La gran decisión de Federico
Hace cien años, García Lorca se debatía entre la música y la poesía, las grandes pasiones de su vida

En los calurosos días de hoy hace cien años, Federico García Lorca, con dieciocho primaveras recién cumplidas, se debatía entre sus dos pasiones: la música y la poesía. Era el más joven y perspicaz de la tertulia del Café Alameda, llamada El Rinconcillo, en donde sus contertulios, entre ellos, Melchor Fernández Almagro, Gallego Burín, Ángel Barrios, Ismael González de la Serna o Hermenegildo Lanz, lo tenían considerado un músico en potencia.
En 1909 la familia de García Lorca se instala en el 66 de la Acera del Darro. El niño Federico, que ya traía en sus juegos los teatrillos, canciones populares y primeras nociones de piano y guitarra, con que sus tíos Isabel y Luis le entretuvieron la niñez; acude a clase con Eduardo Orense Talavera, organista de la catedral. Pero su más querido profesor de música será, poco tiempo después, Antonio Segura Mesa, viejo pianista y compositor que daba clases de solfeo y armonía, de forma gratuita, en la Escuela Municipal de Música. Don Antonio había sido a mediados del XIX un niño prodigio que componía canciones y piezas para piano, impregnado del aroma que desprendía el Teatro del Campillo en sus habituales temporadas de ópera italiana y zarzuela grande; que tocó el piano para Verdi en aquella frugal aventura que se llamó Escuela de Canto y Declamación Isabel II; que estrenó zarzuelas y una ópera de éxito lisonjero; y que participó como intérprete y profesor en cuantas asociaciones artísticas fueron surgiendo en la Granada de las últimas décadas del XIX.
Congenió el muchacho con este viejo y desengañado profesor que tantas veces le decía: Que yo no haya alcanzado las nubes, no significa que no existan. Con él descubrió a Beethoven, a Chopin, pero también a Albéniz y a Debussy; y con él compartió su amor por la música popular en su modesta casa de Escudo del Carmen.
Eran habituales en los Cafés de Granada los Sextetos: el de José y Luis Montero, el de Benítez o el de Romero, que daban a conocer el repertorio sinfónico y lírico en reducciones. En el Paseo del Salón la Banda del Regimiento de Córdoba se arrancaba con la Marcha del Tannhäuser, una fantasía pucciniana o con la más actual de las zarzuelas de moda. En el Centro Artístico, del que fue socio desde marzo de 1915, García Lorca tuvo la ocasión de escuchar la guitarra de Andrés Segovia, el violín de Fernández Arbós, los plectros del Trío Iberia, a Fernando de los Ríos conferenciar sobre Beethoven y también a prestigiosos escritores como Ortega y Gasset, Eugenio D'Ors o Ramiro de Maeztu.
Por entonces se constituye también la Sociedad Beethoven, que dio a conocer la música de cámara centroeuropea en el Hotel Alhambra Palace. En los Teatros predominaban las compañías de zarzuela y varietés; también empezaban a subir a los escenarios los bailes flamencos, con la Niña de los Peines o la Zambra del Sacromonte de Pepe Amaya. Y, cómo no, los conciertos sinfónicos del Corpus. Me gustaría pensar en el adolescente Federico escuchando a Beethoven, Wagner o Richard Strauss a la Sinfónica de Madrid en 1911, 1912 y 1914, y a la Sinfónica de Barcelona en 1915. Pero sobre todo, me gustaría imaginar la cara de emoción de Lorca en el Palacio de Carlos V, el 26 de junio de 1916, clavando su mirada curiosa en Manuel de Falla, que ese día con la Sinfónica de Madrid interpretó las Noches en los Jardines de España; cuatro años antes de que el gran músico y el ya entonces conocido poeta unieran sus suspiros en la Granada del ensueño.
La muerte de don Antonio, su maestro de música, el 29 de mayo de ese 1916, le hizo desechar definitivamente la idea de marchar a París a continuar sus estudios de música (que rotundamente le venían desaconsejando sus padres) Desde ese momento comienza su debate interior entre su dedicación a la literatura o a la música. El 8 de junio tiene lugar su encuentro en Baeza con Antonio Machado, durante una de sus excursiones; fue en un acto en el que el poeta recita fragmentos de su obra y Federico, aún más músico que poeta, ilustra al piano. Crucial será su estrecha relación y frecuentes viajes con el profesor de Literatura y Arte, Martín Domínguez Berrueta, en los que predominará el verso y la prosa.
En abril de 1918 cuando el editor granadino Ventura Traveset saca a la luz su primer libro: Impresiones y paisajes, estaba iniciado su camino hacia esas nubes que su viejo maestro siempre vio lejanas y que él iba a sobrepasar en su corta pero arrolladora existencia. Federico encabezó el libro con una sentida dedicatoria a don Antonio Segura: "A la venerada memoria de mi viejo maestro de música, que pasaba sus sarmentosas manos, que tanto habían pulsado pianos y escrito ritmos sobre el aire, por sus cabellos de plata crepuscular; con aire de galán enamorado y que sufrió sus antiguas pasiones al conjuro de una sonata Beethoveniana. ¡Era un Santo!".
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