Un poco de literatura

El ojo de Goliat | Crítica

El argentino Diego Muzzio propone en ‘El ojo de Goliat’, publicada por Las Afueras, una ficción difícil de definir: una novela de aventuras o de misterio escrita en un idioma envidiable

El autor Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969).
Luis Manuel Ruiz

18 de agosto 2024 - 06:31

La ficha

El ojo de Goliat. Diego Muzzio. Las Afueras, 2024. 232 páginas. 18,95 euros.

Leemos en la solapa de este El ojo de Goliat (premio de la Fundación Medifé Filba en 2021) que su autor, Diego Muzzio, ha practicado con anterioridad la poesía, el relato breve (Mockba, 2007; Doscientos canguros, 2019) y, sobre todo, la narrativa para jóvenes (más de una decena de títulos en los que los editores no se detienen). Habiendo recorrido previamente su libro de nouvelles Las esferas invisibles (2015), sabíamos ya qué influencia ejerce cada uno de estos géneros en el arte de Muzzio: es el argentino dueño de una prosa contundente, bien nutrida, más emparentada con Borges y Lugones que con Piglia, herencia sin dudarlo de su labor como cuentista; el cuidado con las frases, que respeta cadencias y parece siempre atenta al mot juste, revela al poeta; y el narrador juvenil se ve en la ambientación exótica, el gusto por lo fantástico y aun lo macabro, y el homenaje a referentes obvios de la novela adolescente, desde Verne a Poe pasando por Melville y Conrad, entre otros tantos. 

La escenografía misma de El ojo nos remite ya a los clásicos de la aventura británica del XIX. Un primer tercio del relato discurre en un asilo para alienados de patentes tintes góticos, cuya afinidad con ciertos episodios de Stevenson o Lovecraft es reconocida expresamente por detalles de conversaciones y mobiliario; la segunda parte, situada en un faro en el fin del mundo, evoca los millares de peripecias marinas y horrores subacuáticos que tanto hemos frecuentado los aficionados a estas cosas; y la tercera y última, que retoma la primera, añade a las oscuridades iniciales toques de género bélico y unas gotas de filosofía o psicología, no sé si gratuitas, con las que el autor trata tal vez de evitar la acusación de quedarse en las superficies. El resultado, en fin, aunque más o menos satisfactorio, resulta difícil de definir: nos decantaríamos por una suerte de novela de aventuras o misterio (suspenso, dicen en el Río de la Plata), decorada con toda la parafernalia de los grandes títulos del género, escrita en un idioma envidiable, a la que sólo lastra, quizás, una preocupación por la profundidad que no le hace ninguna falta, porque las lejanías marinas y los manicomios ya son bastante interesantes de por sí, digan lo que digan los críticos.

La acción transcurre en un asilo para alienados y un faro en el fin del mundo, escenarios que remiten a los clásicos de la aventura británica del XIX

El argumento corre del siguiente albur: hay un psiquiatra inglés, Edward Pierce, que regenta un establecimiento para damnificados de la Gran Guerra; una noche de lluvia recibe al insólito David Bradley, que, rescatado in extremis de un faro en el vértice de la Patagonia, no puede dejar de nadar en el vacío; Pierce, también herido por una esquirla en el frente occidental y sometido a jaquecas atroces, se emplea a fondo en el tratamiento de este nuevo paciente, cuyos antecedentes descubre poco a poco; ayuda a ello la lectura del diario del propio Bradley, donde se relatan al milímetro sus padecimientos en el faro El ojo de Goliat, que está encargado de revisar y mantener durante un par de semanas de espanto; el descenso a los infiernos mentales de Bradley implica para el doctor Pierce una prueba paralela, y el enfrentamiento a negruras de su pasado en las trincheras que, pese a su formación psiquiátrica o precisamente por ella, él prefiere soslayar. Asistimos así a una suerte de viaje a las tinieblas de la guerra, sus horrores, la atrocidad humana, en ambientes que recuerdan a Céline y a Conrad, trufados con abundante simbología (el albatros, los animales disecados, Goliat, el minotauro) y cuya manifiesta confusión (al fin y al cabo, se trata de un libro sobre la locura) redime la excelencia de la prosa.

Aparte de los defectos que pueda tener, El ojo de Goliat resulta una lectura recomendable por varios motivos de peso. El primero, repito, estar escrito en un idioma que otros ya ni se molestan en intentar, con la excusa de que vivimos tiempos de pantallas y de prisa y de no sé qué; otro es su cercanía a clásicos de la verdadera literatura, cuya sugerencia, aun lateral, colorea las páginas con su magia, Stevenson y Kipling y Poe; otro más, su narración pausada, prolija, bien asentada, consciente de su tarea, alejada de esas retahílas de telegramas o guiones camuflados que nos venden diariamente como el último éxito de turno y que sólo camuflan la incapacidad o el descuido. El ojo de Goliat ofrece, en fin, un poco de eso que tanto escasea últimamente en las librerías: de literatura. 

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