Manuel Alejandro: vivir la emoción

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El jerezano publica ‘Vibraciones y elucubraciones de un escribidor de canciones’, un libro en el que repasa su carrera y en el que coloca el sentimiento por encima de “las técnicas aprendidas”.

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El músico Manuel Alejandro (Jerez de la Frontera, 1933), fotografiado hace unas semanas en su casa de Alcobendas.
El músico Manuel Alejandro (Jerez de la Frontera, 1933), fotografiado hace unas semanas en su casa de Alcobendas. / Borja Sánchez-Trillo / Efe

Manuel Álvarez-Beigbeder y Pérez del Ángel, el hombre que se esconde tras el seudónimo de Manuel Alejandro, sabe que la emoción funciona como una suerte de alquimia en los procesos creativos, que el conocimiento y la lógica no pueden plasmar el caudal desbocado de la vida en toda su intensidad. “Fue ya al escribir mi primera canción”, cavila este maestro que ha dado forma a temas míticos como Qué sabe nadie, Como yo te amo o Soy rebelde, “cuando supe que sobraban las fórmulas, las técnicas aprendidas; que los estados de ánimo están muy por delante; que los sentimientos en caliente son esenciales; que una canción no se piensa, no se mide, no se apuntala, no se compone; que es agua clara y limpia; cristalina cascada, manantial, agua derramada... Ni escalas ni arpegios ni armonías necesita; sólo darle rienda suelta a la imaginación y recordar cómo, de qué manera se siente el amor en plena batalla, y volverlo a vivir, a sentirlo plenamente”.

El jerezano vuelve atrás en su memoria y discurre sobre su oficio en Vibraciones y elucubraciones de un escribidor de canciones, un libro que publica con Ediciones B y en el que este aliado imprescindible en las carreras de Raphael, Julio Iglesias o Rocío Jurado, entre otros muchos, y padrino de Alejandro Sanz, observa desde la humildad sus logros, se resiste a la etiqueta de compositor y prefiere denominarse escribidor de canciones. “Define con exactitud lo que he hecho toda mi vida labrándomelo grito a grito y lamento a lamento; el escribidor era aquel iniciado, o de los pocos letrados de algún poblado, que por unas monedas o por compasión, escribía las cartas a los enamorados que no sabían hacerlo. ¿Habría algo más bonito?”, apunta Manuel Alejandro.

En estas Vibraciones y elucubraciones, su autor se muestra reflexivo y plantea a los lectores numerosas preguntas, entre ellas si estamos predestinados a cumplir un papel que nos ha sido dado por la providencia. Aunque es hijo del compositor Germán Álvarez-Beigbeder, y las notas de piano atravesaban los pasillos en la casa de su infancia en el Barrio de San Miguel, precisamente en la calle de Santa Cecilia, Manuel Alejandro vislumbró su futuro de hacedor de canciones ante otro interrogante, el de si “era más bella la música con palabras y las palabras más bellas con la música”. El destino también hizo de las suyas: un accidente cuando tenía 16 años, por el que se fracturó el codo del brazo derecho y tuvo que someterse a constantes intervenciones, apartó a aquel joven momentáneamente de la exigente formación que su padre habría querido para él y empezó a alejarlo de “la música a la que se le debe nominar Música”.

De las “lapidarias letras” del flamenco se calaría “hasta el tuétano” en su infancia jerezana

En sus memorias, Manuel Alejandro evoca con nostalgia, al volver a las raíces, la cercanía de su vivienda con la calle Nueva, “la Quinta Avenida de ese flamenco” que contemplaba “sobrecogido y tembloroso”, de cuyo sentimiento, “de sus sentenciosas y lapidarias letras”, se calaría “hasta el tuétano”. Más crítico es el recuerdo a las familias adineradas de Jerez, que se niegan a mezclarse con la gente común –el capítulo se titula El apartheid jerezano–, y por las que el autor asegura categórico que “aún hoy quedan quienes creyéndose ser pura pata del Cid van avasallando por donde respiran”.

Manuel Alejandro dejaría su ciudad para probar suerte en Madrid, unos comienzos difíciles hasta que el Festival de Benidorm le otorgó la bendición que el joven esperaba. El Picnic, “santuario del asueto nocturno de la homosexualidad madrileña, y diría española, entonces oculta en los armarios blindados y perseguidos por el régimen”, sería una inesperada escuela. “Había escogido, con ese lugar y ese piano, la manera de impregnarme de la materia prima de la que quería vivir; y tocaba cuatro o seis horas todos los días toda clase de canciones que habían estado y estaban de moda, y las escudriñé y supe de qué constaban y cómo estaban construidas; y las toqué mil veces a toda clase de gente”.

Pese a su impresionante currículum, el nonagenario descarta las certezas y sólo alberga intuiciones: no ha podido descifrar qué componente secreto transforma una composición en un triunfo. “Yo he pasado”, reconoce en estas páginas, “más de una decepción que me hace dudar de la fuerza, del éxito, de una canción por sí sola o sin el intérprete y sin el momento adecuados... Soy rebelde, que le escribí a una mexicanita novata llamada Sola, buena cantante y en la que su disquera tenía puestas todas sus esperanzas, pasó sin pena ni gloria hasta que un señor llamado Rafael Trabuchelli, productor, se fijó en la canción y prácticamente obligó a una cantante que tenía en su elenco de Hispavox, con un hilo de voz, pero una monada de criatura; se llamaba Jeanette, ya en auge en aquel momento, y la grabó y ahí tienen la canción recordada por todos”.

“Una canción no se piensa, no se mide, no se apuntala”, defiende el músico y letrista

En Vibraciones y elucubraciones, Manuel Alejandro repasa sus colaboraciones más notables. Cuando acompañó a Raphael en su primera gira americana, comprobó cómo esperaba al artista en los alredores del hotel “un gentío interminable que ansiaba recibir, yo diría, no su saludo; sino su bendición... algo inaudito. Y no eran fans al uso: niñas enloquecidas, que también, lo que acudía; sino enfermos en camillas, inválidos en sillas de ruedas, tullidos; congregaciones multitudinarias de diferentes credos”.

El veterano considera Un hombre solo “el álbum cumbre” en la carrera de Julio Iglesias y en la suya. En el libro, recuerda el dispositivo que montó en Miami su anfitrión con un equipo de buzos para recuperar el bolígrafo Parker con el que Manuel Alejandro escribía y escribe todas sus letras, y que se había caído al agua del embarcadero. “Creo que, en general, tenemos un concepto equivocado de lo que es el día a día de una primerísima figura de ciertas artes”, sostiene el músico, que identifica como rasgos del divo la “disciplina estricta” y el “trabajo sin descanso”.

A Rocío Jurado le brindó “las palabras y los versos que la dibujaban valiente, suficiente y extremadamente apasionada”. La admiración que siente por la chipionera –“si hubiese educado su voz, hubiera llegado a ser una Callas o una Tebaldi”– es tal que tras su semblanza necesita “muchos compases de espera para seguir hablando de otros cantantes con el entusiasmo debido”. El mismo entusiasmo que le expresó a Manuel Alejandro Gabriel García Márquez, que en una visita al estudio del escritor le interpretó conmovido sus letras. “Esas, y un puñado más”, le confesó el Nobel, “las canto cada vez que me atranco”.

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