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El director de orquesta neoyorquino John Mauceri reivindica la música de los exiliados europeos en USA como la gran tradición clásica del siglo XX

Arnold Schoenberg dando clases en la Universidad de UCLA / ASUCLA
Pablo J. Vayón

11 de agosto 2024 - 06:19

A John Mauceri (Nueva York, 1945) muchos lo conocimos cuando en la década de 1990 participó como director en una serie que el sello Decca empezó a publicar con el título genérico de Entartete Musik (Música degenerada), en la que se pretendía recuperar la música de los compositores ridiculizados (y prohibidos) por los nazis en una famosa exposición con ese nombre (Düsseldorf, 1938) que era réplica de una anterior más importante sobre el arte pictórico (Entartete Kunst). Aquellos discos restauraron música olvidada de algunos compositores de notable reputación (incluidos Weill, Schoenberg, Zemlinsky o Hindemith) y la de otros reconocidos especialmente por su actividad en la música de cine (de Korngold a Waxman), pero sobre todo puso en valor nombres que eran por completo ignorados, incluso por los más eruditos: Hass, Ullmann, Krása, Schreker, Schulhoff, Krenek, Wolpe, Braunfels, Rathaus, Goldschmidt, Strassfogel...

La mayoría de estos músicos eran judíos: algunos murieron en los campos nazis; otros emigraron a los Estados Unidos. Mauceri considera que con ellos no se ha hecho justicia, pues las circunstancias políticas determinaron que, tras la Segunda Guerra Mundial, desde las más altas instancias públicas occidentales se privilegiara la más radical creación experimental, que rompía radicalmente con la tradición de la música clásica que estos compositores representaban, y este libro es una encendida defensa de la necesidad de volver a poner su legado en el centro del repertorio orquestal de nuestros días.

Esta consideración de la vanguardia de la posguerra como auténtica herramienta política había sido ya analizada por Alex Ross en su famoso bestseller El ruido eterno, en el que profundizaba en la ingente cantidad de recursos empleados desde el gobierno americano para fomentar una música que rompiera con la alta consideración que los alemanes tenían de su propia tradición, y ello como recurso de guerra psicológica para socavar su prestigio no sólo estético o intelectual, sino moral. Mauceri considera que lo que podría haber sido una experiencia meramente temporal se consolidó durante la Guerra Fría, ya que el nuevo enemigo era una URSS que también, como el Reich, condenaba las prácticas modernistas. La música se convirtió en un arma de combate. El apoyo oficial –y no sólo de los gobiernos, sino de entidades privadas y un ejército rocoso de intelectuales y críticos– se dirigió a las vanguardias emergidas de la posguerra en torno al serialismo (sobre todo, en Europa) y la indeterminación (en USA) rompiendo radicalmente la línea central de la evolución clásica. Eso se llevó por delante no sólo a la exitosa tradición posromántica, creada en torno a la escuela de Strauss y Mahler, sino también a la ópera italiana que culminó en Puccini, cuyos sucesores se vieron contaminados por el fascismo. El resultado es bien conocido: la fractura entre la nueva música y el público, atraído mayoritariamente por las corrientes de la música popular y muy alejado de lo que algunos pomposamente llaman música de creación (como si las canciones pop nacieran de las setas).

La guerra y la música. John Mauceri

La ficha

La Guerra y la Música. Los caminos de la música clásica en el siglo XX

John Mauceri. Traducción de Lorenzo Luengo

Madrid: Siruela, 2024 (edición original, 2022).

299 páginas. 26 € (ebook: 12.99 €)

En un breve ensayo que publicó también Siruela en 2003 (El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin), Alessandro Baricco se lamentaba ya de que se hubiera quebrado la línea de Puccini y Mahler. Aquel texto de Baricco fue tildado en su día de polémico e incluso provocador. Y es que el discurso del dogmatismo vanguardista de los años 60 y 70 había llegado aún muy fuerte a finales de siglo. Hoy la arremetida de Mauceri contra la vanguardia de la posguerra –muy significativamente contra Pierre Boulez, al que, con razón, categoriza como el hombre más poderoso de toda la música clásica en el siglo XX–, es vista con absoluta naturalidad e incluso con una creciente simpatía en un medio musical cansado de lo que el director americano llama “eterna adolescencia” de la vanguardia.

La reivindicación de Mauceri va en cualquier caso un poco más allá. El exilio europeo en Estados Unidos, que incluía a Schoenberg, Korngold, Hindemith, Weill, Waxman, Rózsa, Steiner, Reiner, Walter... –¡y a Gershwin, Copland o Bernstein como emigrantes de segunda generación!– no sólo trasladó la tradición de la música de concierto europea a América, sino que creó una tradición original, la de la música para el cine, que no era otra cosa que la traslación de Wagner –al que considera el gran inventor de la música fílmica– a un entorno nuevo. Mientras la vanguardia oficial y sus altavoces mediáticos utilizaban el término “hollywoodiense” de forma despectiva y hacían música consumida en pequeños cenáculos de expertos, el gusto mayoritario se moldeaba con las creaciones épicas y conmovedoras que se difundían desde las pantallas, una música que Mauceri considera tiene –aunque no siempre, reconoce– poder autónomo y que debería figurar junto a las obras de concierto escritas durante décadas por los compositores tonales en los programas de las grandes orquestas internacionales. Y de hecho, aunque lentamente, eso es lo que está pasando ya: uno ve a la Filarmónica de Viena tocando en la Sala Dorada del Musikverein la Marcha Imperial de Star Wars bajo la batuta de John Williams en un concierto grabado por Deutsche Grammophon y entiende que los tiempos están cambiando. Mauceri apostilla: el gran reto de futuro (casi de presente) para los compositores está en los videojuegos y el carácter interactivo que se exige para su música.

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