José Regueira Ramos, el hombre que vino del norte
Obituario
Pepe cogió los trastos de la farmacopea, el vademécum y el mortero de preparar remedios y saltó de un hito heracleo a otro, de Finisterre al Estrecho
Su pluma pausada, su compañía amable y su conversación profunda nos acompañaron durante más de treinta años, desde que, en 1988, nos sorprendiera con su libro Jimena y su castillo, demostrando que los estudios locales podían ser serios y rigurosos, con prolija documentación y bibliografía. Iniciaba su propia colección denominada El castillo de Jimena, que, días después, continuaba con el trabajo de otro gran jimenato, Martín Bueno Lozano, con El renacer de Algeciras.
En cierta ocasión, cuando fue nombrado hijo adoptivo de Jimena de la Frontera, tuve el honor, junto a Pepa Contreras, de representar en la ceremonia al Instituto de Estudios Campogibraltareños. Entonces, rememorando el libro que firmó junto a su hija Esther en 1993, Túnidos y tunantes en las almadrabas de las costas gaditanas, citábamos aquella mirada aguda de un hombre llegado del norte, que escudriñaba el mar salpicado de plata del estrecho de Gibraltar. Oteaba las bandadas de atunes que, entre el día de San Marcos y el de San Pedro, habían de embocar el Mediterráneo. Subido en una de las torres que festonean el litoral que se asoma al África misteriosa y temida de allí enfrente, sobre playas de arenas doradas salpicadas por los mismos rociones que hacía un rato mojaron su Finisterre natal, contemplaba la metáfora de su vida: llegar desde el norte frío y gris, rico en savia vital, tradiciones, cultura y gente laboriosa, para recalar en el sur cálido y luminoso, para aportar su propia ración de esa savia vital, gusto por las tradiciones, por la cultura y su arrimar el hombro de gente laboriosa; como los atunes, ni más ni menos, que engrosan en el invierno ártico para desovar en el Mare Nostrum.
Curiosa aventura esta de los túnidos —decíamos que se dijo a sí mismo— y se puso a estudiarla, no sabemos si por lo de la mencionada similitud con su propia trayectoria geográfica o porque su espíritu inquieto, anhelante de saber, así lo determinaba de manera habitual.
Don José Regueira Ramos, cronista de Jimena de la Frontera, hijo adoptivo de la villa y buen amigo, escribía hace ya mucho tiempo sobre el páramo cultural que era el Campo de Gibraltar por entonces. Lo hacía desde una lucha muy en solitario, a la par que otros pocos diseminados por la comarca, por recuperar historia, tradiciones y los más variados valores de una tierra siempre apartada, apenas conocida poco más allá de sus fronteras geográficas y solo noticiable cuando el Levante cerraba el Estrecho, cuando las pateras vomitaban en las playas sus vientres de esperanza desolada o cuando los guardias civiles interceptaban alijos de droga.
La fortuna quiso que se conjugaran los astros para hacer verdear el secarral que dibujaba, inquieto, el hombre bueno que era el farmacéutico de Jimena. Se cruzaron entonces los caminos de un puñado de variopintos personajes de la cultura del Sur del Sur, gente desinteresada que tuvo a bien soñar un Instituto de Estudios Campogibraltareños del que se hicieron cómplices imprescindibles desde su nacimiento, e imaginar una revista, Almoraima, desde entonces la seña de identidad de la cultura de esta parte de Andalucía, a la que Pepe se mantuvo fielmente vinculado durante el resto de su vida.
“La cultura es el camino que hace nobles a los pueblos”, expresa el dicho popular, “y hay hombres que se empeñan en transitar ese camino con entrega y devoción”, añadimos entonces nosotros.
El farmacéutico de Jimena —título, más que oficio—, blasón al que añadió entonces el de hijo adoptivo del pueblo, de su pueblo, había nacido cerca de la Torre de Hércules antes de la República. Que ya es. 91 años largos bien vividos, bien aprovechados. Haciendo el bien, como relatan muchos de sus paisanos, que pasaron estrecheces en los sesenta y setenta, para quienes siempre tuvo gestos de discreta generosidad. Haciendo feliz a su familia y compartiendo, siempre desprendido, su saber y su buen hacer con los amigos.
Le dijimos que, en España, hay dos hitos hercúleos: uno, na costa da Morte, Fisterra, en la costa de la Muerte, donde acababa la tierra conocida en tiempos de los romanos. Pepe cogió los trastos de la farmacopea, el vademécum y el mortero de preparar remedios para casi todos los males y se vino al otro hito heracleo, junto a la columna europea de Hércules, la andaluza del non plus ultra.
Dedicarse un hombre de ciencia a escribir sobre historia en los ochenta no era más extraño que ser el humanista que reconocemos en Pepe Regueira. Crear una editorial por aquellos tiempos, sin apoyo institucional sino arriesgando el propio pecunio, fundar la citada colección El castillo de Jimena y empezar a poner en las librerías obras atractivas, difusoras de nuestro patrimonio, de creación y temática campogibraltareña, era arena de otro costal.
Y a eso, entre otras cuantas cosas, se dedicó nuestro querido amigo, en tiempos de sequía cultural —de la oficial y de la oficiosa—, por más que aquel páramo no haya cambiado de manera sustancial. Desde entonces, Pepe Regueira ha militado en todas las batallas que se han librado por defender este patrimonio.
De su colaboración con el Instituto quedan muchas páginas suyas en la Revista Almoraima y en su monografía Las reales fábricas de artillería de Carlos III en Jimena de la Frontera, editada en 2003, obra clave para colocar en el paisaje del patrimonio monumental español el cao de Jimena.
En este tiempo, supo encontrar en nuestros montes el aroma y el frescor de los chopos, los alisos, los musgos y los helechos de las fragas do Eume.
Allá va su figura reflexiva, bajo los fresnos que acarician los saltos del Hozgarganta, por el cao, camino del Molino de Arriba. A lo mejor a sentarse un rato a conversar, junto al tragante del río, con Martín Bueno y Luis Alberto del Castillo, otra buena gente que, como él, se empeñaron en dejarnos un poco más solos, un poco más tristes.
Así mo pediron
na beira do rio
que corre antre as herbas
do campo frorido.
Cantaban os grilos,
os galos cantaban,
o vento antre as foias
runxindo pasaba.
Campaban os prados,
Manaban as fontes
antre herbas e viñas,
figueiras e robres.
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