De nuevo, las aguas de Gibraltar
Tribuna de opinión
Todas las controversias en torno a Gibraltar están impregnadas de un fuerte sesgo emocional que difumina los enfoques, contamina las situaciones, distorsiona los perspectivas y dificulta la búsqueda de soluciones razonables
Tribuna:Niebla sobre Gibraltar
Hemos visto estos últimos días del tórrido agosto de 2023 una repetición de incidentes en torno a las aguas que rodean Gibraltar que vuelven a situar en el centro del debate la naturaleza jurídica de los espacios marítimos de la Bahía de Algeciras/Gibraltar y su falta de una delimitación consensuada entre los estados que comparten este territorio singular del sur de Europa. Lo cierto es que todas las problemáticas y controversias en torno a Gibraltar están impregnadas de un fuerte sesgo emocional fundamentalmente de tipo nacionalista que difumina los enfoques, contamina las situaciones, distorsiona los perspectivas y, lo que es más grave, dificulta la búsqueda de soluciones razonables basadas en el necesario principio de buena vecindad que debe caracterizar las relaciones de cooperación transfronteriza en la bahía.
En este artículo quisiera aclarar ciertos elementos jurídico-internacionales clave para poder entender adecuadamente la controversia sobre los espacios marítimos en la Bahía en cuanto que sólo sobre una base jurídica correcta se pueden plantear soluciones de futuro acertadas. Desafortunadamente, llevamos demasiado tiempo arrastrando malentendidos, mitos y dogmas equivocados que lo que consiguen es emponzoñar las relaciones transfronterizas. Quizás sea necesario partir de lo obvio y empezar por el punto de partida.
Gibraltar es un territorio cedido mediante un título jurídico válido, el tratado de Utrecht de 13 de julio de 1713, admitido en la actualidad como base de cesión tanto por España como por el Reino Unido y, por tanto, no es territorio nacional español ni España conserva ningún derecho en virtud del derecho internacional vigente. Se trata pues de un territorio que depende del Reino Unido, que se sitúa bajo su marco constitucional e institucional con el matiz importante de estar incluido desde 1963 como territorio pendiente de descolonización por Naciones Unidas y que este proceso debe ser realizado mediante una negociación diplomática entre España y el Reino Unido. Por supuesto, Naciones Unidas no indica cuál debe ser el resultado final de esta negociación, por lo que todas las opciones compatibles con el derecho internacional son posibles.
De este núcleo central derivan una pluralidad de controversias políticas y jurídicas algunas no resueltas todavía y, en este contexto, la citada controversia sobre las aguas que rodean el Peñón es una de las que más capacidad tiene de envenenar las relaciones y generar más incidentes como hemos visto recurrentemente. Es cierto que la controversia jurídica sobre las aguas es un tema extraordinariamente complejo con múltiples matices legales que se superpone, además, sobre otras controversias (el título jurídico del istmo, por ejemplo) por lo que es enormemente difícil abordarla desde un artículo como este. No obstante, mi pretensión es aclarar ciertos aspectos sobre los que se han apoyado un gran número de malentendidos y desafortunadas declaraciones de representantes políticos.
Desde la parte española, por varios sectores se ha venido repitiendo como un mantra que Gibraltar no debe disponer de espacios marítimos bajo su jurisdicción y soberanía británica salvo las aguas interiores del puerto en virtud del Tratado de Utrecht. Se trataría, en consecuencia, de la aplicación del principio de costa seca. Pues bien, ello no es cierto y, por el contrario, es el citado tratado el que justifica y legitima la proyección de jurisdicción gibraltareña y soberanía británica sobre los espacios marítimos adyacentes al territorio cedido, espacios que, eso sí, deben delimitarse adecuadamente con España. Tratemos de explicarlo brevemente.
El principio general “la tierra domina al mar” ha sido un principio básico en el derecho consuetudinario durante siglos y está codificado hoy en la Convención de Naciones Unidas de Derecho del Mar e implica la proyección de la jurisdicción y soberanía sobre los espacios marinos adyacentes a un territorio. Como excepción, existen muy pocas situaciones conocidas como “costa seca” en el que un Estado se ve privado de su salida al mar por razones históricas y jurídicas. Este no es el caso de Gibraltar simplemente porque las partes en Utrecht no lo quisieron. La redacción de los términos de cesión territorial en el artículo X de Utrecht son los similares a decenas tratados de cesión territorial fundamentalmente de los siglos XVII, XVIII y XIX que he podido estudiar y que no implicaban la aplicación del principio de la costa seca. De hecho, la descripción de los territorios cedidos es prácticamente igual a la del artículo XI del mismo tratado en relación con la cesión de Menorca y hasta su cesión de nuevo a España en virtud del tratado de Amiens en 1802 nunca se alegó que no se cedieron espacios marinos.
Además de los términos del tratado, es necesario para su comprensión la consulta de las actas y documentos de negociación para entender la voluntad de las partes contratantes. Pues bien, llevo años consultando y leyendo dichos documentos y no aparece en ningún momento la voluntad de los negociadores de privar a la corona británica de sus derechos sobre los espacios marinos adyacentes a los territorios cedidos (por el contrario, se desprende con claridad otros elementos de la voluntad de los negociadores, circunstancias que no podemos extendernos aquí).
Adicionalmente, tal y como prevé la Convención de Viena sobre los tratados en relación a los criterios de interpretación (art. 31) hay que tener en cuenta la práctica ulterior de las partes. En los dos siglos y medio posteriores a la cesión de Gibraltar, España admitió la existencia de espacios marinos “ingleses” en torno a Gibraltar y solo bajo la dictadura franquista se recurrió a la tesis de la costa seca. De hecho, he podido documentar varios intentos, fundamentalmente en el siglo XIX, para delimitar estos espacios sobre el reconocimiento mutuo de titularidades marítimas en un período especialmente complejo con numerosos incidentes relacionados con la práctica del contrabando. Sería necesario otro artículo para detallar cómo se frustraron estas negociaciones.
No obstante, sí quisiera dejar constar que, en una norma interna española relativa a la represión del contrabando, el Real Decreto de 10 de diciembre de 1876, se hace constar la existencia de aguas británicas que básicamente comprendían a la mitad de la bahía. Del siglo XIX he podido consultar varios mapas oficiales españoles que consignaban en la mitad oriental de la bahía como “aguas inglesas”. Sin embargo, la falta de delimitación consensuada de esas aguas fue envenenado la situación, así como la prepotencia británica al exigir e imponer la extensión de su puerto a aguas tradicionalmente españolas de la actual costa de poniente de La Línea y San Roque (“puerto Canning”).
Y llegamos a la dictadura franquista, cuando en un contexto de utilización de Gibraltar como elemento inflamatorio del fervor nacional se adoptan medidas de endurecimiento de las relaciones y surge la tesis de la costa seca. Esta tesis se consignó en 1971 en declaraciones formales en la adhesión de España de los Convenios de Ginebra sobre el Mar Territorial y la Zona Contigua y al Convenio sobre la Plataforma Continental. Por razones fácilmente comprensibles, la joven y frágil democracia española no tuvo la oportunidad de revisar esta posición que se reproduce en la ley 10/1977, de 4 de enero, sobre Mar Territorial y a la firma de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982 por España. Desde entonces, por la complejidad de revisión de una posición en una temática fuertemente impregnada de visión nacionalista y que pudiera ser entendida como una cesión a un contrario frecuentemente objeto de acusaciones de demonización en una perspectiva maniquea y simplista, la teoría de la costa seca ha pervivido hasta nuestros días.
Independientemente del futuro estatuto europeo de Gibraltar que se negocia en la actualidad, la seguridad en la navegación, la protección del medio ambiente marino, la colaboración en la represión de tráficos ilícitos y la necesaria cooperación en materia de pesca son factores suficientemente importantes para que se actualicen las posiciones de partida y, aunque no haya una revisión a fondo (cosa absolutamente improbable con el actual escenario político en España), se alcancen protocolos y acuerdos de colaboración entre las partes que mejoren la convivencia en nuestra compartida bahía.
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