Wicked | Crítica
Antes de que Dorothy llegara a Oz: la historia de Bruja Mala
ADELANTO EDITORIAL
Cuatro puertas, dos frente a dos, custodiaban un solitario pasillo de hotel. Sin embargo, ninguna de ellas estaba cerrada del todo, conservando así una débil comunicación, y también un misterio, entre las habitaciones. Aunque imperaba el silencio en toda la planta, en cualquier momento, alguien podía aparecer en el pasillo desierto, atravesar uno de los cuatro umbrales e irrumpir en los cuartos abiertos, asaltando la intimidad de los huéspedes. Pero el largo corredor con gruesa moqueta azul estaba vacío. Nadie salía ni entraba. Y las cuatro puertas llevaban más de una hora entornadas, sumergidas en el silencio de la noche. Sólo de vez en cuando, de una de las estancias, escapaba el sonido de un chorro de agua, junto al restregar sordo de un cepillo. Era la única señal de vida entre los cuatro cuartos.
En el interior de dos de ellos, dominaba el desorden. Bolsas de viaje por el suelo, camisas manchadas y a medio doblar sobre las sillas, corbatines negros con el nudo desecho, llaves y carteras encima de las mesillas, ceniceros llenos. En los otros, gobernaba el orden y una fría pulcritud. En las habitaciones del desorden, cinco hombres —tres y dos— permanecían tumbados boca arriba, cada uno sobre una cama de colcha blanca, vestidos de calle, sin mover un músculo, con los ojos abiertos y la mirada perdida en un punto indeterminado del techo. Parecía que los cinco personajes se habían quedado sin un papel que desempeñar en el mundo, y en aquellas dos estancias, atrapados en la espera, se hacían compañía, sin un lugar adonde ir, sin un propósito. En las habitaciones del orden se repetía la misma escena, pero en soledad: un solo hombre por dormitorio. Y, de uno de los baños, seguía manando el ruido del agua y un cepillo.
A veces, por quiebros del destino, los hombres caminaban hacia el infierno y en su mano estaba salir de él. Precisamente en eso, en el infierno, y en la muerte como un relámpago en el cerebro, pensaban aquellos siete personajes tumbados. Por una cuestión de honor, seis de ellos acababan de bordear el abismo, y ahora que todo había pasado, que seguían vivos milagrosamente, no podían dejar de interrogarse por los motivos de sus actos.
Corridas malas habían lidiado muchas, pero ninguna como la de aquella tarde en la plaza de Las Ventas. Los toros sembraron el pánico nada más salir de chiqueros. Sin responder a los engaños, con la vista cruzada, fueron, como en tromba, derechos al pecho de los peones, salieron escupidos del peto en el caballo, arrollaron en banderillas y, en la muleta, bosquejaron la muerte con cada pitón. De los seis animales, uno, inlidiable, fue condenado a banderillas negras y otro, con un instinto de conservación comparable al de un humano, casi se fue vivo al corral. El mayor triunfo al que se podía aspirar ante aquellos morlacos de otra época era salir indemnes de la plaza; despachar la papeleta sin brillo, pero enteros. Y la opción más inteligente, negarse a continuar: multa para el matador y el toro a chiqueros, como antiguamente. Toda la plaza lo habría comprendido: el público, la autoridad, la crítica, el ganadero, todos. No obstante, impulsados por motivos inexplicables, los tres matadores y sus cuadrillas habían aceptado jugarse la vida, incluso ir de cabeza al infierno, con gallardía, por una cuestión de dignidad. Todos accedieron a continuar hasta el final, hasta el último aliento, conscientes de que la ruleta de esa partida tenía todas las papeletas de caer en una casilla cara y sin recompensa. Y ahora, en la habitación del hotel, liberados del traje de luces, algunos de aquellos hombres se preguntaban por las razones que les habían llevado tan lejos.
La cuestión de sus motivos y la consciencia de seguir con vida aún martilleaban la cabeza y el estómago de aquella cuadrilla encerrada en cuatro habitaciones de un hotel, que había abandonado la plaza de Las Ventas prodigiosamente, por su propio pie, sólo cuando hubo caído el sexto toro, cuando hubieron lidiado su lote a carta cabal, en mitad del silencio del público, sin gloria ni parabienes.
En uno de los cuartos, los tres banderilleros. Dentro de otro, los dos picadores. Llamaba la atención el desorden de ambas estancias, con el mozo de espadas, arrodillado ante la bañera, intentando limpiar las manchas de sangre de los vestidos de luces; con el ayuda al lado, haciendo lo mismo en muletas y capotes. En otro cuarto, el matador, solo y exhausto, contemplando el siniestro corredor de luz que formaba sobre el techo la bombilla de una lámpara, perdido en sus propios misterios; y en el interior del último, el apoderado, testigo silente del episodio dantesco.
A las siete de la tarde, con el toque de clarín —un sonido que siempre sorprendía aunque se esperaba—, el demonio había asomado por la puerta de los chiqueros de Las Ventas. Aquellos toros agresivos y montaraces, que bien huían, bien se arrancaban en oleadas descompuestas, tenían la muerte en cada embestida. Todos pasaban como puñales a la altura de los muslos, el vientre, el cuello, con las astas a varios palmos por encima de las esclavinas y el estaquillador. La lidia se convirtió, primero, en un ejercicio por dominar el miedo; y después, en una lucha desesperada para los toreros, quienes ponían todo su empeño y voluntad en sobrevivir mientras el corazón les latía como un sordo tambor que restallaba en los oídos. Quites providenciales, medios muletazos, pases de sometimiento y estocadas encomendándose a cualquier dios dispuesto a ayudar. Había algo inhumano en aquel espectáculo atávico. Y a las nueve, los héroes, vestidos en oro y plata, abandonaron la plaza entre manchas de sangre y sudor, ante el brutal silencio de los tendidos.
Viernes, 24 de marzo, a las 18:00
Casa de la Cultura Isidro Gómez de Los Barrios
Participantes: José Ángel Cadelo (periodista y moderador), David Galván (matador de toros) y la autora
Entrada libre
Para que la vida se volviera más solemne, no bastaba con pensar en la muerte, sino que debía tenerse delante. Y eso era justo lo que había sucedido en Las Ventas. Pero ahora, en las postrimerías del día, superadas la incertidumbre y la angustia, se abría paso, irremediable, el deseo por vivir, aunque el cansancio todavía aplacaba la incontenible fuerza de los hombres de la cuadrilla. Y así, desde hacía horas, tumbados boca arriba sobre sus camas, vestidos elegantemente de chaqueta, arrullados por el restregar del cepillo del mozo de espadas, eran incapaces de moverse. Continuar con vida, sin un rasguño, parecía una ensoñación débil, porque la muerte, esta vez, les había llamado con demasiada insistencia; mientras que el peso que sentían sobre las piernas y los brazos era aún inconmensurable.
A pesar de la fatiga, todos habían dejado sus puertas entornadas porque, ahora que habían vuelto a la vida, necesitaban seguir en contacto con aquel mundo que, por un momento, dieron por perdido. Con los largos años en la profesión, cada vez estaban más endurecidos por fuera, mientras se iban haciendo más humanos por dentro, y la idea de regresar juntos a ese hotel de camas blancas, durante unas horas, se había convertido en una alucinación, en el deseo desesperado de unos reos. Definitivamente, los actos de los hombres no merecían una prueba como la de esa tarde. Ni siquiera los toreros.
Fue el apoderado el primero en levantar el brazo para mirar su reloj de pulsera, grande, muy grande, y dorado. Había perdido la noción del tiempo: el día se le había hecho eterno desde que, por la mañana, llegó al Patio de Caballos de Las Ventas y vio ya allí a los picadores montando las puyas, encajándolas en los palos con papel de periódico. Después, el último reconocimiento veterinario —tendría que haber estado más firme con el presidente, más hijo de puta, para echar atrás aquel toro que hacía extraños por el pitón derecho—, el enlotado —el más boyancón con el más terciado; el resto de la corrida iba más o menos pareja, bonita de cuerpo y cara—, el sorteo —les tocó la prenda—, el enchiqueramiento —alguno tardó en tomar la puerta; la prenda, entre ellos—, la visita al hotel para informar al matador —unas cuantas mentiras piadosas—, la comida ligera, la siesta, tan densa, y el ritual de vestirse para ir a la plaza. Cuántos días cabían dentro de un sólo día de toros.
Se sentía responsable de lo ocurrido. Fue él quien eligió esa corrida en marzo, cuando la empresa de Madrid le ofreció los posibles carteles donde podía entrar su torero. Fue él quien conocía aquella maldita corrida en el campo desde el invierno, quien tenía cada uno de los toros reseñados con una nota en clave —bb, bbb o B, según cuál le gustaba menos o más—, quien animó al matador por las buenas hechuras del lote y su procedencia. Fue él quien firmó el contrato de San Isidro. Y ahora, consideraba que había enviado a sus hombres a una guerra perdida de antemano, hacia una fuerza trágica. Los apoderados dormían poco. La preocupación por haber escogido los toros equivocados era compañera habitual de las largas noches en vela. En el toro, cada miedo era diferente, personal. La angustia del torero no se parecía a la del apoderado, ni a la del ganadero, ni a la de la cuadrilla. Cada cual lidiaba con lo suyo en silencio; pero la inquietud del apoderado duraba un poco más: nacía cuando caían las primeras hojas y recorría el campo intentando encontrar la corrida mejor hecha, la de mejor reata. Pero adivinar qué toro iba a embestir era más difícil que ganar la lotería. Ya se sabía que el hombre proponía, Dios disponía y, a la postre, el toro lo descomponía.
Aún con punzadas en la sien, sorprendido por lo tardío de la hora, el apoderado se deslizó sobre la colcha y puso un pie sobre el suelo, volvió a tomar aire —que por fin le entraba en los pulmones— y, diligente, tiró del pomo de su puerta y cruzó el pasillo para irrumpir en la caótica trinchera de los tres banderilleros.
—Habrá que cenar —resolvió desde el umbral.
Una afirmación, a contraluz, que tuvo el efecto de un atizador.
—¿Desde cuándo no comemos? —cuestionó, práctico, el banderillero más veterano del grupo, que se incorporaba a la vez que planchaba con la mano la impecable chaqueta gris perla.
Los otros le imitaron, contemplando, siempre tan vanidosos, incluso con la muerte en los talones, su propio reflejo en el espejo del armario. Y, al verse, los tres banderilleros pensaron lo mismo: cuánto envejecía una tarde de miedo.
—Cada día, tienes más canas —dijo uno.
—Habló de putas la Tacones —respondió otro.
Las voces de los hombres empezaron a correr de cuarto en cuarto, sobre las lentejuelas de los vestidos, los fundones de cuero y las patas de hierro, ahogando el sonido de las labores del mozo de espadas y el ayuda. La única ventaja de tutearse con la parca era apreciar, todavía más, el valor de la vida.
La inesperada y sigilosa aparición del matador en la habitación donde su gente terminaba de acicalarse, tan entero, tan menudo, con el rostro aniñado y la mirada de haber visto demasiado, supuso el total despertar de la cuadrilla, la resurrección definitiva.
—Qué bien habéis estado todos hoy —y en eso quedaron las palabras de agradecimiento del matador a sus hombres.
No hacía falta más. La labor de la cuadrilla no consistía en otra cosa que jugarse el pellejo por la gloria de su jefe de filas. Iba en el sueldo.
—Vamos a cenar.
—Eso. Que nos dé el aire —instó alguien.
—Vamos acarajotaos.
Y, de pronto, el silencioso pasillo se llenó de gente y ruido, tras el portazo de las cuatro puertas que, por fin, se cerraban del todo, como al cabo de una larga guerra.
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