La película de una vida
Geoff Dyer publica 'Zona', una mirada fascinada a 'Stalker', la película de Andréi Tarkovski, y a la vez una suerte de autobiografía cinéfila-sentimental



Zona, el libro de Geoff Dyer sobre su forma de ver, sentir y pensar Stalker, su intento de expresar "el persistente misterio" de esta obra de Andréi Tarkovski, un "informe de visionados, recuerdos, falsos recuerdos y olvidos", eso sí pero nunca una "disección", advierte el escritor inglés -menos mal, entre otras cosas porque tal operación difícilmente sería aplicable a este filme en particular-, supone por encima de todo una oportunidad para acercarse una vez más a la obra del cineasta legendario, del escultor del tiempo, como es bien sabido, que lo dijo él mismo encantado de conocerse pero no sin razón en uno de sus hermosos libros.
Stalker, estrenada en 1979, quinto trabajo profesional del director ruso, es una de esas películas -de uno de esos directores- que podría hacer fácilmente las delicias de los caricaturistas de trazo grueso, de todos aquellos que desde el sesgo de su propio gusto informado pero intransigente o desde el mero humor de cuñados pintan el cine de autor como una plúmbea sucesión de imágenes pretenciosas, tantas veces en blanco y negro (y éste es uno de esos casos, aunque no completamente), donde todo es agotadoramente lento, donde nunca parece ocurrir nada, donde para colmo de la parodia capciosa -como si hiciera falta más munición...- una voz en off proclama, en los primeros minutos de su metraje, que "todo es aburrido sin esperanza".
El propio Dyer -que en el pórtico del libro, recurriendo a Albert Camus, advierte del tono que encontrará el lector en sus páginas: "Al fin y al cabo, la mejor manera de hablar de lo que te gusta es hacerlo a la ligera"- ironiza sobre todos esos rasgos supuestamente privativos del cine con hambre de trascendencia, del cine que se sabe o se quiere arte. El autor no ahorra una sola chanza al respecto -ya sea sobre Antonioni, Angelopoulos o Lars von Trier-, y en muchas ocasiones no se limita a eso sino que además entabla prácticamente una discusión con el carácter de Tarkovski, quien además de genial era singularmente propenso a considerarse a sí mismo como legítimo sujeto de adoración ciega y universal. Pero aunque Dyer bromea, lo hace como sólo se hace con los amigos verdaderos, a los que uno quiere por encima de sus irritantes manías. En su caso, y no es que sea una anomalía, de la mano del amor y la admiración viene también la "gratitud", confiesa el escritor, porque de no haber visto Stalker con poco más de 20 años, con la fiebre propia de las etapas de formación, la primera de muchas otras veces, su "receptividad ante el mundo habría disminuido radicalmente".
¿Qué oculta la película para provocar semejante impacto? En una atmósfera de ciencia-ficción, o más bien de abstracción, porque en el transcurso del accidentado rodaje -que incluyó, entre otras muchas circunstancias imprevistas, una reescritura sustancial del guión- Tarkovski, "el gran poeta de la calma en el cine", difuminó hasta casi hacerlas desaparecer las marcas de género; en una historia que transcurre en todo momento en lo que Dyer llama "el reino de la verdad universal", tres hombres, o mejor dicho tres Tipos de Hombre, parten de viaje hacia la Zona, un enigmático pedazo de tierra de un país -así lo advierten los intertítulos que se empeñó en añadir el estudio, Moscofilm, para resaltar la naturaleza fantástica de la historiay de este modo invalidar las posibles lecturas políticas- que es y no es la Unión Soviética. Años atrás, tras la caída de un meteorito o la visita de una nave alienígena, no se sabe, algo que no se aclara y en todo caso no importa, el Ejército fue enviado allí, los soldados jamás regresaron y el Estado delimitó aquella región con alambradas y reprimió cualquier intento de sus habitantes de acercarse a ella.
Pero hacia allí van no obstante el Profesor, el Escritor y Stalker, el rastreador, un miembro de la rara estirpe de los guías que clandestinamente ayudan a los curiosos -a los desesperados- a llegar a ese lugar, en el que se dice que hay una habitación donde se hacen realidad no tanto los mayores como los más secretos e insospechados -de tan profundos- deseos de quienes entran ella. "Olvidad las ideas previas del tiempo", advierte Dyer al hipotético nuevo espectador de esta película. "Dejad de mirar el reloj, esto no va a ir a la velocidad de Speed, pero si os rendís al tiempo de Tarkovski, el caos atropellado de El ultimátum de Bourne os parecerá más aburrido que La aventura", escribe el autor, consciente de que, en todos los sentidos posibles, para Tarkovski el cine era una cuestión de tiempo: "Creo que una persona normalmente va al cine por el tiempo", dijo éste una vez: "Ya sea por el tiempo desperdiciado, perdido o todavía por ganar"; "la imagen deviene auténticamente cinematográfica -señaló en otra ocasión- cuando (entre otras cosas) no sólo vive en el tiempo, sino que el tiempo también vive en ella, incluso en cada fotograma individual".
El libro de Dyer es él contando y comentando la película secuencia por secuencia; él hilando en el tejido de su propia y azarosa biografía la hipnótica y a ratos devastadoramente pesimista meditación de Tarkovski sobre la condición humana; deteniéndose aquí y allá, buscando raíces, ecos y reflejos de su querida película -en Antonioni, Bresson y Bergman, en Nuri Bilge Ceylan y Andrei Zviaguintsev, incluso en el escritor Kenzaburo Oé y el grupo de ambient Stars of the Lid-; glosando el "aire de profecía" de la película, los "temblores de futuro" en sus poderosas imágenes -la catástrofe nuclear de Chernobil, el 11-S- y las turbadoras resonancias históricas -el Gulag, claro- que pueden hallarse en una película que, como un auténtico poema, es inagotable en la medida en que sus vibraciones de belleza y de algo parecido a una verdad inefable resuenan más allá de los límites de un significado concreto.
Por la naturaleza libérrima y caprichosa del libro, no será de extrañar que unos lo llamen artefacto, que puntúa alto en materia de terminología resultona, ni que otros lo definan como inclasificable. Cuando en realidad es algo muy sencillo -sencillo, no fácil, porque el tono como de colegueo y simpática ironía no siempre funciona y a veces resulta entre cargante y algo naïf, y porque las páginas pierden fuerza y tensión conforme avanzan-: es un hombre pensando, sin tomarse demasiado en serio, sobre cómo y por qué vemos cine, sobre por qué unas personas hacen películas y otras las ven, y sobre por qué verlas, a veces, de una manera íntima, inexplicable, intransferible, se parece mucho a hacerlas.
Geoff Dyer. Trad. Cruz Rodríguez Juiz. Mondadori. Barcelona, 2013. 192 páginas. 16,90 euros
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