Tolstoi, Asterix y Antonio, el de las novelas
Sobre laberintos y tiempos
Algeciras/A principios de los 70 a pocas cosas me podía dedicar en mi barrio para matar el tiempo de forma digna. Había descubierto que la lectura me ofrecía esos mundos que no encontraba en unas calles en que ya se comenzaba a bucear en sustancias que prometían evadirte, con otros matices, del mismo mundo del que yo huía.
En mi casa siempre hubo libros, muchos para lo normal en el entorno. Me sorprendía cuando entraba en casa de alguien y no encontraba ninguno; creía que venían con el mueble del salón, junto a la muñeca legionaria y el plato con el "Recuerdo de Albacete".
Y cuando iba a Ceuta, me topaba con los libros de la Biblioteca Básica de Salvat que mi abuelo compraba en el kiosko que había junto a la vieja Plaza de Abastos. Así que desde los ocho años me inicié en Unamuno, Chéjov, Twain y tantos otros. Y es que si a esa edad la Bajadilla era aburrida (por contextualizar, la tele emitía sólo algunas horas al día, y sólo una cadena...hasta la radio enmudecía a medianoche. ¡Y al menos nosotros teníamos tele!) no os quiero contar cómo lo era Ceuta.
Así que cuando mi madre decidió sacarse el carnet de conducir (previo permiso por escrito de mi padre, ¡tiempos de libertad!) y fue de las primeras mujeres en La Bajadilla que lo hizo, yo descubrí un nuevo mundo del que no tenía ni idea hasta entonces. De camino a la Autoescuela me dejaba en la Biblioteca Municipal, donde la primera vez que entré no podía creer lo que veían mis ojos. Estanterías y más estanterías llenas de promesas, de sueños, de aventuras...todo al alcance de mi mano. Asterix, Iznogud, Tintin y Lucky Luke se convirtieron en mis compañeros fieles. Hasta ese momento conocía solo TBO, DDT, Pulgarcito o, en otra línea, El Jabato o el Capitán Trueno, lo cual no estaba ni mucho menos mal, pero era distinto. Era otro mundo de perfección absoluta.
Pero, como todo viaje iniciático iba acompañado de un lado oscuro. Conforme los leía, empecé a imaginar un plan para robar los que más me gustaban y me fijé en que nunca cerraban del todo el ventanuco del baño, amén de que daba a una especie de galería semioculta poco frecuentada en una urbanización aburrida.
Además, la cerradura de la sala de lectura era mala, de las que despachábamos en la droguería, por lo que me di a la tarea de abrir las que teníamos a la venta con la sola ayuda de un pequeño destornillador. El caso es que a la semana o así ya las manipulaba con la pericia de cualquier ladrón de guante blanco. Mientras tanto, mi plan crecía en mi interior y cada vez que iba a leer, imaginaba que los encargados de la sala penetraban en mi mente y me vigilaban porque habían intuido mis aviesas intenciones.
En ese proceso de degradación, a los pocos días de tener ideado el robo perfecto asomé por allí y vi a dos lecheras con unos grises metidos, porras en mano, en ese laberinto que yo entendía seguro. Pensé que estaban escudriñándolo por mí y que de alguna forma se habían anticipado a mis planes. Mientras no podía dejar de sudar y caminar para no levantar más sospechas, vi cómo sacaban a un raterillo que había robado unas enaguas tendidas al sol y un bizcocho puesto a enfriar en el alféizar de una ventana baja.
Se me quitaron las ganas para siempre. O casi.
Aproximadamente por esa misma época mi padre me llevó a lo que fue para mi mente infantil, o casi, un lugar de descubrimiento. Igual que se hacían las croquetas con las sobras del puchero, en mi barrio se reciclaban novelas y tebeos en cualquier casa, en cualquier escalón. Pero lo de Antonio, el de las novelas, era filosofía vital. Él era el canon donde todos se miraban.
La primera vez que entré en su local, sólo un mostrador invadido de cosas y estanterías combadas por más cosas, casi me desmayo ante tanto color, viñetas y libros desperdigados que inundaban cada rincón de un espacio minúsculo pero que contenía todo un universo.
Miles de ejemplares de Marvel, Mortadelo y Filemón, Astérix, Círculo de lectores, el Reader´s Digest, libros con hermosa encuadernación y papel de biblia...el paraíso hecho óxido de celulosa.
Y tras esa primera vez, el paseo semanal a que mi padre cambiara novelitas de Keith Luger o Silver Kane (todos españoles con seudónimo, también por los tiempos de libertad) se convirtió para mí en el momento más anhelado de la semana. Allí podía hojear lo que me viniera en gana mientras mi padre y Antonio, que eran amigos, discutían de cualquier cosa. De vez en cuando, Antonio echaba mano a un cajón escondido y sacaba alguna revista envuelta en una bolsa que le daba a mi padre con el mayor de los disimulos.
Mi padre, conforme llegábamos a la Droguería, las escondía en lugares perdidos en las estanterías del almacén, que yo me conocía de memoria y que me permitieron asomarme a la sordidez de unas imágenes que ni imaginaba que existieran.
Por eso, cuando algo después fui a recoger el periódico a una papelería cercana no pude evitar fijarme en una revista de cubierta aséptica y medio escondida con un sugerente título: "Juegos de cama". Me atraía la idea de disfrutar de lo que mis hormonas me pedían a gritos pero comprarla no era un opción por la poca fe en el sigilo profesional del kioskero, así que, en un descuido la introduje entre las páginas del periódico y salí del local.
Cuando, horas después, reuní el valor suficiente para abrir esa promesa de lujuria, no podía creer lo que me encontré: estaba lleno de dibujos y patrones de sábanas, almohadas y colchas, todas de una exquisita factura. El título no podía ser más adecuado, sin duda alguna.
Y así, entre un robo frustrado y otro fallido acabó casi sin empezar mi iniciación en la delincuencia, oculta hasta ahora en mi memoria para no añadir a esos pecados el ridículo más espantoso.
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