia muy estrecha, fuera en la celda o en el taller, de simpatía o rechazo, pero en ningún caso de indiferencia. En parte es lo que refleja en un dibujo Sin título, que se conserva de su paso por la cárcel de Comendadoras, fechado el 23 de mayo de 1940 y firmado. En él se ve cómo en un rincón de la celda duermen cuatro de sus compañeros, tres de ellos sentados, tal vez sobre el colchón de uno de ellos, mientras un afortunado lo hace acostado. Puede que se trate de una siesta en un agotador día de tedio. El mobiliario no puede ser más simple, el duro suelo sobre el que se pondrían las colchonetas; la escasa ropa de cama como las almohadas, sábanas y mantas y unos clavos para las pocas pertenencias personales permitidas, como toallas, cazos, la comida que se les permitía tener…
Es una secuencia casi fotográfica, pero en ella nada hay ajeno al duro discurrir del día a día en una celda. Otra cosa es lo que nos induce a pensar en otro dibujo, también Sin título, datado y fechado en la cárcel de Santa Engracia en julio de 1940. En este retrata el perfil de tres compañeros, de los que al menos uno de ellos parece amortajado, por las sinuosas líneas que hay alrededor de la cabeza. Todos los rostros aparecen serenos, como si estuvieran dormidos o si les hubiera abandonado su último aliento. Se ha concentrado exclusivamente en tres rostros para exponerlos en una composición piramidal.
Dos de ellos son perfiles y miran hacia la derecha, aunque el superior, que forma el vértice de la secuencia, está adelantado sobre el segundo. El tercero, en una posición inferior, es el único que nos permite ver su rostro al completo: tiene los ojos cerrados, pero abre su boca. De ellos los dos primeros están bastante perfilados, salvo el ligero boceto de lo que parece la mortaja del segundo, mientras el último solo está delineado, sin matices de sombreado como los dos anteriores.
Si el primer dibujo podría tildarse de anecdótico, este, por el contrario, no lo parece, ni siquiera en su concepción. La ambigüedad y el drama se palpa en él. ¿Qué diferencia separa el sueño momentáneo del definitivo? No en balde se dice del sueño que es mortecino. Probablemente su intención sea la de reflexionar sobre ello.
En uno de los rostros nos está describiendo un compañero amortajado; sin embargo, en los otros dos la distinción no está tan clara. La diferencia entre las dos situaciones es diametralmente opuesta, pero sus efectos a primera mirada son indistinguibles. La serenidad que produce la muerte y el sueño son inapreciables.
Tal vez la propia posición horizontal de los rostros nos esté dando la pista para su interpretación. Si se tratara en realidad de tres retratos de compañeros fallecidos, ha conseguido hacer un retrato de la serenidad que sigue a la muerte. Ha retratado en ellos el final del sobrevivir en aquel medio hostil, extinguido con la prematura muerte.
Él era un preso político y no uno común y eso crea diferencias, tal como se puede apreciar en el dibujo titulado precisamente Comunes, sin localización ni fecha ni firma, en el que un rudo preso se aferra desconfiado a la reja de su celda. Detrás de él hay al menos otros siete compañeros de celda, de los que solo se observa con nitidez los rostros de dos de ellos en los extremos de la composición.
En este dibujo consigue reflejar y trasmitirnos un grito de desesperación, angustia y rabia a la vez a través del personaje central, del que la viva expresión de sus ojos, la marcada sinuosidad de los pliegues de su cabeza rapada, la rotundidad de sus fuertes manos con las que se aferra a la reja y la dura expresión de su boca de la que sobresale un tímido pitillo, nos invitan a desconfiar de él, amén del impactante modelado del sombreado. El dramatismo en esta escena está expresado de manera clara y rotunda.
En estos tres dibujos hace un estudio exhaustivo de tipos y caracteres del espectro carcelario del que él forma parte, como actor y espectador privilegiado, ya que supo captar la esencia de los momentos vividos y narrarlos de forma ágil y clara, tal como ya hiciera, aunque con otro espíritu, en sus famosos dibujos de la serie La guerra civil. Treinta y dos dibujos de Puyol, de 1937.
Tanto en los dibujos de su paso por las cárceles como en los de la serie citada, domina un dibujo escultórico, de líneas rotundas y en ellos se distingue con una gran nitidez los contrastes de blancos y negros, tal como advirtiera en la serie citada el escultor palentino Victorio Macho: “Puyol parte casi siempre de un fondo fulgurante, cuya claridad viene a modelar en sombras, medias tintas, luces, [y] en volúmenes”.
En todos sus dibujos domina el trazo fuerte y contundente, formado por líneas gruesas y fuerte sombreado, con los que nos sugiere un vigoroso sentido escultórico.
Su hacer descriptivo no ha perdido su esencia, simplemente se ha trasformado. Sus motivos propagandísticos los ha sustituido por otros más concretos, más reales, en definitiva, por lo que se acerca más al espectador. Aquí la simbología de su hacer durante la guerra ha sido sustituía por la cercanía de la propia y dramática autobiografía.
Todo ello lo refleja en su Autorretrato en la cárcel, un dibujo preparatorio para una serie de seis grabados que no llegó a realizar. No está localizado, ni datado, ni firmado. En él se refleja solitario, echado sin aliento sobre el colchón de su celda, algo insólito pero significativo dado el hacinamiento habitual de las cárceles españolas durante el periodo, en el que el “boom” carcelario fue una de sus características. Tal vez con ello querría conseguir lo insólito, la soledad buscada, no la espiritual, sino la física.
De la pared cuelgan infinidad de objetos, básicamente alimentos con los que completaría la rancia ración diaria. La escena está rigurosamente dividida a lo largo de la diagonal que se desarrolla de izquierda a derecha. Mientras en el ángulo superior izquierdo aparecen los alimentos agolpados a sus clavos, en el inferior derecho es él el protagonista, lacio, desvaído, derrotado y sin fuerzas. Se le ve bien vestido, con chaqueta y pantalón, pero en contraste luce como calzado las típicas sandalias que ya aparecieron en el primer dibujo.
En el ángulo inferior derecho lo que parece un plato y un tenedor sobre una mesa nos fuerzan a introducirnos en una mirada de la escena desde un punto de vista lateral, acentuando con ello la desazón de su protagonista, al que vemos sin fuerzas, sin aliento.
En esta ocasión, los fuertes contrastes de líneas y sombreados contribuyen a destacar el dibujo, dándole la apariencia de un relieve, lo que quedaría sin duda realzado por este boceto para grabado que no llegó a realizarse.
Algo diferente parece respirarse en el óleo, que responde a una decidida intencionalidad plástica mayor que los dibujos anteriores. En esta obra, de nuevo Sin título, pero firmada, datada en Gobernación y fechada en 1940, nos remite al motivo de la soledad y el tedio.
En el primer plano, los protagonistas son la cancela abierta en el lado izquierdo, que nos deja ver la claridad que entra desde el patio, mientras en el opuesto un preso con el mono azul se apoya en la pared frontera. El fondo lo ocupa un largo pasillo al que alternativamente se abren las puertas que dan acceso al enorme patio y que se distinguen por los escasos restos de luminosidad (blanco y amarillo), en oposición al gris y azul dominantes en las paredes y el pasillo.
Él parece abstraído y enfrentado al corredor que tiene ante sí, como cualquier personaje de Caspar David Friedrich, que sitúa a sus personajes de espaldas al espectador y contemplando el paisaje. Tan simbólico como el pintor romántico alemán, se nos muestra en esta obra Puyol. Abstraído ante la infinitud del pasillo, tan largo como la condena que tiene por delante, aún le quedaban cuatro años en las cárceles franquistas, aunque siendo optimistas habría que pensar como un joven hace su servicio militar: queda un día menos.
La puerta abierta conduce al patio. ¿Qué hay allí? Compañeros en la misma situación que él. Prefiere estar solo y meditar sobre su incierto futuro.
Ha hecho la guerra con los que defendían la legitimidad constitucional, fue preso en Alicante y le pusieron en libertad, le cogieron en Madrid y comenzó un nuevo periodo carcelario, le ponen de nuevo en libertad por error y le vuelven a detener. ¡Y aún no ha tenido juicio! ¿Qué podía esperar?
Lo único bueno que le había pasado es que no estaba muerto, pero su vida no era la suya, era la que le permitían los dueños de la justicia. ¿Qué podía hacer para sobrevivirse? Eso es quizás lo que está meditando en la soledad del pasillo.
Ese no abandonarse fue lo que le permitió hacer frente al abatimiento y la desidia y le sirvió para canalizar su “redención por el trabajo”. Recordando este periodo dirá: “El artista es consecuencia de una suma de cosas heredadas en las que, en algunas [de ellas], uno mismo no tiene arte ni parte”.
Estas obras del periplo carcelario son ejercicios de espontaneidad, producto en definitiva de la rápida observación. En ellas subyace un diálogo íntimo con su yo plástico, al que no ha renunciado a pesar de la aberración mental y psicológica a la que estaba sometido. Es su modo de sobrevivirse ante esa larga angustia que tiene ante sí, día tras día. Sus imágenes “se convertirán [por tanto] no solo en auténticos documentos gráficos, sino en una expresión de combate y resistencia contra la soledad, la corrosión del tiempo, la incomunicación y el hastío, peligros que socavaban el carácter, llevaban a la desesperación y el abatimiento físico y psicológico”. El arte se convirtió para él de este modo en un grito de autorredención.
Son fruto del instante en el que regresaba a una vida de la que se le estaba privando y a la que volvía puntualmente, para evadirse de su cruda realidad. Como testimonio gráfico de su particular vía crucis, son además del reflejo de su triste cotidianeidad, un ejercicio activo de memoria documental, tal vez sin quererlo, que llevaba a cabo contando con los pobres medios que tenía a su alcance. Son, en definitiva, un documento elocuente, reflejo de la memoria carcelaria y por tanto de la crónica de aquellos días en prisión, una catarsis física y espiritual, libre, espontánea y dinámica, en la que mantenía un diálogo abierto con su libertad funcional.
Son imágenes del anonimato, el cautiverio, la vejación y la humillación. Son, en definitiva, la imagen de su sufrimiento y represión. Con ellas muestra la esencia de su “actividad creadora como un acto de compromiso político, denuncia y de dignidad humana”.
Esta narración ahonda en la memoria de los excluidos, aquellos que vivieron la epopeya de los vencidos. Estas obras pasaron por tanto de instrumento de evasión a estrategia de supervivencia creativa, de liberación personal y de rebeldía. Esa es su impactante realidad, para la que hay que arbitrar mecanismos que la pongan en valor y le permitan el acceso al arte con mayúsculas, más allá de su inmediatez anecdótica, con la que ha sido tratada hasta ahora.
Artículo publicado en el número 53 de Almoraima, revista de estudios campogibraltareños.
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