Andrés Mateos: testimonio de una vida en una casa cueva

Etnografía

Durante siete años, entre 1955 y 1962, vivió con su familia en los montes de Los Barrios, una experiencia desconocida para muchos que compartió poco antes de su fallecimiento

El barreño Andrés Mateos junto al horno de pan, en enero de 2020.
El barreño Andrés Mateos, junto al horno de pan, en enero de 2020. / Alfonso Pecino
Cibeles Fernández Gallego - Historiadora y arqueóloga

30 de mayo 2021 - 03:00

Los Barrios/Las cuevas y abrigos rocosos se han utilizado desde los albores de la humanidad como viviendas. Además de contar con numerosos ejemplos en el registro arqueológico, este tipo de habitabilidad ha estado presente hasta tiempos recientes en gran parte de Europa, Asia, África y América.

La extensión de la cueva como un tipo característico de vivienda popular tiene su explicación en la preexistencia en el terreno de un lugar protegido, cubierto, o parcialmente cubierto, unido a la facilidad de su construcción y acondicionamiento (en aquellos casos donde la roca se trabaja y transforma manualmente), permitiendo ésta el resguardo de la intemperie con bajos costes de mantenimiento.

La cueva habitada en Andalucía adquirió una enorme relevancia histórica y mantiene importante significación actual. No en vano existen en la actualidad un buen número de casas-cueva habitadas en provincias como Granada, donde pueblos como Guadix son especialmente conocidos por sus casas-cueva. En estos pueblos el proceso de rehabilitación y adecuación de estas particulares viviendas se está viendo incrementado en los últimos tiempos, en el que al tradicional uso de residencia permanente se une el de residencia estacional que, a su vez, se complementa con el turístico, cada vez más en auge.

Desde finales del siglo XV se empiezan a documentar las referencias a cuevas habitadas. Hay autores que consideran que el aumento de este tipo de hábitats estuvo motivado por la expulsión de los moriscos del reino de Granada, en el último tercio del siglo XVI. Dicho fenómeno aparece constatado en algunos enclaves de Castilla-La Mancha, donde llegaron moriscos procedentes del Noreste de la provincia de Granada llevando con ellos este concepto de vivienda que ya utilizaban en sus lugares de origen.

Si bien las referencias comienzan en la Edad Media se extienden durante la Edad Moderna, pero sobre todo se desarrolla durante el siglo XIX y primera mitad del XX, coincidiendo con etapas de expansión demográfica, inmigración y puesta en cultivo de nuevas tierras. En un principio dicho proceso puede estar conectado, como ocurrió en la provincia de Granada, con los procesos de desamortización de Mendizábal (1836) y de Madoz (1855).

A partir de los años 60 del siglo XX se produce un importante desplazamiento del campo a la ciudad, motivado especialmente por mejores y mayores oportunidades laborales y salariales y mejores servicios, que se traducía en general a mejor bienestar material, mejorándose esta condición de “infravivienda”.

Andrés Mateos tenía 69 años en enero de 2020, en el momento de realizarse la entrevista. Falleció meses después.

Tenía 5 años cuando ofrecieron a su padre, Manuel Mateos Sánchez, apodado el Cuevas, trasladarse a vivir a una de las casas-cueva en el monte de Las Llanadas, en la finca del Palancar.

El interior del abrigo no es grande, de superficie plana tiene apenas unos 2,50 metros de profundidad por 3,50 de anchura, a los que se le suman varios metros más de espacio hacia el interior que sube en pendiente

Él y sus padres vivían en Zanona, que entonces era una finca privada que pertenecía a los Botey.

Su padre era cabrero y en Zanona iban a hacer un coto e iban a prohibir el pasto de ganado. Fue entonces cuando les ofrecieron irse a vivir a las casas-cueva de las Llanás que era de los mismos propietarios y así poder continuar con su labor de cabrero.

En 1955 se trasladan allí él, sus dos hermanos y sus padres. Se trataba de un arrendamiento, pagado con una cuota por pastos.

Llaman la atención tres grandes rocas, que sobresalen de la vegetación del paisaje, en piedra arenisca (propia de la geología de la zona) las tres tienen vano de entrada: son las casas-cueva. “La gente que no ha vivido aquí ni lo entiende ni lo saben”, comienza Andrés.

Ellos vivían en uno de los tres abrigos y otra familia, de seis miembros, en la de enfrente. Hay una tercera casa-cueva donde durante poco más de un año vivió una pareja de gitanos “que no se relacionaban con nadie”. Cuando se fueron no volvieron a saber de ellos.

Casa cueva de Andrés, a la izquierda se observa el horno de pan.
Casa cueva de Andrés, a la izquierda se observa el horno de pan. / Alfonso Pecino

La boca del abrigo, la entrada, está orientada al suroeste. Al ser en origen de gran tamaño esta fue cerrada con bloques de ladrillo para ajustarla. “Este cierre ya existía cuando nosotros llegamos”, en la actualidad no tiene puerta, aunque Andrés explica que “tenía un portón de madera de categoría”.

Delante de la entrada al abrigo, en la parte izquierda, hay un horno de pan. Está perfectamente conservado, se le aprecia una cuidada factura de piedra arenisca bien labrada: “Este horno lo fabricó mi padre al poco de llegar”, dice Andrés con orgullo. “Él recogió y trabajó las piedras y construyó este horno que funcionó perfectamente durante todo el tiempo que estuvimos aquí”. Cuenta, además, que lo usaban también sus vecinos, se turnaban con las otras familias para hacer el pan semanalmente, “el pan antes duraba mucho más, porque era natural y auténtico”.

Para acceder a la entrada de la casa-cueva había un camino de piedras que, aunque deteriorado, aún se ve. Al acceder al interior, Andrés indica que antes la cueva no estaba así: “Ahora está todo muy sucio porque han hecho candelas aquí dentro, pero estaba todo muy blanco, encalado, tanto por fuera como por dentro”.

Unas oquedades excavadas en la roca servían como base para las camas

Bien es sabido que la cal en el interior de las casas aprovecha al máximo la luz, la refleja y confiere al espacio más luminosidad y sensación de amplitud, además de servir como aislante de humedad y actuar como desinfectante. Lo que resulta curioso, y suele ser una constante en este tipo de vivienda, es que también se encalaban por fuera. Resulta interesante a este respecto la reflexión de Fernández Serrano de los motivos, quizás no completamente conscientes (o sí), de querer marcar lo que es artificial de lo natural, ya que en la arquitectura rupestre es el mismo medio natural el que constituye la vivienda hay una intención de “hacer fachada” y así ocultar el carácter rural, dotándola del arquetipo de vivienda tradicional.

El interior del abrigo no es grande, de superficie plana tiene apenas unos 2,50 metros de profundidad por 3,50 de anchura, a los que se le suman varios metros más de espacio hacia el interior que sube en pendiente.

Por varios sitios de la estancia, horadadas en la roca, se ven oquedades (unas más grandes otras más pequeñas) para poner y albergar objetos, por ejemplo las vasijas con agua. La ausencia de mobiliario se suplía de esta forma, tallando hornacinas y nichos en la paredes del interior. Andrés detalla que acondicionó su padre la piedra del suelo de entrada para que estuviera más llano.

“Yo dormía con mi hermano en una cama que estaba entrando a la izquierda, y mis padres justo en el otro lado, a la derecha, con la hermana pequeña”. Nada de lo que hay allí hace imaginar que pudiera haber existido alguna vez una cama o algo parecido. “Eran camas camas”, de eso está seguro, pero no llega a recordar cómo se las ingenió su padre para que estuvieran elevadas. Hay dos huecos alargados rebajados en la pared rocosa a ambos lados de la estancia que hacen suponer que sirvieron para tal fin.

Oquedad excavada en la roca donde dormían Andrés y su hermano.
Oquedad excavada en la roca donde dormían Andrés y su hermano.

Se abren en la pared de ladrillo de la entrada dos pequeñas ventanas, a ambos lados de la puerta. Servían para la ventilación y para entrada de luz cuando tenían la puerta cerrada “las cerrábamos con corcho”. Y por la noche “nos alumbrábamos con el petroman”.

Cuando llegaron al abrigo a vivir eran cinco, él sus dos hermanos y sus padres. Una vez allí nacieron dos hermanos más, “la pequeña nació ya en la casa de abajo” (se refiere a una vivienda situada en esta misma zona unos kilómetros al sur).

Viendo aquel reducido espacio parece imposible pensar que se organizaran para dormir todos allí, pero lo hicieron, y no parece haber sido infeliz por ello. Más bien todo lo contrario. De hecho, cuando se le pregunta por las condiciones en las que vivían cuenta que él recuerda vivir muy cómodo, que cuando hacía calor allí dentro no lo sentían y que con el frío pasaba lo mismo. Este hecho es muy resaltado por todas las personas que han vivido en este tipo de sitios, incluso en zonas mas frías de España sus habitantes señalan que tanto en invierno como en verano usaban en el interior la misma ropa.

Tiempo después su padre construyó, adosada a la pared exterior del abrigo, una pequeña choza de piedra trabada con barro que les servía de cocina y donde estaba la mesa. “Allí se guardaban los alimentos y todas las viandas y estaba cubierto de monte y junco para que no entrara agua”.

Aún se pueden ver los restos derruidos de esta construcción, todo cubierto por una espesa vegetación.

Justo enfrente del abrigo tenían un huerto y un poco más arriba el recinto de piedra para guardar a los animales. Este huerto era el de invierno y se regaba solo con el agua de la lluvia. Hoy solo se ven partes del cercado que lo rodeaba y restos de un muro de piedra para protegerlo de los animales. Más allá de eso poco queda del espacio hortícola, cubierta ahora toda la zona de vegetación forestal.

Explica Andrés que cuando vivían allí lo tenían todo “muy limpio de matorrales” y que había muchísimos árboles, muchos alcornoques. Se lamenta que a día de hoy tiene claro que se van a perder todos.

Un poco más abajo hay una fuente, una surgencia natural a la que se le hizo una estructura de piedra a modo de brocal y que cubrían con una tapadera de chapa para mantenerla limpia. De allí recogían el agua y la subían todos los días con vasijas. Ahí estaba el huerto de verano que “se regaba con el agua de la charca”. Hicieron una pequeña presa y la abrían cada vez que querían regar.

“En el campo se trabaja mucho”. Desde que llegó con 5 años ayudaba a su familia con el ganado y con todo, “pero también jugábamos”.

También había tiempo para estudiar. Iban a la escuela todos los días, de 9 a 12, en una casa privada en Huerta Varea. Su maestro venía de Alcalá todos los días. “Le pagaban nuestros padres por venir a enseñarnos”. Actualmente se ven las ruinas de este edificio cercano a la autovía, junto a una carretera secundaria, la carretera de Valdespera. “Por aquí antes apenas pasaban coches”. Iban y venían andando, “si apenas tardábamos 20 minutos”. La pérdida de perspectiva de los que hemos nacido en una época bien distinta. “Y cuando salíamos de la escuela nos liábamos otra vez con las tareas del campo”.

Cuenta que siendo la época de posguerra tan dura, donde había tanta gente que a menudo no tenían para comer, él considera que vivió “como un señorito”. Nunca pasaron hambre, los mejores chivos, los mejores cochinos, la mejor verdura, los mejores huevos “nos lo comíamos nosotros”.

Hasta el paraje llegaban los recoveros y diteros para suministrar diferentes productos

Con el excedente comerciaban. Hasta allí llegaban los recoveros y los diteros, oficios estos prácticamente desaparecidos y donde se mantienen están a punto de estarlo. Explica Andrés quienes eran y la diferencia entre uno y otro: estos hombres visitaban las casas, normalmente en mulo o a caballo, y llegaban a todos los sitios, también a las casas-cueva. Los recoveros se dedicaban a intercambiar sus productos (azúcar, jabón o trapos) por los que su familia producía en el campo; se dedicaban al trueque. La misma forma de comercio primitivo que surgió en la Prehistoria, cuando el hombre empezó a producir más de lo que podía gastar y que ha estado vigente miles de años después, hasta hace apenas 50 años.

El ditero vendía todo tipo de enseres, llevaban una libreta de cuentas con el dinero que se le debía y se les iba pagando semanalmente.

Vista de la casa-cueva desde el camino de llegada.
Vista de la casa-cueva desde el camino de llegada. / Alfonso Pecino

Estando allí, en medio del campo, uno imagina que vivían aislados. Pero nada más lejos de la realidad. “Había bullicio por todas partes, la mayor parte de la población vivía aquí en el campo”. No solamente convivían con las gentes que vivían en sitios cercanos (Cucarrete, La Teja...) sino que “también estaban los militares de la Polvorilla”. Allí iban a ver la televisión cuando transmitían algún acontecimiento. Cuando eran un poco más mayores se reunían en las romerías “como la fiestas de San Miguel, en Cucarrete”.

Andrés y su familia estuvieron allí hasta 1962. En este momento eran cinco hermanos y le ofrecieron a su padre irse a una vivienda un poco más abajo, también en la zona de la Llanadas. “Y claro, nos fuimos porque era un lugar más grande, éramos ya cinco hermanos y tenía más comodidades”.

Aún así visitaban mucho la zona de las cuevas durante el tiempo que vivieron abajo “yo sí lo echaba de menos”, confiesa.

En esta otra casa estuvieron hasta comienzo de los 90. Finalmente se fueron a vivir a la zona del Palmarillo en el pueblo de Los Barrios.

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