Análisis
Santiago Carbó
Algunas reflexiones sobre las graves consecuencias de la DANA
UNA de las acepciones de “concierto” es, según el diccionario, la de convenio o acuerdo, es decir, algo tan amplio que difícilmente se puede negar que lo acordado entre ERC y PSC-PSOE para la investidura de Illa sea un concierto fiscal. También lo son los acuerdos con los archipiélagos y con Soria, Cuenca y Teruel, a los que se refería la ministra de Hacienda, aunque la comparación entre sus implicaciones fiscales y las que se derivarían de la singularidad reconocida por el Gobierno a Cataluña resulte de lo más extravagante. Especialmente en el caso de las tres últimas, que se limitan a una serie de compensaciones por la despoblación que padecen. También podría admitirse como concierto fiscal el establecimiento de incentivos fiscales a la inversión o al empleo en los territorios más atrasados o con mayores niveles de paro.
La fiscalidad es un potente mecanismo de generación de ventajas competitivas, por tanto susceptible de ser utilizada con fines de corrección de las desigualdades territoriales. Los incentivos fiscales en territorios afectados por despoblación, desempleo o atraso económico es, de hecho, un recurso característico de la política regional, aunque en desuso en nuestro país desde hace bastante tiempo. De hecho, el recurso al concierto fiscal en el caso de España responde con frecuencia a criterios espurios (compensaciones para la formación de mayorías parlamentarias), cuando no perversos, en la medida en que terminan por generar ventajas competitivas en las regiones más desarrolladas.
La negativa del Gobierno a llamar concierto fiscal al pacto suscrito con ERC se debe a su resistencia a admitir el despropósito de estar ante un nuevo caso de privilegios fiscales a una de las regiones más prósperas, del que se espera una distorsión todavía mayor en los ya complicados mapas de la competitividad territorial y la desigualdad. Si el pacto fiscal con Cataluña prospera se estará reproduciendo una situación similar a la existente en País Vasco y Navarra, donde las diputaciones vascas y la Hacienda Foral navarra recaudan la totalidad de los impuestos que pagan sus ciudadanos. De esa recaudación solo una pequeña parte (el cupo vasco y la aportación navarra) se transfiere a la Hacienda central en concepto de compensación por los servicios que el Estado presta a la totalidad de los españoles (por ejemplo, las embajadas) y a los residentes en esas comunidades en particular.
En el resto de España funciona al revés. La Agencia Tributaria estatal recauda y posteriormente distribuye fondos entre las autonomías, según establezca el sistema de financiación vigente. En este sistema están recogidos criterios de justicia redistributiva, equidad y solidaridad cuyo objetivo es el de alcanzar un nivel similar de prestación de servicios públicos fundamentales a todos los ciudadanos, con independencia del territorio en el que residan. En este mecanismo no participan País Vasco y Navarra y se desconoce el detalle de lo pactado al respecto en el caso de Cataluña. El sistema no deja de ser inconsistente por el hecho de estar reconocido en la Constitución respecto de los primeros, pero sobre todo se ha hecho cada vez más mezquino con el paso del tiempo. Como explica FEDEA, el cupo vasco se estableció en 1982 en el 6,24% porque era el peso relativo de su economía y el navarro en el 1,6% y todavía se mantienen los mismos porcentajes, pese a que el peso de sus economías se ha incrementado considerablemente a lo largo de las cuatro décadas transcurridas.
Esta es también la opinión de Diego Martínez, autor del informe que acaba de presentar el Observatorio Económico de Andalucía (OEA) sobre el acuerdo de investidura en Cataluña y una de las opiniones más cualificadas sobre financiación autonómica.
Entre los matices críticos en los que Martínez ha puesto especial énfasis en ocasiones anteriores está que de la valoración del cupo vasco y la aportación navarra (1.740 y 765 millones de euros, respectivamente, en 2023) se excluya toda contribución a la financiación de la deuda pública del Estado y al déficit de la seguridad social, una prebenda financiera relevante para ambas comunidades, especialmente en los últimos años por el desajuste incontrolado de ambas magnitudes.
El informe del OEA expone las deficiencias del modelo de financiación todavía vigente y reparte las críticas entre el contexto institucional (la inoperancia del Consejo de Política Fiscal y Financiera) y el político, por la contaminación de los fundamentos del modelo (bilateralidad, fragmentación de la Agencia Tributaria, condicionalidad de la investidura de Illa, etc.). También hay un posicionamiento abiertamente crítico frente a la competencia fiscal entre autonomías y a la Junta de Andalucía por la incongruencia entre la bajada de impuestos que practica y su lamentación permanente de infrafinanciación. Ambas críticas carecen, en mi opinión, de la consistencia observable en las anteriores. En primer lugar, porque la competencia fiscal entre comunidades existe y la pasividad de la Junta de Andalucía al respecto equivaldría a aceptar una erosión permanente de la competitividad de su economía. Tampoco está nada claro que de la competencia fiscal entre territorios, si está debidamente regulada, resulte necesariamente la perversión del sistema que parece sentenciar el documento del Observatorio.
Lamentablemente Andalucía carece de argumentos competitivos poderosos en casi todo aquello que afecta a la productividad, es decir, en materia de capital humano y tecnológico, en capacidad innovadora, en calidad institucional y en equipamiento e infraestructuras. Para una comunidad como la andaluza no existen demasiadas vías hacia la competitividad alternativas a la fiscal, sobre todo cuando el país carece de una política regional decididamente comprometida con la corrección de los desequilibrios regionales. Por otra parte, la denuncia por incongruencia fiscal de la Junta de Andalucía ignora un hecho relevante: el compromiso de eliminación de burocracia. Si efectivamente se plantea en términos de eficiencia de gestión, es decir, como reducción del coste de la administración pública autonómica, sin perjuicio sobre los servicios públicos al ciudadano, la coherencia de la vía fiscal hacia la competitividad resulta notablemente reforzada.
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