"Nueva York es una ciudad puesta de pie"

Han pasado los mismos veinte años que tenían algunos de los soldados norteamericanos muertos en el atentado de Kabul

20 aniversario 11-S: Estados Unidos, el "animal herido"

El 11-S y Afganistán, una historia inacabada

Un hombre contemplando la devastación rodeado de escombros.
Un hombre contemplando la devastación rodeado de escombros. / EFE
Francisco Correal

11 de septiembre 2021 - 06:50

A todos se nos detuvo el tiempo ese día. A todos menos a esos jóvenes cuyo tiempo empezaba a contar entonces, esos militares de veinte años que figuraban entre las 13 víctimas mortales del atentado yihadista en el aeropuerto de Kabul. Jóvenes nacidos cuando el tiempo se detuvo en todo el mundo y empezó a contar de nuevo. Un cuento hacia adelante o una cuenta atrás, dependiendo del cómputo. El 11 de septiembre de 2001 amaneció nublado y con bochorno. Fui a recoger a mis hijas Andrea y Carmen, que tenían una diez años y la otra siete, y habían ido a pasar la mañana en la piscina de nuestra amiga Silvia, junto a la plaza de San Marcos. Un baño muy veneciano. Andrea es la única que ha estado en Nueva York, ciudad a la que voló desde Lisboa cuando fue a hacer un master a la Universidad de Ohio. Ciudad a la que regresó desde Madrid el 16 de agosto de 2016, aniversario de la muerte de Elvis, como tengo registrado en la novela Cero K, del escritor neoyorquino Don DeLillo, que yo leía por esos días. Yo viajé a Nueva York figuradamente, cuando María Dueñas, que sí conoce muy bien esa ciudad, me encargó que le presentara en Sevilla su novela Las hijas del capitán.

Llegué con mis hijas a casa y encendí el televisor. Nadie supo si lo que veíamos era una película, un documental o un fortuito accidente aéreo. Ana Blanco presentaba el Telediario de la Primera, como lo sigue haciendo. Ha sobrevivido a cuatro presidentes de los Estados Unidos: Bush, Obama, Donald Trump, Joe Biden; y a cuatro presidentes del Gobierno en España: Aznar, Zapatero, Rajoy, Pedro Sánchez. A un 11-S y a un 11-M, dos masacres, una aérea, otra ferroviaria, unidas por una palabra, Afganistán, en este vigésimo aniversario con una tarta en la que las velas las apagan los talibanes, y separadas por dos años y medio. Los que atentaron en Madrid y segaron 191 vidas se entrenaron en campos de adiestramiento de Afganistán, como cuenta con todo tipo de detalles Fernando Reinares en su libro ¡Matadlos! El autor sitúa el nacimiento de Al Qaeda en 1979, después de que tropas de la Unión Soviética invadieran Afganistán.

Cuando se confirmó el espanto, con las dos torres convertidas en escombros y en un puro cementerio, el instinto me llevó a coger el primer volumen de las Obras Completas de Federico García Lorca, que compré en 1986, justo medio siglo después del asesinato del poeta granadino. A continuación del Romancero Gitano está Poeta en Nueva York (1929-1930), ciudad en la que Lorca residió como estudiante en Columbia University. Lo introduce con unos versos de Luis Cernuda: “Furia color de amor, / amor color de olvido”. Me estremeció la lectura de la primera línea del poemario: “Asesinado por el cielo…”.

La víspera, el 10 de septiembre de 2001, quedé junto a otras Torres Gemelas. Las que diseñó Aníbal González para rematar el semicírculo de la plaza de España que acogió el mismo año que Federico llega a Nueva York la Exposición Iberoamericana de 1929. Iniciaba una serie de 48 capítulos por tantos bancos provinciales como tiene el espacio más cinematográfico de la ciudad, donde más reportajes de bodas y comuniones se han hecho. Se trataba de buscar personas de cada una de esas provincias residentes en Sevilla. Empecé con una versión española de A sangre fría, de Truman Capote. La víspera del 11-S había quedado en La Raza con José Ignacio Ustaran, que se tuvo que venir muy joven a Sevilla cuando ETA secuestró y asesinó a su padre el 28 de septiembre de 1980. Un empresario vitoriano casado con Charo Muela, sevillana de Constantina. Es uno de los 377 asesinatos de la banda terrorista ETA que todavía están sin resolver. En 2001 esa maquinaria no se detuvo: la banda asesinó ese año a quince personas.

El 11 de septiembre de 2001 me topé con la teoría de la relatividad. Un malentendido informático borró de un plumazo mi colaboración para un Diccionario de Fútbol (Catálogo de chorradas balompédicas) que, con prólogo de Carlos Herrera y epílogo de Fernando Iwasaki, firmamos José Antonio Garmendia, Paco Robles, José Antonio Francés y un servidor, con la cobertura editorial de Signatura de Antonio González. Tuve que escribirlo de nuevo, pero me sentí un afortunado por tan insignificante estropicio. Dos días antes, el 9 de septiembre de 2001, Joaquín, que acababa de cumplir los veinte años, marcaba su primer gol en Primera con el Betis al Español de Barcelona. Era su debut en la categoría y el verano siguiente disputaría el Mundial de Japón y Corea. Ahí sigue, como Ana Blanco, sobreviviendo a cuatro presidentes en la Casa Blanca y a otros tantos en la Moncloa.

Las Torres Gemelas, esbeltas, babilónicas, rodeadas de agua del río Hudson y de sus hermanos pequeños en el entorno urbanístico, ocupan la portada del libro Las Claves de la Arquitectura, libro editado por Planeta dentro de la colección Las Claves del Arte, con la autoría de la profesora Antonia María Perelló. En el interior del libro, donde hay obras de Gaudí, Mies van del Rohe, Gropius o Alvar Aalto, e imágenes de las Pirámides, el Partenón, el Coliseo de Roma, la Mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada o el Monasterio del Escorial, ni una referencia a la imagen de la portada. Viene otro rascacielos que construyeron en Nueva York Adler y Sullivan entre 1894 y 1895: el Guaranty Building, de estilo modernista.

El tiempo se detuvo haciendo añicos la memoria de ‘2001, odisea en el espacio’

En enero y en julio de 2001, el año de los atentados de Nueva York, Mohamed Atta, el egipcio que fue uno de los cabecillas de la masacre, viajó a España, según se lee en el libro de Reinares. La segunda ocasión se alojó en el hotel Diana Cazadora de Madrid y ultimó en Salou y Cambrils detalles del 11-S. Tras los atentados de Nueva York, la campaña Libertad Duradera como llamó Estados Unidos a su acción sobre Afganistán, obligó a muchos comandos terroristas a abandonar los campos de entrenamiento en ese país.

Uno de esos campos llevaba el nombre de Tarek ben Ziyad, como el guerrero musulmán que encabezó las tropas que cruzaron el Estrecho de Gibraltar e invadieron la Península Ibérica el año 711, icono que alimenta su grosero sueño de Al-Andalus. Entre los yihadistas que se vieron obligados a buscar nuevos centros de adiestramiento figuraban los marroquíes que participaron en los atentados de Casablanca el 16 de mayo de 2003, que causaron casi medio centenar de víctimas mortales diez meses antes del 11-M.

Recordé ese atentado viendo la película Casablanca, de Michael Curtiz, en la que Humphrey Bogart encarna a Rick Blain, un espía neoyorquino que había combatido con los republicanos en la Guerra Civil.

El tiempo se detuvo para todos haciendo añicos la memoria de la película de Kubrick. 2001, odisea en el espacio. Doce años antes había caído el muro de Berlín, el espejismo del final de la Guerra Fría. Doce años después del 11-S, el 11 de septiembre de 2013, nacía mi sobrino Javier, el último de la fila, el benjamín de los diez nietos, al que bautizaron en la Mezquita de Córdoba que está en el libro en cuya portada vienen las Torres Gemelas. Un antídoto sacramental contra aquella fatídica escabechina. Los fanáticos olvidaban lo que Celine escribió sobre la ciudad agredida: “Nueva York es una ciudad puesta de pie”. Nunca se arrodilló, salvo para rezar a sus muertos.

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