La Aduana y los cementerios de La Línea en el siglo XIX

150 aniversario de La Línea

1870-2020. Miguel del Manzano recorre en una serie de entregas los principales hitos del proceso por el que se creó La Línea

El edificio de la Aduana de La Línea, en 1879 / E. S.
Miguel Del Manzano

01 de febrero 2020 - 06:01

La Línea/El siglo XIX fue un tiempo de frontera abierta y se comenzaron a tejer relaciones entre ambas partes presididas siempre por lo militar y el contrabando que se permitió durante todo este siglo. A Gibraltar llegaron primero genoveses huidos de las guerras napoleónicas y algunos obtuvieron permisos militares para cultivar la tierra en el istmo, en la Comandancia de Algeciras, y se establecieron junto a la línea de contravalación formando huertos tras las murallas derruidas. En 1856 se produce en primer avance imperial inglés en el istmo, ocupando una gran parte del Campo Neutral, a pesar de las protestas españolas.

A finales del siglo XIX, el paso por la aduana de Gibraltar ascendía a unas 20.000 personas al día, 600 caballos y unos 500 carruajes. Del reconocimiento de los pasajeros se encargaba una sección de carabineros, compuesta por un sargento, dos cabos y cuarenta números, todos ellos mandados por un teniente. A los extranjeros les llamaba mucho la atención el registro que se efectuaba diariamente a los obreros que volvían del trabajo a últimas horas de la tarde, en número de unos seis mil. Este reconocimiento debía hacerse con rapidez, sin perjudicar los intereses del fisco, para evitar retener por mucho tiempo a los que regresaban a sus hogares después de una dura jornada de trabajo.

La exportación se centraba sobre todo en planchas de corcho, que se embarcaban en Gibraltar, además de frutas, hortalizas y otros productos alimenticios, destinados a los habitantes del Peñón, así como el carbón, todos ellos artículos de primera necesidad. Las mercancías de importación estaban limitadas a materiales de construcción, minerales, hierro, madera, barro, vidrio ordinario o vidrio obrado y harina.

El personal civil de la Aduana lo componía un administrador, un segundo jefe, tres vistas de aduana y un oficial.

Los servicios de la Aduana estaban ubicados en un edificio de la Explanada, junto al Cuartel de Carabineros, que existía en aquella época. El 23 de noviembre de 1893, se produjeron ciertos tumultos y protestas en la Aduana por la arbitrariedad del vista, que se había extralimitado en sus funciones. Las gentes lanzaron piedras contra el edificio y rompieron numerosos cristales. Intervino el Alcalde, D. Agustín Acedo del Olmo y Sarrias, que optó por ponerse al lado del público que había protestado, y elevó una enérgica protesta a las autoridades competentes, consiguiendo de este modo aplacar los ánimos del pueblo.

Un año después, el 23 de octubre de 1894, el Gobierno adoptó unas medidas represivas, publicando un Real Decreto inhabilitando la Aduana Nacional de La Línea. Otro Decreto de ese mismo día restablecía la Zona Fiscal, que había sido la causa del conflicto. A los dos días, apareció otro Decreto para suprimir el contrabando y evitar el fraude fiscal.

El Ayuntamiento, por acuerdo de la Corporación Municipal del día 7 de noviembre de 1894, remite un escrito al Ministerio de Hacienda solicitando la reforma del citado decreto. Ese mismo día, los comerciantes e industriales linenses también solicitan al Gobierno la anulación del mencionado Real Decreto. En el tren expreso del día 27 de noviembre de este mismo año, sale de Cádiz hacia Madrid una Comisión nombrada por el pueblo de La Línea para realizar las gestiones oportunas ante el Ministerio de Hacienda, a fin de iniciar las reformas del mismo. Al final, el 28 de diciembre de 1898, aparece un nuevo Decreto modificando la Zona Fiscal de La Línea.

Los cementerios viejos

Una de las primeras necesidades de La Línea era la de construir un cementerio. En la capilla de la Purísima Concepción, ubicada en la Explanada y de propiedad militar, existía un pequeño camposanto, donde se enterraban a los soldados muertos en las batallas o por las epidemias, así como a los civiles que abastecían a la tropa.

El segundo cementerio, en la actual avenida María Guerrero.

Hasta finales del siglo XVIII, los cementerios estaban situados dentro de la propia ciudad. Era costumbre antigua, constituida por el cristianismo, que enterraban a sus fieles en las iglesias o en los pórticos de las mismas, contrario a la costumbre romana de sepultar a sus difuntos en las afueras de las ciudades.

En 1787, se promulga por primera vez en España una Real Orden prohibiendo los enterramientos en iglesias y obligando a construir los cementerios en las afueras de los núcleos urbanos. Todo ello fue debido a las grandes y frecuentes epidemias que asolaron España y también al Campo de Gibraltar. Al final del siglo XIX, con el espectacular crecimiento de la población, el nuevo Ayuntamiento decidió la construcción de un nuevo cementerio, dado la pequeñez y precariedad del camposanto, que, como hemos indicado, se asentaba en el pórtico de la ermita de la Purísima Concepción.

Este primer cementerio estuvo ubicado en un arenal, al final de la calle Jardines, donde hoy está establecido el cuartel de la Policía Nacional y el Grupo Escolar Santiago.

Al Ayuntamiento, como siempre ocurría cuando se trataba de iniciar una obra de cierta envergadura, alegó la carencia de medios económicos y se limitó a cercar el arenal con un vallado de cañas y pitas y una puerta de madera, sustentada por dos pilares de mampostería. Era la única protección que tenía y empezó a inhumar los numerosos cadáveres que entraban a diario. El Consistorio pidió ayuda oficial para adecentarlo, pero las autoridades gubernamentales no la concedieron, como casi siempre cuando se trataba de un problema con esta ciudad.

El párroco, D. Manuel Jiménez, y el alcalde, D. Lutgardo López Muñoz, deciden acudir a los donativos y limosnas de los vecinos. Para ello consiguen autorización para poner un cepillo en la Aduana, para que todo el que pasara depositara la limosna mínima de dos cuartos.

De esta forma consiguen comenzar las obras y poner una tapia de mampostería y colocar una cancela de hierro en la fachada principal. Esto ocurría en septiembre de 1875. La construcción de los nichos corría a cargo de los familiares del difunto, lo que dio lugar a cierto desorden y terminó en estado ruinoso por la carencia de medios económicos para su mantenimiento.

Se traslada el cementerio a la Huerta Cardona, en la Avenida María Guerrero, pero dura poco esta nueva ubicación. Ocho años más tarde, este nuevo cementerio resultaba insuficiente, dado el creciente aumento de la población por aquellos años. Otro inconveniente era que el cementerio, con la expansión de la ciudad, quedaba rodeado de viviendas, por lo que resultaba antihigiénico. En el año 1892, el Ayuntamiento nombra una comisión para que opte por un solar más adecuado, que fuera espacioso y, sobre todo, fuera de la ciudad. La comisión trabaja sobre el asunto pero las autoridades gubernativas no se pronuncian hasta el año 1902, en la que se promulga la Real Orden del Ministerio de la Gobernación, en la que se autoriza la realización del nuevo Cementerio. Este logro se debió al interés del Director General de Beneficencia y Sanidad, D. Ángel Pulido, por lo que el Ayuntamiento acordó dar su nombre a la calle Teatro. El nuevo cementerio de San José se inaugura ya en pleno siglo XX.

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