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Fatalidad, alma del mundo

Noche | Crítica

La nueva editorial Amarillo rescata la última novela del ciclo naturalista de Alejandro Sawa, donde el llamado príncipe de los bohemios llevó al extremo los postulados de la escuela

Alejandro Sawa (Sevilla, 1862-Madrid, 1909).
Ignacio F. Garmendia

15 de enero 2023 - 06:00

La ficha

Noche. Alejandro Sawa. Amarillo Editora. Madrid, 2022. 240 páginas. 17 euros

Pocos escritores encarnaron mejor que Alejandro Sawa, en el destartalado Madrid de entre siglos, el mito de la bohemia que en su caso fue realidad sin concesiones, a la vez noble ideal y menesterosa forma de vida. Antes de dedicarse a propagar el simbolismo que había conocido de primera mano en el París de Verlaine, donde recibió el apócrifo beso de Hugo, Sawa había iniciado su carrera literaria en las filas de la escuela naturalista, como entusiasta seguidor de Zola. El propósito documental de los escritores encuadrados en su órbita, que no eludía sino buscaba recrear los aspectos más sórdidos de la realidad, partía de un determinismo exacerbado que resultaba de la combinación del peso de la herencia, la fisiología y el medio, con especial atención a los individuos degenerados a los que esta suma de factores habría condenado a una marginalidad patológica: enfermos, alcohólicos, prostitutas o delincuentes. En la práctica, el credo cientifista, supuestamente apoyado por los hallazgos de la biología y la medicina, se traducía en una forma de truculento hiperrealismo, que aduciendo un propósito de denuncia –los casos aislados como exponentes de las lacras de una sociedad corrompida, ocultas bajo el velo de la moralidad hipócrita– no rehuía la complacencia en lo morboso.

En sólo cuatro años, Sawa publicó seis narraciones acogidas a la poética del movimiento

En su valiosa biografía del escritor sevillano, Alejandro Sawa, luces de bohemia, Amelina Correa explica muy bien la recepción en España de la cuestión palpitante, como la llamó Pardo Bazán en su famosa serie de artículos, que enfrentó a partidarios y detractores y dentro de los primeros a los naturalistas más o menos moderados, como la propia doña Emilia, y a los radicales, más cercanos al extremismo del modelo original. A estos últimos, liderados por el puntilloso López Bago, se sumaría el joven Sawa, que en sólo cuatro años publicó seis narraciones acogidas a la cruda poética del movimiento: La mujer de todo el mundo (1885), Crimen legal (1886), Declaración de un vencido (1887), La sima de Igúzquiza (1888), Criadero de curas (1888) y Noche (1888). La última de ellas, con la que cerró el ciclo y su dedicación a la novela, acaba de ser rescatada en una elegante edición por el nuevo sello Amarillo, que recupera de este modo una de las obras más representativas –entre las que merecen seguir siendo leídas– de una corriente que pretendió ser moderna pero de hecho se apoyaba, para sostener sus inhóspitas tesis, en un cúmulo de prejuicios seudocientíficos.

El narrador describe una España brutal o embrutecida por la ignorancia y el fanatismo

"Oh, fatalidad, alma del mundo! ¡Determinismo, ley de la vida!", exclama el narrador en la segunda parte, recogiendo esa visión sombría, característica de la "barricada naturalista". La novela cuenta la decadencia y el hundimiento de una familia, el matrimonio formado por don Francisco y doña Dolores y sus cinco hijos, por causa de la herencia genética pero también o sobre todo de los hábitos represores, en el contexto de una España brutal o embrutecida por la ignorancia, el fanatismo religioso y la educación autoritaria, que tienen el efecto de producir individuos inmorales, verdaderas bestias capaces de las mayores atrocidades. Aunque la pedagogía militante de Sawa es un poco burda, y la acumulación de desdichas llega a niveles que resultan tragicómicos, el relato se lee con interés –literalmente morboso– y avanza a muy buen ritmo gracias a las dotes narrativas del autor, que combina con eficacia la información sobre las evoluciones respectivas, dejándolas a veces en suspenso, y concluye con una escena de poderoso simbolismo, describiendo un "lugar maldito" en el que no puede crecer nada.

Casi enterrada por el pesimismo, late en la novela la aspiración a una sociedad mejor

El feísmo, la mirada clínica a los personajes, los episodios tremendos, los tonos anticlericales, el erotismo descarnado, todos los rasgos asociados a la escuela conviven en Sawa con un fondo tardorromántico, el mismo del que brotó –se iniciaba también por esos años la literatura decadentista– su pese a todo invariable culto de la belleza. Pero merece destacarse, tanto más desde la perspectiva contemporánea, como bien sugiere la editora, la tácita reivindicación de la autonomía femenina, en la línea, cabe añadir, que más tarde exploraría Felipe Trigo, no a través de un discurso expresamente emancipador sino de la exhibición de los males vinculados a la sumisión o la sexualidad libre, sinónimo entonces de venalidad y desenfreno. Casi enterrada por el pesimismo, late en la novela la aspiración a una sociedad mejor, no asfixiada por los dogmas, abierta a un vitalismo saludable que no conllevara la inevitable condena de los biempensantes a quienes se atrevían a desafiar las convenciones.

Fragmento de la cubierta de Amarillo Editora.

Un rey de tragedia

Poco después de publicar su última novela, en 1889, el año de la Exposición Universal en el que se inauguró la Torre Eiffel, Sawa emprendió su segundo viaje a París, donde pasaría su época dorada y abandonaría el ideario naturalista para convertirse, más como mentor espiritual que como estricto practicante, en uno de los padres del modernismo hispánico. De entonces data su mayor prestigio, aunque viviera ya entregado a la bohemia en la que ejerció su principado, arrostrando las penurias con la aristocrática dignidad de los desposeídos. Apenas volvió a escribir, salvo las anotaciones de diario que conforman su gran libro póstumo, Iluminaciones en la sombra (1910), el más verdadero y conmovedor de todos los que fiaron su inspiración a la famélica musa del arroyo. Hay algo de injusto en reducir la figura de Sawa a la del personaje de Luces de bohemia, Max Estrella, pero a la vez debe reconocerse que el memorable retrato de Valle-Inclán le ha asegurado la inmortalidad. El hombre murió, después de incontables penalidades, en la pobreza más severa, "loco, ciego y furioso", en palabras de Valle a Darío, como "un rey de tragedia", de un modo no incoherente con la trayectoria de quien siempre –diría el mismo Darío al frente de Iluminaciones– había vivido "en leyenda".

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