'Match ball'
Presidenciales en Francia
Los augurios juegan contra el aspirante a la reelección, que dejará la política si se consuma su derrota en las urnas
Alejado de las clases medias y rurales que le dieron su voto mayoritariamente en 2007, Nicolas Sarkozy se dispone a vivir el match ball más difícil de su larga carrera política. Tras la primera vuelta de las presidenciales, todos los indicios señalan que el jefe del campo conservador francés se encuentra esta vez ante su derrota final.
A sus 57 años, el animal político e hiperactivo monstruo mediático asume el reto de repetir en el Elíseo pese a que la mayor parte de los mandatarios del mundo han sido desalojados del poder en tiempos de turbulencias financieras. Asido a su lema Francia fuerte, pretende aún convencer a sus conciudadanos de que el país no se puede permitir aupar a un candidato sin experiencia. En su pelea por atraerse el favor del electorado, no duda siquiera en lanzar propuestas propias de sus mayores enemigos, el flanco socialista y la ultraderecha, o incluso molestar a sus socios europeos.
Hace unas semanas, Sarkozy fantaseaba abiertamente durante su visita a una fábrica de la Francia profunda con la posibilidad de perder las elecciones y cambiar de oficio, y decía que no le importaba nada poder ir a buscar a su hija Giulia, el bebé nacido mientras el presidente volaba a Fráncfort para pedir a Angela Merkel que le ayudara a no perder la triple A.
Su sueño de niño era ser presidente. El hijo de un aristócrata húngaro que huyó del régimen comunista en 1951 y de una madre judía sefardí griega lo logró pese a que su familia no formaba parte de la burguesía francesa y él no había estudiado en las prestigiosas escuelas en las que se forman las élites del país.
Abogado de formación y de profesión, Sarkozy dio sus primeros pasos en política en el municipio de Neuilly-sur-Seine, un barrio acomodado de las afueras de París, donde fue elegido alcalde en 1983. Tras haber trabajado en varios gabinetes ministeriales, en 1993 fue nombrado ministro de Presupuesto y portavoz del Gobierno del conservador Édouard Balladur, su principal valedor.
Dos años más tarde apoyó la candidatura de Balladur para las presidenciales, frente al candidato del partido conservador, Jacques Chirac, que acabó ganando esos comicios. Tachado de "traidor" por el campo chiraquiano, Sarkozy cayó en desgracia y comenzó una etapa que él mismo ha definido como "travesía del desierto".
Tras un tímido retorno a la primera línea en el seno del partido conservador, los malos resultados registrados en las europeas de 1999 le alejaron definitivamente de la política nacional hasta que en 2002 retornó con fuerza como un apoyo de Chirac en su campaña por la reelección, lo que marcó su rehabilitación política.
Considerado el favorito para liderar el Gobierno, el presidente optó finalmente por Jean-Pierre Raffarin, pero Sarkozy cobró un peso creciente en el Ejecutivo al frente del Ministerio del Interior y como número dos. Su influencia creció a la par que su popularidad y, tras un paso por Economía y una breve salida del Gobierno para liderar el partido conservador Unión por un Movimiento Popular (UMP), retornó en 2005 a Interior, departamento que convirtió en un trampolín para conquistar la presidencia.
Al llegar al poder tras derrotar en la segunda vuelta a la socialista Ségolène Royal con la promesa de "reformar Francia" gozaba de una popularidad sin igual para un mandatario francés desde el general Charles de Gaulle, fundador de la V República en 1958. Pero el estado de gracia duró poco. Sondeo tras sondeo terminó siendo el presidente más impopular del país. Más del 60% de los franceses ya no confían en él al cierre del quinquenio.
Sarkozy es un estilo. Sin complejos, como la derecha que desea encarnar, quiere trastocar los códigos, decir las cosas directamente, avanzar rápido. Pero su estilo escandaliza desde el día de su elección. Esa misma noche festejó su victoria en el selecto restaurante Le Fouquet's de los Campos Elíseos, antes de pasar sus vacaciones en el yate de un acaudalado empresario. Rápidamente recibió el calificativo de "presidente bling-bling", expresión con la que se hace alusión a una vida de nuevo rico, que contrasta con la discreción francesa. Después de divorciarse de Cecilia Ciganer pocos meses después de asumir su mandato, expuso en público su idilio con la modelo Carla Bruni, dando la impresión de estar más preocupado por su felicidad personal que por la suerte de los franceses.
Aunque dice haber aprendido de sus errores y propone un programa basado en la austeridad presupuestaria y las medidas proteccionistas para preservar el modelo social francés, los sondeos siguen augurándole una derrota segura en la segunda vuelta. Y es que sus formas no terminan de gustar a la mayoría de sus conciudadanos, que le reprochan su tendencia a la dispersión, su obsesión de controlarlo todo y su incapacidad para delegar. Tampoco juegan a su favor el aumento del déficit y la deuda pública, así como algunos excesos de lenguaje.
Sus electores decepcionados le reprochan las promesas incumplidas, los favores fiscales a los ricos y sus flirteos con la extrema derecha para ganar votos. Mientras sus simpatizantes alaban su voluntarismo y su coraje para imponer medidas impopulares, como la reforma del sistema de jubilaciones o la reducción gradual de funcionarios.
Un hipotético segundo mandato pondría un broche de oro a la carrera de alguien que ha escalado todos los peldaños del poder francés. Su derrota definitiva reflejaría, sin embargo, que pese a sus advertencias de que el voto de Hollande colocará a Francia en la misma situación que Grecia o España, los franceses han optado por los vientos de renovación que azuza el socialista.
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