El tiempo de los olores
Sobre laberintos y tiempos
Algeciras/En esos días en que los relojes eran artilugios de mayores y los calendarios cartones con estampas piadosas, yo me guiaba por olores. Notaba el paso del tiempo porque a cada estación le acompañaba uno característico, con el que me topaba gracias a quienes colonizaban las aceras para subsistir a golpe de pesetas o duros, monedas que sólo garantizaban que esa noche hubiera cena y poco más. Esas aceras que eran más una convención que una realidad en un barrio que aún estaba haciéndose.
Si olía las castañas que Paco el gordo asaba en la plazoleta, sabía que era invierno. Tocaban botas de agua e impermeable barato, pero el invierno olía a castañas asadas. Y los días de más suerte, a moniatos asados.
Cuando se olía a poleo, era porque alguien preparaba caracoles y el tiempo del colegio tocaba a su fin.
Los higos eran el olor de la molicie, de días casi eternos de playa sin el trajín de las clases de mañana y tarde; de retornos con olor a patatas fritas de La Oriental mientras esperabas el autobús de vuelta del Rinconcillo.
El olor a pulpo asado era la Feria, cuando echaban sus entrañas a las brasas para que todos los que estuviéramos en un kilómetro a la redonda saliváramos sin remedio.
Pero el que más me gustaba era el olor a mar de los erizos.
Por eso, la primera vez que me llevaron a comerlos fue lo más parecido a un rito iniciático. No recuerdo si era una soleada mañana o se oía el cántico de los querubines, yo sólo olía el yodo y veía las cajas de cervezas puestas de pie como improvisados asientos.
A tan minimalista decoración le acompañaban una bota de vino blanco peleón y unas teleras de pan de masa dura de las de Alvarado, que se cortaban a pellizcos y pedían pringue.
Yo nunca he tenido la costumbre de crecer mucho así que los pies casi no me llegaban al suelo, y me tuve que estirar todo lo que pude no fuera a ser que me vieran indigno del momento.
Allí estábamos el Currili, un paleta que levantó él solo medio barrio y con más querencia a la bota que a los frutos del mar, mi padre y yo, amén del chaval que había ido al Faro a recoger los erizos, con una bicicleta arrumbada a su lado a la que no quitaba ojo. Su maña con las tijeras rivalizaba con nuestra ansia por engullir.
Y así, entre tragos a la bota, pellizcos a la telera y atragantás de erizos, nos ventilamos varias docenas con tan mala suerte que no caímos en que había fallecido dos días antes el Pichita, por lo visto de un aire. Era dueño de un bar a escasos metros de allí, refugio de lo más granado de la sociedad de La Bajadilla de la época. Y pariente lejano de mi padre.
El antro lo frecuentaban quienes no solían ser bien recibidos en ningún otro sitio; sin cocina ni adornos, su ajuar consistía sólo en copas para la coñá o el Machaquito, quintos de cerveza y, alguna mañana, café de pucherete por si entraba algún despistado. Los parroquianos lo eran por partida doble, puesto que la iglesia estaba a escasos cinco o seis metros.
Sus habituales se adornaron ese día con sus mejores galas, cinturones en vez de cuerdas, zapatos que habían escamondado y hasta uno apareció con corbata negra y lazo a juego en una camisa con costurones pero limpia.
La campana había estado repicando con tristeza, pero entre erizos y vino nosotros estábamos engollipaos también de espíritu, y ni nos dimos cuenta del silencio que todo lo apagó. Mientras, por la calle abajo venían con el féretro a cuestas, en sorprendente y devota actitud, los fieles del Pichita.
Tras el féretro venían otros que, con el ansia a flor de piel, traían encendidos varios cigarros de grifa que fumaban a pulmón libre. Lo inundaban todo con el sahumerio y aquello parecía más el interior de una catedral que una calle que apenas mereciera ese nombre.
Y, como de la nada, apareció un señor del que luego supe que le decían el Angoli, calé de pura cepa, que se arrancó con unas seguiriyas para despedir a su amigo que hicieron que el tiempo se detuviera. El cantaor, ya estragado por el mal que arrasó a tantos en esa época en barrios humildes, llegó, cantó, dejó a todos en silencio y se fue sin decir ni una palabra, mientras nosotros admirábamos cómo se alejaba cimbreándose al compás Cañá arriba.
Al fin, dejamos nuestros aparejos y nos incorporamos discretamente al cortejo, que se saltó la entrada a la iglesia ante la mirada de estupor de un cura más dado a lo ceremonioso que a lo humano. Cuando los dolientes se escoraron hacia la derecha, el rostro del párroco mudó a rojo y salió disparado hacia la puerta de los grandes fastos, que allí consistían en alguna boda con propina jugosa y poco más.
Se plantó en jarras y anunció que no era posible la entrada por ahí, que iba contra las normas de la iglesia.
Ante la negativa, el más silencioso de los dolientes se le acercó. Pasó lentamente la colilla casi apagada de una comisura de los labios a la otra, la acabó tirando al suelo y muy despacio la aplastó hasta que no quedó de ella ni el recuerdo. Luego lo miró fijamente y le espetó "serán las normas de su iglesia, pero ésta es mi ley. Y él, que era más creyente que tós nosotros juntos, lo que no pudo hacer en vida lo va a hacer muerto; y va a entrar por esta puerta". Jamás volvió a hilar tantas palabras juntas ni con tanta intensidad.
Yo, desde ese día, cada vez que veo erizos me parece oír la música de Ennio Morricone.
Del párroco poco más se supo más allá de que a los pocos días colgó los hábitos y se fue a su tierra natal por la pérdida súbita de una fe que, como la humanidad, nunca atesoró.
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