La patria de la lengua
Poemas escogidos (1962-1996) | Crítica
Siruela publica una antología de Joseph Brodsky que presenta los poemas del Nobel ruso en excelentes versiones del traductor cubano Ernesto Hernández Busto

La ficha
Poemas escogidos (1962-1996). Joseph Brodsky. Edición de Ernesto Hernández Busto. Siruela. Madrid, 2025. 256 páginas. 22,95 euros
En junio de 1972, todavía en la primera treintena, el poeta Iósif Brodsky fue obligado por las autoridades soviéticas a abandonar su país natal si quería evitar males mayores. Ya antes había sido juzgado y condenado por el cargo, usualmente aplicado a los desafectos, de “parasitismo social”, y aunque no formaba parte de la disidencia organizada –abandonó pronto los estudios, llevaba una vida bohemia e iba a su aire, completamente por libre– era evidente que ni su obra, del todo ajena a las consignas oficiales, ni su desdeñosa actitud hacia las instituciones de la dictadura, se adecuaban a lo que los envilecidos gestores de la cultura esperaban de los obreros de la pluma. Al emprender el camino del exilio, echó en la maleta una máquina de escribir y un libro de poemas de John Donne. Tras sendas estancias en Viena y Londres, se estableció en América y cinco años después de su salida de Rusia obtuvo la nacionalidad estadounidense. Primero el madrinazgo de la inmensa Anna Ajmátova, valerosa superviviente de una generación de poetas mártires, que vio en su joven protegido a un heredero de la diezmada tradición por ellos representada, y ya en el exilio el Nobel que recibió con menos de cincuenta años, le dieron al petersburgués una proyección internacional que en la práctica reconocía a un autor bilingüe.
Las recreaciones procuran reproducir los metros, las rimas y la musicalidad de los originales
Brodsky, en efecto, escribió en ruso e inglés y aunque él mismo supervisó las versiones de los poemas escritos en su lengua nativa a la de adopción, los estudiosos de su poesía coinciden en destacar que es mucho lo que se pierde en el transvase, de ahí la importancia de volcarla en traducciones que en el caso de los poemas rusos partan directamente de los originales. Así lo ha hecho el cubano Ernesto Hernández Busto en una espléndida antología, publicada por Siruela, que incluye poemas hasta ahora inéditos entre nosotros y sobre todo procura reproducir, en esas versiones directas, algo de la cuidada prosodia –los metros, la musicalidad, las rimas internas– que no encontramos en otras traducciones. Tanto su ensayo introductorio como las notas finales, repletas de valiosa información sobre el autor, los poemas, su contexto y las propias versiones, arropan con rigor y brillantez una selección personal que restituye a un Brodsky insólito y más verdadero, más fiel a un poeta cuyo itinerario es a un tiempo recorrido e interpretado. Gracias a su trabajo, podemos ver con claridad las coordenadas vitales, las sucesivas identidades, las distintas voces y legados que se sobreponen en una obra que nace de la desposesión y tiene por ello un fuerte componente elegiaco, pero donde alienta una voluntad de resistencia –de celebración– que se expresa a través del lenguaje, no sólo vehículo de ideas sino fin en sí mismo.
Fue la “sonriente autoconciencia del desastre” lo que libró al exiliado de caer en el victimismo
Sobre todo en los inicios, Ajmátova inspiró en Brodsky, entre otros valores espirituales, la noción de que “el poeta ruso tenía que expresar el alma de un idioma”, recreado en los versos del discípulo sin las adherencias de la “jerga soviética”. Una rara mezcla de conciencia de la tradición, afán de trascendencia –de origen judío, el poeta no era creyente, pero se sentía religado al imaginario del cristianismo– y humorística distancia, alejada de los tonos dolientes en los que se complacen otros desarraigados, caracterizan una poesía que no teme abordar los grandes temas –“el poeta es alguien que habla siempre a una instancia superior”, de acuerdo con la enseñanza de Ajmátova– y a la vez rehúye la solemnidad. En este sentido, como afirma el traductor, en relación con el poema A un tirano, la obra de Brodsky –pensemos también en la de su amigo el gran Dovlátov– “porta una enseñanza para los disidentes, entonces y ahora: la denuncia siempre es mucho más devastadora si se hace con ironía y sentido del humor”. Opuesta al enojoso victimismo, fue la “sonriente autoconciencia del desastre”, en acuñación de Hernández Busto, lo que libró al exiliado de caer en la alienación o el desencanto mortificante, cuando dejó atrás los modelos de la lírica rusa clásica para ensayar una poesía más concisa y prosaica que sumara, de acuerdo con su ecuación, la “forma romántica” y el “contenido moderno”. Fuera de Rusia y de su Imperio, seguía habitando la patria de la lengua.
Brodsky no concibe la innovación, como en la poesía antigua, al margen de las formas heredadas
Con buenas razones, el traductor sitúa a este último Brodsky en la paradójica “tradición de la ruptura”, influido como siempre por Donne –la temprana Elegía mayor será siempre uno de sus poemas cimeros– y los metafísicos ingleses, pero también por contemporáneos como Lowell, Spender o Auden. Y resalta su familiaridad con la lírica grecolatina, sea en el reflejo del Ovidio transterrado o en la vertiente epigramática, que diluye la melancolía en ácidos chispazos desengañados. Si la poesía rusa, por su relación con la memoria y la oralidad, ha permanecido apegada a la “tradición litúrgica”, las versiones o recreaciones de Hernández Busto han buscado y consiguen reproducir ese aire de plegaria consustancial a una manera de cultivar el género que no concibe la innovación, como en la poesía antigua, al margen de las formas heredadas.
Con ojos nuevos
La misma Siruela tiene en su catálogo el hermosísimo libro donde Brodsky reunió sus “apuntes venecianos”, Marca de agua, y dos celebradas recopilaciones de ensayos: Menos que uno y Del dolor y la razón, pero no había acogido hasta ahora su poesía que en este siglo –después de las traducciones de Amaya Lacasa y Ramón Buenaventura o la de Alejandro Valero– hemos podido leer en la antología No vendrá el diluvio tras nosotros, editada por el eslavista Ricardo San Vicente para Galaxia Gutenberg –donde se recogían algunas versiones de Hernández Busto, ahora revisadas, entre otras de José Manuel Prieto– o en los Poemas de Navidad (Visor) que tradujeron Svetlana Maliavina y Juan José Herrera de la Muela. La del traductor y poeta cubano con Brodsky ha sido una relación dilatada en el tiempo –fuera de la antología citada, también contiene su rastro la más reciente El explorador polar, publicada por Kriller71– en la que no sería aventurado apreciar un cierto grado de identificación, fruto de su profundo conocimiento de la lengua rusa –asimismo visible en sus versiones de Pasternak o Mandelstam– y quizá de la experiencia del destierro, no ajena a un escritor que nació en La Habana, llegó a estudiar en la Unión Soviética, emigró a comienzos de los noventa a México y reside desde finales de esa década en Barcelona. Críticos, editores y traductores tan cualificados como Andreu Jaume o Jordi Doce han elogiado sus versiones en las que ciertamente leemos a Brodsky con ojos nuevos.
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