De Roca y de otras proximidades
CAMPO CHICO
Por fortuna nos quedan unos pocos patios que han sobrevivido al desorden urbanístico de Algeciras
El día que una imprenta trasladó su sede a un polígono se despegó de la socialización que da la proximidad
La Feria, por aproximaciones
La Feria, Guerrero y los Primo de Rivera
Algeciras/En los carteles de feria, como en toda la cartelería, el proceder de los administradores es básicamente el mismo. Se trata en realidad de una actividad artística a la que se recurre puntualmente, con fines propagandísticos o de difusión, y no cabe duda de su importancia social. Los refinamientos tecnológicos han permitido llegar a unos niveles de especialización impensables en los años en que la algecireña imprenta Roca se codeaba con sus más distinguidos semejantes de toda España. No hace mucho falleció, en los primeros días de diciembre de 2018, Antonio Roca Tovar, hijo y nieto de quienes le precedieron al frente de Gráficas Roca, una institución que heredó y mantiene uno de sus hijos en el polígono industrial de Palmones, en la calle Dragaminas. Hasta un par de años antes del fallecimiento de Antonio, Gráficas Roca se ocupaba de la confección de la cartelería y programas de mano de la Plaza de Toros de las Ventas. Coincidí con Antonio, por casualidad, en unas vacaciones de Navidad en el 2010, después de muchos años sin verle. Tuvimos un feliz reencuentro que los dos celebramos en esa espléndida taberna, “La Perseverancia”, que el estilista Paco Ocaña y su esposa Amalia, la más bella diosa del Carnaval que hemos visto por estos pagos, crearon en el pasaje que une la plaza de Neda con la calle Ancha. En adelante seguiríamos en contacto; nos llamábamos con frecuencia y nos veíamos con regularidad en Madrid y en Algeciras. Comimos juntos varias veces en el Mesón de Sancho, un lugar distinguido entre sus preferencias, excelente para la sobremesa.
Antonio Roca viajaba con frecuencia a la capital en su viejo Mercedes cuyo interior y maletero cargaba con los trabajos que le había hecho la empresa adjudicataria de la Monumental de la calle de Alcalá. Luego supe que una periodista algecireña, Gloria Sánchez-Grande, estaba a cargo de las actividades culturales y de la comunicación institucional del Centro de Asuntos Taurinos de la Comunidad de Madrid (CAT), puesto que abandonaría después de un lustro, en 2021, para volver a Algeciras e incorporarse enseguida a la redacción de Europa Sur. No conocía a Gloria personalmente, pero estaba más que al tanto de su excelente trabajo. Era una feliz noticia que dos algecireños, tan distantes en sus ubicaciones generacionales, coincidieran y se significaran en la sabia, exigente y rica tauromaquia madrileña. Gráficas Roca fue responsable durante un largo período del papel de Las Ventas, de los libretos informativos de las corridas y de los grandes carteles que se exhibían por todas partes. Y Gloria, que llegó al periodismo taurino sin proponérselo, suponía para el CAT una imagen periodística y de relaciones públicas de una excelente calidad.
La imprenta Roca, tal como era conocida popularmente, estaba en el número 7 de General Castaños. Se accedía a un patio por una puerta que sigue estando donde estaba conservando todo su empaque; hierro y cristal juegan a distraerse mutuamente como ocurría en muchos lugares de la Algeciras de la segunda mitad del pasado siglo. Los patios abundaban, en unos casos concentrando a vecinos que compartían algunos servicios y en otros a modo de antesala luminosa y abierta de un negocio o habitados por una sola familia de más posibles que de los que podían disponer la mayoría. Por fortuna nos quedan unos pocos patios de distintas hechuras, que han sobrevivido al desorden urbanístico que tanto ha castigado a Algeciras y que el buen gusto de unos pocos se ha empeñado en preservar o en reconstruir en la estructura de un edificio nuevo. Uno de los mejores ejemplos que conozco de este buen gusto es el patio del número 5 de la hoy calle Cristóbal Colón. No sabría decir cómo se las han arreglado los propietarios del edificio, pero lo cierto es que han mantenido la estética del que conocí bien en el mismo solar. Cuando ahí vivía la familia Morales, cuyos hijos, Juan y José, participaban conmigo y con Paco Moya, Eduardo Ramírez, Manolo y Manolín Patricio, José Antonio “Olaya” y el Quilí, en aquellas guerrillas infantiles que manteníamos los del callejón de las viudas y la calle Larga con los de la calle Carretas.
Frente al bar “Los Rosales”, a unos pocos metros a la derecha del frontal de la capilla de Europa, milagrosamente preservada; nada más asomar la década de los ochenta del pasado siglo, de la destrucción de todo lo que había a su alrededor; a un lado y a otro del Bar Moya, un café de los de toros y tertulias. Dos patios nos servirían de ejemplos de dos opciones, la que nos ofrecen los de una sola familia y la de los que son compartidos por varias, estructurados sobre dos alturas con balcones a la calle. Enfrente de Correos, en la finca que acogía al Moya, estaba la gran casa de los Benítez Santos, con su gran patio y viviendas a dos alturas, hábitat de tres o cuatro familias entre las que destacaba la de uno de los hijos del gran médico Buenaventura Morón. Sobre el edificio, un torreón se dejaba ver tanto desde el interior de la ciudad como desde el mar. En ocasiones esa tan sobresaliente construcción sobre la azotea sirvió a Manuel Benítez Santos para dar las primeras luces a algunos de sus famosos retratos, imágenes de gran realismo, sobre todo, de señoras e hijas de la alta burguesía algecireña. Manolo fue durante años el retratista de la Casa Real en su exilio de Estoril y alternaba sus estancias entre esa bella ciudad costera portuguesa y Madrid adonde tenía un estudio inmenso, en el número 14 de la calle del Olmo, una típica calle del barrio de Embajadores que sirvió de rodaje a algunas películas españolas de la época; concretamente fue escenario de interiores de Lola espejo oscuro (Merino y Sáenz de Heredia, 1966) y de Alta Tensión (Julio Buchs, 1972); esta última con el actor sanroqueño Juan Luis Galiardo entre los protagonistas. El otro patio, al que me refería como alternativa era el de la platería de Emilio Ríos, unifamiliar y asociado a uno de los negocios más populares de la Algeciras de entonces, en las que las platerías formaban parte del sector más considerado del comercio.
Había patios históricos, unas veces por haber nacido o vivido en ellos personajes populares por su belleza o, en algún caso, por ser una referencia entre las casas-tiendas que vendían productos procedentes de Gibraltar o de Marruecos. Aún existe uno de estos en la hoy tan desmadejada, calle Tarifa, enclave ciudadano dignificado por la presencia de “La Casita”, un establecimiento de mucha solera con una calidad fuera de lo común que pone color al claroscuro de una zona que debiera recuperar su protagonismo. La apertura de una oficina de Correos contribuye a esa urgente y necesaria recuperación, pero es preciso que las autoridades municipales pongan imaginación y conocimiento, y no se limiten a lavados de cara; el aspecto, qué duda cabe, es muy importante, pero la clave está en el dinamismo comercial y en la articulación de mecanismos que hagan necesaria la circulación vecinal por sus calles.
No es en esencia distinto lo que pasa en los pueblos cuyos habitantes emigran a otros lugares, que lo que causa el abandono de determinadas zonas de una ciudad. En ambos casos la habitabilidad se ve gravemente afectada por las carencias y los cambios que se producen por mor de problemas de convivencia, de salubridad o de disponibilidad de servicios indispensables. Los polígonos industriales han causado unos efectos parecidos a los producidos por las grandes superficies o por la concentración de comercios en centros situados en la periferia. Las naves industriales ofrecen unos espacios atractivos y amplios a los comerciantes, pero alejan del entramado urbano a los compradores. Bueno está que haya concentraciones industriales para la producción de bienes de gran consumo, pero malo es que para hacer unas tarjetas de visita o unas invitaciones de boda haya que disponer de un coche y desplazarse unos cuantos kilómetros. Mutatis mutandi podría decirse respecto de miles de productos asociados al pequeño consumo. El día que una imprenta trasladó su sede a un polígono se despegó de la socialización que supone la proximidad.
Trasládense conmigo, en un viaje fantástico contra el tiempo, al paseo de un sábado por la tarde en un día de invierno sin lluvia, húmedo, pero no muy frío. Vayamos desde la Plaza Alta a la calle General Castaños a través del callejón del Ritz (o del Rit), no más allá de la esquina de la Alicantina. Pasaremos delante de una bombonería, de una tienda de discos, de una pequeña librería en donde puede comprarse el periódico, de un bar de tamaño medio, de una tienda de máquinas de coser, de una mercería, de una relojería, de un estanco y de alguna cosa más. Hubo cambios, desde luego; antes había un hotel, el Ritz (que se vio abocado a llamarse de otro modo), del abuelo del gran Babi y de Susana Navarro. Véase ahora en lo que ha quedado el trayecto. Pensemos, por añadidura, en la calle Radio Algeciras, antes José Antonio, antes Eduardo Dato y antes Real, y comparemos su casi completa desertización con el dinamismo insuflado por la cantidad y variedad de sus tiendas y bares, por sus gentes y por sus patios. La soledad que imprimen los numerosos bancos que la han invadido apenas si se interrumpe por dos iniciativas de hostelería y una capilla casi sin funciones, dedicada a poco más que a albergar a la cofradía de la Columna. El monumento a la madre es lo único que interrumpe la monotonía del vacío. Ya ni siquiera acompañan en la noche las campanas de la Palma.
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