¡Qué grande es el cine!
Entre 1995 y 2005 se dictaron 359 clases de cine en horario nocturno -y a veces hasta de madrugada- a través de La 2 de RTVE El encargado del máster se llama José Luis Garci

En su última edición, el DRAE despacha el término "cinéfilo" con la tan escueta como vaga definición de: "aficionado al cine", metiendo así en el mismo saco desde quién se embelesa con los telefilms de después del telediario hasta los que diseccionan las películas analizando su guión, los actores, el director, la escenografía y en general todos los aspectos técnicos y artísticos que contribuyen al éxito (o fracaso) de un film. En lenguaje coloquial, sin embargo, se suele entender que la catalogación de "cinéfilo" implica al menos una cierta cultura cinematográfica que se deriva del amor por el cine y que se consigue, normalmente de manera autodidacta, viendo muchas películas y leyendo muchos libros.
Como buen aficionado al cine cumplí con gusto con ambos requisitos y además tuve la suerte de ver complementada mi "formación" con un peculiar y dilatado "máster" de diez años de duración que, al contrario de lo que suele ser habitual, esto es, el ser tan caros como inútiles, me salió completamente gratis y me enseñó a comprender -y apreciar- mejor el mundo de la cinematografía. En efecto, de 1995 a 2005 se dictaron 359 clases de cine en horario nocturno -y a veces hasta de madrugada- a través de la 2 de Televisión Española, siendo el profesor encargado del "máster" el director de cine José Luis Garci.
El formato de ¡Qué grande es el cine! era sencillo: Garci y sus invitados sentados a una mesa y a sus espaldas un decorado de sombras chinescas con imágenes icónicas del cine como Alfred Hitchcock con un cuervo posado en el hombro; la silueta de Charlot; la figura de un cowboy o el perfil de un gánster. Comenzaba con una breve presentación del film que íbamos a ver, con algún apunte curioso sobre el director, los actores o las circunstancias del rodaje. A continuación se emitía la película y a su finalización y tras un recordatorio que hacía el propio Garci sobre las cosas que ocurrieron en el mundo (con especial atención a los acontecimientos boxísticos) en el año en que se realizó la película; se iniciaba un coloquio entre los invitados en el que estos analizaban, explicaban y opinaban sobre todas las facetas de la película, contribuyendo, de esa manera, a veces a confirmar las intuiciones del espectador, a veces a descubrirle detalles que este había pasado por alto y siempre a instruirle sobre los resortes que se utilizaban para construir la película. A lo largo de tantos años son muchos los invitados de manera cíclica pasaban por el plató de ¡Qué grande es el cine! y como en el instituto o la universidad, siempre uno tiene sus profesores favoritos. Personalmente, a mi me encantaba ver a Antonio Giménez Rico aportando el punto de vista del director; a Juan Cobos, critico y erudito de cine -ahora retirado en Vejer- explayarse en su extenso anecdotario sobre los rodajes y en su enciclopédico conocimiento sobre el que tanto tiempo fuera su amigo el actor y director Orson Welles; al fiscal Eduardo Torres Dulce disertar sobre su adorado John Ford y el mítico mundo del western, un territorio en el que, paradójicamente, la ley la dictaban antes los revólveres que los jueces; a Miguel Marías -hijo de filósofo y hermano de escritor- siempre con su pipa en la mano, hablando con extraordinaria y quizá genética lucidez acerca de Hawks, Lang, Walsh o Renoir; Fernando Méndez Leite el director de la escuela de cine de Madrid que nos deleitaba con sus didácticas explicaciones sobre los valores o carencias artísticas de las películas y, sobre todo, Juan Miguel Lamet, un gaditano productor y guionista (impartía las clases de guión en la escuela antes mencionada) que concebía a los telespectadores como una extensión de sus alumnos embelesándonos con su facilidad para hacernos entender las complejidades y sutilezas del proceso de producción, realización y montaje de una película. Al finalizar el coloquio cada contertulio señalaba su escena preferida y así el aficionado descubría que invitado mostraba más afinidad con su propio criterio. Los seguidores de ¡Qué grande es el cine! aprendimos a hablar de una película con criterio, a poder explicar el porqué nos había gustado y, en definitiva, a querer el cine de la misma manera que nos inculcaban Garci y sus amigos a lo largo de las tertulias. Con todo el mayor mérito del programa fue el darnos a conocer películas que difícilmente hubiésemos visto de otra forma en por estar fuera de los circuitos convencionales de proyección y, aún más importante, porque ni siquiera las conocíamos. Estaré eternamente agradecido a Garci por descubrirme a Carl Th. Dreyer, director de esa joya cinematográfica llamada Ordet; por permitir que viese ese magistral clásico del cine documental que es Los hombres de Arán; por haberme fascinado con el plano-secuencia inicial de Sed de mal de Orson Welles; por ilustrarme sobre la seducción del cine negro con películas como: Los sobornados, Perdición o Retorno al pasado; por abrirme los ojos a una filmografía tan bella y sencilla como la oriental de Yasujiro Ozu o Akira Kurosawa... y , en definitiva por lograr que Lubitsch, Wilder, Lean o Allen, fuesen casi como de mi familia.
En ese abandono suicida que hizo la televisión (y en general el país entero) de la excelencia y la calidad, ¡Qué grande es el cine! desapareció igual que lo hicieron La clave, de Balbín, o Negro sobre blanco, de Sánchez Dragó. Hoy la intelectualidad televisiva está abanderada por Wyoming, el tipo de Sálvame y una tal Belén Esteban. Los tiempos de Garci ya han pasado, ya no comenta combates de boxeo en Canal plus con Julio César Iglesias, ya no hay humo de tabaco en el plató y la Nueva York que le deslumbró ya no es la misma: la gente viste con peor gusto, las librerías han desaparecido, no se respetan los semáforos en rojo... y el dry martini ya no sabe igual.
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