Los vikingos y el Estrecho

Mitos del fin de un mundo

Los vikingos han sido arquetipo histórico de crueldad y barbarie

Tras sus glosados saqueos, sus expediciones a través del Estrecho supusieron un viaje hacia el Mediterráneo en sentido inverso al habitual, pero con una recurrente búsqueda de los orígenes

Los vikingos y el Estrecho
Los vikingos y el Estrecho / Enrique Martínez
José Juan Yborra / Enrique Martínez

19 de septiembre 2024 - 03:16

A lo largo de la Edad Media se fue forjando la leyenda de un pueblo que resumió en el subconsciente europeo el concepto de alteridad como pocos. Para los habitantes de las costas atlánticas y el occidente mediterráneo, los vikingos se convirtieron en paradigma del otro, de un pueblo diferente y extraño, extranjero pero próximo; un pueblo que desde apartados y norteños destinos amenazó las fronteras de diferentes culturas que forjaron en ellos el mito del más amenazador de los invasores. Junto con los sarracenos, turcos, infieles y berberiscos, formaron parte de todo un catálogo de pavorosos enemigos que pusieron en peligro vidas que tenían poco de apacibles; se convirtieron igualmente en motivo de inquietud para sarracenos, turcos, infieles y berberiscos, que contribuyeron a la vez a pergeñar una imagen de inquietante diferencia y legendaria barbarie que los ha acompañado durante siglos.

La etimología de la palabra se ha dejado llevar por estas mismas interpretaciones. En noruego, vikingo significa “pirata” y en buena parte del subconsciente colectivo occidental se asocia a un pueblo que con amenazadores cascos cornudos asolaron las costas occidentales y saquearon sus ciudades ayudados por unas embarcaciones imponentes y ágiles, además de por un carácter de lo más aguerrido, que motivó que escritores como el viajero árabe Ibn Fadlan opinara sobre ellos que eran los seres más despreciables y horribles que jamás se hayan visto, ya que practicaban costumbres de lo más alejadas de las refinadas abasíes.

El mito tuvo apoyatura histórica y se forjó a finales del siglo VIII, a partir del ataque nórdico al monasterio británico de Lindisfarne. El miedo a ellos se mantuvo hasta entrado el siglo XI y acabó con la muerte del rey Harald Hardrathi en la batalla de Stamford Bridge.

Los vikingos eran originarios de la actual Escandinavia y habitaban los confines boreales del mundo conocido. Sus costas favorecieron el desarrollo de una cultura para la que la navegación se convirtió en algo más que instrumento de mera subsistencia. La dureza del clima y la pobreza de sus cosechas los obligaron a hacerse a la mar en busca de horizontes más prometedores, razón por la que destacaron en el oficio de construir embarcaciones. Destacaron los longships, unos barcos de guerra con proa en forma de dragón con un solo mástil central abatible y una vela cuadrada de gran tamaño. Solían llevar una treintena de remeros. La ausencia de quilla y bajo calado permitían gran maniobrabilidad. Atracaban en zonas de escasa profundidad y ascendían con facilidad los ríos. En ocasiones, la tripulación cargaba con el casco para sortear algún obstáculo, lo que multiplicaba su movilidad y permitía la penetración a territorios del interior a través de los cauces.

Los vikingos consideraban que la tierra era plana. Movidos por la necesidad, la falta de recursos, su espíritu explorador, los afanes aventureros y el ansia de conocimientos, sintieron la necesidad de conocer nuevas tierras e iniciar rutas en busca de lejanas metas. En la Ynglinga Saga, un conjunto de narraciones escandinavas en prosa, se especifica que el orbe del mundo habitado estaba ribeteado por numerosos fiordos de manera que los grandes mares penetraban en la tierra desde un Océano Exterior que todo lo rodeaba. Entre todos los entrantes destacaba uno: el Njorvasun, o estrecho de Gibraltar, que, de seguirlo hasta el fondo, se llegaba a míticos territorios orientales, donde se ubicaban atrayentes ciudades como Jerusalén.

La idea de oriente como espacio originario se asentaba en los cimientos de la teogonía vikinga. En sus concepciones míticas, el imaginario nórdico consideraba que el universo estaba conformado por cuatro razas de pobladores en continuo conflicto: los seres humanos, los solícitos enanos, los dioses y los antagonistas de todos: los gigantes. Para este pueblo de marinos acostumbrados a navegar entre gélidos fiordos y círculos polares, la morada de los dioses se ubicaba en un territorio cálido y lejano; tan cálido y tan lejano que se consideraba su antítesis geográfica, las antípodas de unas tierras inhóspitas y frías. Asgard era la morada de los Aesir, el lugar donde habitaban los principales dioses del panteón nórdico y como tal era un locus amoenus: un espacio amable y cálido, fértil y ubérrimo; una tierra fecunda como ninguna otra, bendecida con gran abundancia de bienes. Hay quien piensa que la mítica Asgard se ubicaba en el mismo emplazamiento que Troya, la ciudad que cerraba por oriente el Mediterráneo, el brazo de mar que se iniciaba en el Njorvasun, un estrecho de Gibraltar también con lecturas míticas para las teogonías del Norte.

Los vikingos y el Estrecho
Los vikingos y el Estrecho / Enrique Martínez

En la oriental Asgard habitaba Odin, divinidad principal de la mitología escandinava, dios de la sabiduría, de la guerra, de la muerte y de la magia, de las trampas, de los engaños y -quizás por ello- también de los poetas. Allí, circunvalado por una muralla inacabada, mandó construir un hiperbólico palacio con quinientas cuarenta puertas de anchura desmedida, ya que por cada una podían pasar hasta ochocientos guerreros en formación. Allí se ubicaba su regio trono desde donde podía observar lo que sucedía en cada uno de los nueve mundos que personalmente controlaba. Allí se alzaba el Valhalla, un fastuoso salón envuelto en oro, repleto de lanzas y escudos dorados que recubrían paredes y techo. Allí, hasta donde las Valquirias llevaban las almas de los héroes muertos en combate; allí, de donde solía partir camuflado con un sombrero viejo, un abrigo oscuro y la vara de un bastón un Odín bien diferente, en su papel de dios de los viajes, que favorecía a todos los que se desplazaban por los caminos del mundo.

En la oriental Asgard, que algunos relacionaron con Troya, nació Tror, hijo de Troan y nieto de Príamo, que otros asocian con Thor, un joven criado en la Tracia que a los doce años era más blanco que el marfil, tenía el cabello más claro que el oro y podía levantar hasta diez pieles de oso a la vez. Con los años, se convirtió en dios del trueno y de la fuerza. Hijo de Odin y Joro, poseía un papel guerrero y un rol de protector. Con su martillo de guerra nunca fallaba en el blanco y con su carro tirado por machos cabríos viajó por el mundo como divinidad protectora de un pueblo acostumbrado a los desplazamientos.

Tras la derrota del heredero legítimo Godfred a manos del aspirante Harald Klak, que tenía el apoyo de los francos y del imperio Carolingio, los daneses se convirtieron a la fuerza en vikingos e iniciaron una serie de expediciones hacia el sur y, a través de toda la costa atlántica europea, llegaron hasta las más occidentales de Al-Andalus, donde testimonios como los de Ibn Idhari o el mismísimo Abderramán II se encargaron de magnificar sus saqueos, con lo que se potenció la imagen de un pueblo que acabó convertido en una amenaza para las ciudades de la península ibérica.

En la primera expedición de 844, las crónicas musulmanas se refirieron al asalto a Lisboa y al posterior de Cádiz. Los efectivos vikingos se adentraron hasta Medina Sidonia, por un lado, y a través del Guadalquivir llegaron hasta Sevilla, Córdoba y poblaciones más al interior como Constantina o Morón. En la antigua Hispalis profanaron la mezquita que se alzaba donde lo hace el Salvador y no fueron expulsados hasta que Abderramán II batalló contra ellos en los llanos de Tablada con el apoyo de un numeroso ejército.

Los vikingos y el Estrecho
Los vikingos y el Estrecho / Enrique Martínez

En 859, las naves vikingas atravesaron el estrecho de Gibraltar y desembarcaron frente a Algeciras, protagonizando uno de sus más conocidos episodios de saqueo. Una escuadra formada por 62 barcos de guerra al mando de los caudillos Hasting Alsting y Björn Ragnarsson cercaron la ciudad e iniciaron su sitio. Después de tres días de combate, las tropas nórdicas traspasaron sus defensas y asaltaron las viviendas de sus habitantes más adinerados. Incendiaron la mezquita principal de ocho naves que se alzaba en los altos del actual barrio de San Isidro, al igual que la de las Banderas, que se levantaba junto al Ojo del Muelle. Tras recibir refuerzos de Medina, Balsana y Jerez, las tropas musulmanas repelieron el asalto vikingo, tras el que Muhammad I ordenó la mejora de las defensas de la ciudad. Tras dejar Algeciras, el ejército vikingo no debió de quedar muy maltrecho, ya que continuó su viaje hacia el Mediterráneo y asaltó Orihuela, las Islas Baleares y desde su base invernal en la Camarga, las ciudades de Nimes y Arles. Llegaron a remontar el Ebro y asaltar Pamplona, donde capturaron al rey García Íñiguez.

Estas incursiones se mantuvieron a lo largo del siglo X, cuando obtuvieron la victoria de Alcacer do Sal y sitiaron Santiago de Compostela. A principios del XII, ya cristianizados, el monarca noruego Sirgurd I Magnusson, emprendió toda una cruzada hasta Jerusalén. En 1108 zarpó de Bergen con sesenta barcos y un ejército de seis mil guerreros que arribó en la primavera de 1110 al estrecho de Gibraltar. Tras combatir contra musulmanes en las Baleares, llegaron a Tierra Santa en el otoño y conquistaron Sidón antes de hacer una larga escala en Constantinopla, desde donde regresaron por el interior a Noruega.

Bergen, Normandía, Santiago, Lisboa, Cádiz, Algeciras, Ibiza, Sicilia, Tiro, Jerusalén, Constantinopla… Las expediciones vikingas tuvieron en el estrecho de Gibraltar un hito capital en su viaje mítico e histórico hacia el extremo oriental de un Mediterráneo que fue para ellos objetivo y meta. Las tradicionales travesías hacia el oeste fueron reconvertidas en viajes hacia el este donde todo valía con tal de llegar a unos orígenes que estaban en las cálidas tierras donde el sol nacía; viajes de ida y vuelta donde se trastocaron el punto de partida y el de arribada, pero donde ha seguido presente la constante necesidad de volver.

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