Los franceses en la Almoraima y el reparto de tierras en 1810
Historia del Campo de Gibraltar
El tránsito entre la Edad Moderna, y el llamado Antiguo Régimen, y la Edad Contemporánea coincidió con la invasión francesa
Sin embargo, en la Villa fueron escasos los avances logrados por las políticas reformistas
Castellar/El momento cronológico que marca el paso de la Edad Moderna a la Contemporánea en Castellar de la Frontera es difícil de determinar. Aunque, teóricamente, ese paso se dio alrededor del año 1810, cuando las Cortes de Cádiz comenzaron a promulgar leyes sobre la abolición de los señoríos jurisdiccionales y en Castellar el Señor se vio desposeído, por ley, de la potestad de elegir los cargos municipales y los llamados Gobernadores que los condes utilizaban para controlar la vida de los vecinos en todos sus aspectos, tanto económicos, como ideológicos (manteniéndolos en el analfabetismo), morales y religiosos (multando a los que no asistieran a misa los domingos y fiestas de guardar), en la práctica, la población castellarense, sometida a una situación de absoluta dependencia económica y de falta de libertades durante siglos, continuaría lastrando la existencia llena de abusos y carencias que caracterizó al viejo régimen señorial sin poder gozar de las leyes y beneficios que, en la mayor parte de la Nación, estaba propiciando el Nuevo Régimen liberal, hasta mediados del siglo XIX e, incluso, en algunos aspectos, hasta bien entrado el siglo XX.
Sin tierras ni viviendas propias, ni escuelas, ni médico y trabajando para los duques de Medinaceli, herederos de los antiguos Condes, bajo la autoridad y la vigilancia de los Gobernadores nombrados por los nuevos señores, a pesar de la consolidación en España del régimen liberal, los habitantes de Castellar vivieron durante la centuria decimonónica como lo habían estado haciendo en los tres siglos anteriores.
No cabe duda de que el tránsito entre la Edad Moderna, y el llamado Antiguo Régimen, y la Edad Contemporánea en Castellar, y en toda España, coincidió con la invasión francesa y el establecimiento de las Cortes de Cádiz que abrió las puertas a la entrada del liberalismo y a la caída del régimen absolutista. A pesar de los esfuerzos de los reyes y ministros ilustrados que ocuparon sus cargos en la segunda mitad del siglo XVIII por modernizar el caduco sistema de elección de los miembros de los concejos y de otorgar alguna autonomía a los mismos, en Castellar de la Frontera escasos fueron los avances logrados por las políticas reformistas.
Los señores de la villa continuaron haciendo uso de sus facultades jurisdiccionales eligiendo los cargos municipales entre los vecinos que le mostraban mayor fidelidad. Así ocurrió en el año 1800, cuando la condesa, doña Joaquina de Benavides, nombró como alcaldes ordinarios a Alonso Zarco y a Juan Camacho y como regidores a Pedro Polonio y a José de Salas. Los restantes oficios del Cabildo: alguacil mayor, síndico personero, depositario del Pósito, depositario de los Bienes de Propios, de Bulas y del papel sellado, recayeron en Juan Granados, Francisco Herrera, Agustín Espinosa, Juan Avilés, Andrés García y Alonso de Mena, que en la mayor parte de los casos repetían una y otra vez en los cargos citados, según la documentación conservada en el Archivo Municipal de Castellar de los años finales del siglo XVIII y primeros del XIX.
Sin embargo, a partir de 1810 se observan algunos cambios en el sistema de nombramientos de los miembros del Concejo castellarense. Es probable que la Junta Central que administraba el Reino en ausencia del monarca emitiera algunas órdenes, inspiradas por elementos liberales, en el sentido de intentar democratizar la vida municipal y que el señor de Castellar, preocupado por el desarrollo de la guerra y las repercusiones que el nuevo régimen pudiera tener sobre los viejos derechos señoriales, hiciera, por el momento, alguna dejación de sus potestades. En el período comprendido entre 1814 y 1820 –años que, con la entronización de Fernando VII, se vuelve a imponer el absolutismo– los cargos municipales de Castellar requerían, para su ratificación, el visto bueno de la Real Audiencia de Sevilla. La lista de personas propuestas por los vecinos más destacados para desempeñar los distintos oficios era enviada a las autoridades regionales que elegían a aquellos que habían dado muestras de su lealtad al Señor Conde y su desapego a las ideas constitucionales.
Pero antes, a mediados del año 1810, en plena Guerra de la Independencia, Jimena estaba ocupada por las tropas francesas mandadas por Rignaux y una división enemiga acampó frente a Gibraltar para impedir que los ingleses, aliados en esta ocasión de España, pudieran enviar tropas y armas en ayuda del ejército de Andalucía y de los guerrilleros que operaban en las sierras de Castellar, Jimena y Gaucín. Cientos de hombres y mujeres de la comarca habían buscado refugio en la Roca y otros, más arriesgados, se encontraban en la serranía organizando las guerrillas que hostilizarían a las tropas francesas en todas las comarcas, puertos de montaña y caminos del sur.
Los franceses, aunque estuvieron en las cercanías, en esos meses, de Castellar, no se atrevieron, no pudieron o no quisieron, ocupar la fortaleza que debía estar muy desguarnecida, aunque ellos la debieron considerar un bastión inexpugnable o de escaso interés estratégico. Por ese motivo, según consta en los Libros de Actas Capitulares, tras sus centenarias murallas se fueron reuniendo soldados del general Ballesteros y campesinos de los entornos que cambiaron la azada por la pica o el retaco para defender la villa de un probable ataque del ejército invasor que no llegó a producirse.
El 20 de agosto de 1810 se recibió en el Ayuntamiento de Castellar una orden, remitida por el comandante General del Campo de Gibraltar, don Javier Abadiu, en la que se exponían las razones por las que debía procederse al reparto de las tierras concejiles baldías entre los vecinos jornaleros que carecían de ellas en cumplimiento de la normativa emanada de las Cortes reunidas en Cádiz. El Cabildo de la villa, que había sido elegido según las nuevas disposiciones aprobadas por las Cortes, se reunió el día 26 para ordenar la realización de un censo de jornaleros sin tierra y proceder al reparto mandado por la autoridad. El día 29 se había llevado a cabo el censo que dio como resultado la existencia en el pueblo de 9 yunteros y 2 jornaleros de estado solteros; 39 jornaleros de estado casados y 7 jornaleros viudos.
En la misma sesión se hizo una relación de las tierras a repartir, en total cuarenta y siete parcelas que sumaban 226 fanegas y que se encontraban situadas a cuatro leguas de la villa. El informe redactado por el Ayuntamiento fue enviado a la Comandancia General del Campo de Gibraltar, en Algeciras, que, casi a vuelta de correo, remitió al concejo municipal una carta en la que le comunicaba las condiciones definitivas que debían reunir tanto los agraciados, como las parcelas que se habían de repartir. Las tierras sorteadas estarían divididas en lotes de ocho fanegas de labor y los beneficiados con cada lote se verían exentos de pagar el canon por las tierras recibidas durante diez años. Se estipulaba que las adjudicaciones serían para el beneficiado y a la muerte de éste para sus herederos, no pudiendo arrendar las tierras recibidas ni tenerlas en aparcería hasta pasados quince años.
Finalmente se decidió sortear 196 fanegas divididas en treinta y siete lotes de ocho fanegas cada uno, operación que se realizó el 12 de octubre de 1810 con la intervención de dos niños menores de diez años que, por el procedimiento de “insaculación”, fueron sacando los nombres de los beneficiados y las distintas suertes de tierra que les habían correspondido. Sin embargo, no sabemos si este reparto de tierras se consolidó en los años siguientes o fue anulado con el retorno del régimen absolutista en 1814. Aunque sí consta en los Libros de Actas Capitulares una Real Provisión de Fernando VII por la cual se ordenaba la vuelta a la situación de 1808, derogándose todo lo acordado por los liberales en las Cortes de Cádiz.
Pero, al margen de las incipientes reformas que comenzaban a darse en la rígida sociedad castellarense, controlada desde Sevilla o Madrid por los Señores que seguían siendo dueños de la vida y hacienda de los vecinos, la guerra también hizo acto de presencia en el término. En los primeros días de octubre del año 1811, un destacamento del ejército francés ascendió por el valle del Guadarranque hasta llegar al Convento de la Almoraima. Los frailes mercedarios, avisados por unos arrieros de la cercanía del enemigo, abandonaron el monasterio y se refugiaron en el castillo.
Las tropas napoleónicas entraron en el Convento, cometieron algunos desmanes y robaron varias obras de arte que se hallaban en la iglesia, entre ellas el óleo que ocupaba el ático del retablo mayor, antes de retornar a su campamento en San Roque. El Cabildo de Castellar dejó constancia del suceso en un acuerdo tomado el día 8 de octubre de aquel año, en el que se ordenaba el traslado de la imagen del Santo Cristo de la Almoraima a la iglesia de la villa mientras estuvieran cerca los franceses, “por no haber sido aún ofendido el cuerpo del Santo Cristo por los enemigos y estando el convento desamparado y sin religiosos y que se espera vuelvan cuando se les antoje y lo acaben de destrozar”.
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