Crónicas del desamparo
Críticas
‘Casi’ de Jorge Bustos en España y ‘La manche’ de Max de Paz en Francia abordan de manera muy distinta pero con igual eficacia el problema del sinhogarismo
La ficha
Casi. Una crónica del desamparo. Jorge Bustos. Libros del Asteroide. Barcelona, 2024. 189 páginas. 19,95 euros
La manche. Max de Paz. Gallimard. París, 2024. 125 páginas. 16 euros
La aparición de Casi de Jorge Bustos en Libros del Asteroide ha coincidido con la publicación en Francia de La manche de Max de Paz. Tratando el mismo tema, el sinhogarismo, son en buena medida la antítesis el uno del otro; Casi es un largo reportaje, una obra de no ficción que toma el pulso de la vida cotidiana en uno de los centros de acogida para personas sin hogar más antiguos de España, y La manche es una novela de un lirismo que bordea un poco lo escandaloso, pero que se salva siempre, ambientada en una calle de París y protagonizada por vagabundos, pordioseros o, clásicamente, clochards. Muchos lectores conocerán a Jorge Bustos (Madrid, 1982), periodista sobre todo de política y cultura, y también colaborador en televisión; Max de Paz es un jovencísimo escritor francés nacido en 2002, que ha sorprendido con su primera novela, publicada por la prestigiosa casa Gallimard.
Casi y La manche comparten algo que los hace apasionantes y los aleja del pensamiento fácil y la complacencia. En los dos libros llama la atención el esfuerzo por encontrar el lenguaje adecuado: parece que los autores sienten que están ante una realidad "de verdad" y tienen miedo de no saber retratarla, o que una voz les susurre: "¿No te estás aprovechando un poco de esta gente?". La prueba de la realidad del sinhogarismo que estos dos libros pretenden reflejar es que sus protagonistas, inventados o no, nunca podrán defenderse. Me parece extraordinario que un escritor se enfrente a ese miedo, y celebro lo que me parece un éxito y una prueba de nobleza en los dos casos. Bustos ha optado por el reportaje aparentemente desapasionado que no lo es nunca, de profundas raíces en la tradición periodística española; Paz, por la ficción novelesca de aliento poético. Dos caminos que pueden resultar extrañamente coincidentes.
Max de Paz señala en una entrevista que la violencia hacia el indigente es inevitable, porque hasta dándole una moneda lo degradas. En las calles del barrio en que estudia, no puede escaparse de eso; como tampoco Jorge Bustos, que se topó de frente con el problema del sinhogarismo cuando por fin pudo comprarse un piso, que resultó estar a pocos metros del Centro de Acogida San Isidro (el Casi que da título a la obra). Se desprende del libro de Bustos que, mal que bien, el asistencialismo español, en especial el madrileño, es capaz aún de ayudar, tratar en lo posible y, en raras ocasiones, acabar desligando de la calle, a la gran mayoría de personas sin hogar que buscan voluntariamente ese apoyo. La situación en Francia o Bélgica, sin embargo, puede calificarse de desesperada: el número de personas sin hogar en París o Bruselas en la última década aumenta sin descanso. También lo hace en las ciudades españolas, pero quizás aún matizado por el mágico efecto de la visibilidad controlada, que acabará igualmente desbordando sus márgenes.
He dicho que La manche de Max de Paz bordea lo escandaloso porque el público está acostumbrado a que las novelas sobre pobres y excluidos sean novelas sociales, y La manche es todo menos una novela social o comprometida, lo que es una bendición en un mundo donde aún, no sé por qué, se puede ver a gente joven comprando libros de Sartre. En un estudiante de escuela de élite francesa, como es Max de Paz, hubiera sido ridícula, aunque coherente con una larga tradición histórica, la pose de sesuda preocupación por las condiciones que condenan a los hombres a la miseria, sin ofrecer más solución que la flor de un libro.
Los indigentes de Max de Paz se mueven por el Barrio Latino de París, que acoge a la Sorbona, el Panteón y el Palacio de Luxemburgo. Con ese decorado, es una tentación escribir una novela sobre indigentes sabios, que demuestran ser mejores personas que aquellos que les niegan una moneda, porque han descubierto por la vía del sufrimiento la verdad de la vida; o una novela sobre indigentes genios, un poco dioses, intercesores entre dos mundos, aunque este sea el mundo del absurdo y el otro el de la nada, como los vagabundos de Beckett. Todo, menos permitirles ser personas normales, con la única diferencia de haber sido definitivamente arrastradas por la vida. Y tampoco están tan lejos los vagabundos reales: están por supuesto en la calle, y son un dieciséis por ciento más solo este año en la ciudad de París, pero también están en los poemas en prosa de Baudelaire y de Verlaine.
La literatura comprometida se conforma con el buen pobre –que tal vez, sí, mate a su madre o a su mujer, pero ¿qué es eso comparado con la cruel apisonadora de la alienación?–, la burguesía sesentayochista con el buen revolucionario –en Latinoamérica, por supuesto, aquí somos más de Segolène Royale– y los ilustrados con el buen salvaje. La contemplación de la miseria y la celebración de la crueldad con supuestos fines políticos resultan una práctica inhumana, especialmente en una literatura que se considera a sí misma tan humana pero desprecia la grandeza del dolor que no comprende.
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