Sergio Sarria: “En Andalucía, vivimos la Semana Santa como un rito iniciático”
Libros
Booket recupera ‘Cuando nadie nos ve’, la ficción que el autor malagueño ambienta en las cofradías de Morón de la Frontera y que Enrique Urbizu y Maribel Verdú han convertido en serie.
El misterio de la gente corriente

El malagueño Sergio Sarria ya había publicado El hombre que odiaba a Paulo Coelho, el libro que inspiraría la serie Nasdrovia, cuando se afianzó con una propuesta insólita, Cuando nadie nos ve, una intriga ambientada en la Semana Santa de Morón de la Frontera que exploraba el potencial de la localidad sevillana en su convivencia con una base militar norteamericana. Ahora, una exitosa producción de la plataforma Max, dirigida por Enrique Urbizu y protagonizada por Maribel Verdú y Mariela Garriga, confirma la enorme intuición que tuvo el narrador y guionista a la hora de apostar por ese escenario único y dotar de verdad y hondura a sus personajes. En esta entrevista, el autor habla sobre la adaptación de su obra, que vuelve a las librerías de la mano de Booket.
Pregunta.–Como todo andaluz, cuenta que tiene una historia personal con la Semana Santa.
Respuesta.–Creo que todos tenemos ese vínculo, ¿no? He vivido 20 años en Madrid, y allí pude comprobar que la mirada que se tiene sobre lo andaluz, en concreto sobre el folclore, suele ser bastante clasista. Me gustó mucho ver el documental ¡Dolores, guapa!, de Jesús Pascual, porque rebate eso, porque destruye esas ideas preconcebidas. La Semana Santa no es lo que pensáis, viene a decir esa película, no es una cosa de fundamentalistas [ríe], hay algo mucho más profundo y complejo detrás. En primer lugar, es como un rito iniciático aquí en el sur, algo arraigado en la memoria sentimental de cada uno. Es la primera vez que tus padres te dejan salir solo con los amigos, de niño o de adolescente, para ver procesiones. Los primeros recuerdos con mi abuela tienen que ver también con el Domingo de Ramos, con la camisa que me regalaba... Y un detalle que cuenta muy bien el documental, pero que antes no se había tratado apenas, es que la Semana Santa es un refugio de lo queer. En el mundo de fuera, en los años más duros, había una reticencia, por decirlo de una manera suave, a los que eran distintos, pero dentro de las hermandades podían nombrar camarero de un Cristo, daban un cierto reconocimiento, a alguien que en su vida diaria podía ser un marginado. Hay mucha Semanas Santa, y es más transversal que la mirada con que la contemplan desde fuera.
P.–En la nota final asegura que quiso cambiar el nombre de las hermandades para no herir la sensibilidad de nadie en Morón.
R.–Sí, y después, fíjate... Ha sido muy emocionante cómo las cofradías han participado encantadas en la serie. La gente de Morón se ha sentido identificada, incluso orgullosa, con el proyecto. Y ha ocurrido algo más que es muy bonito, que mientras grababa los episodios el equipo ha entendido la grandeza de la Semana Santa. En las entrevistas, Maribel Verdú está hablando de que se le desmontaron los prejuicios, que se emocionó con las procesiones, y en el Festival de San Sebastián Enrique Urbizu le explicó a la prensa lo que era un retranqueo, tan metido estaba en el tema. A pequeña escala, todo eso me parece una victoria.
Los costaleros cargan con una Virgen, pero también con una tradición, que puede ser también un gran peso”
P.–En la novela, por cierto, ¡hay un personaje que se apellida Urbizu! Eduardo, no Enrique.
R.–¡Sí! Estaba predestinado. Yo no pensé en él, no es que tuviese en la cabeza la idea de que Urbizu sería el mejor director para adaptar el libro, ni nada parecido. Ha sido una casualidad maravillosa.
P.–¿Está contento entonces con la versión que proponen de su obra?
R.–Sí, sí, muy contento. Creo que han sabido darle una personalidad propia, que eso no es fácil en una adaptación, y han conseguido hacer creíbles situaciones que el papel sujeta bien pero que en pantalla resultan muy difíciles, fácilmente pueden caer en lo inverosímil o acercarse al ridículo, y no ha sido el caso. Lo que ha hecho Maribel Verdú, por ejemplo, es asombroso. Tú, como narrador, puedes contar un montón de cosas de un personaje metiéndote en su pensamiento, en lo que siente, recordando momentos de su pasado, te explayas si quieres, pero ella, como actriz, lo expresa todo sin poder agarrarse a esos recursos, desde la contención, con la mirada. Está muy bien recreado también el juego que tiene la novela de pasar de un sitio típicamente andaluz a una base norteamericana. En una escena, un avión guía al espectador de un paisaje de Morón al interior de la base. Eso me pareció muy inteligente.
P.–Usted refleja en la novela cómo los habitantes de Morón de la Frontera pasaron en los 60 de la austeridad de la dictadura de Franco a la abundancia del american way of life.
R.–Yo llegué a todo esto porque trabajaba en El intermedio, y el director del programa, Miguel Sánchez-Romero, es de Rota. Él contaba muchas historias, y había una de ellas que me flipaba. Los presidentes norteamericanos tienen prohibidos los regalos, algo muy claro en el protocolo, y cuando fue Eisenhower de visita y bajaba las escaleras del avión le estaba esperando el alcalde de Rota con un caballo como obsequio [Ríe]. Como el presidente no podía llevarse el animal, el pobre se quedó en la plaza del pueblo y la gente hablaba de él como el caballo de Eisenhower.
P.–No hemos sabido sacarle partido a ese escenario, tan lleno de contrastes... Debería haber muchas más ficciones ambientadas ahí.
R.–Sí, porque hay un material interesantísimo. Yo tuve dudas con cuándo ambientar mi historia, porque por ejemplo la época del underground sevillano, que nació gracias a los soldados americanos que vinieron a Morón y se trajeron sus discos, es fascinante. Raimundo Amador no habría tenido tanta fuerza, no hubiese amado el blues, si el padre no hubiese pasado por la base. Y con lo del underground volvemos a lo mismo: en Andalucía se produjo una verdadera revolución en la música, pero mucha gente no lo valora porque al resto del mundo sólo les interesamos en la versión más tópica y folclórica.
Los costaleros cargan con una Virgen, pero también con una tradición, que puede ser también un gran peso”
P.–En su libro habla de la falta de oportunidades en los entornos rurales. “Aquí sólo tienes dos salidas: o trabajar en el campo vareando aceitunas o trabajar en la base americana como administrativo”, lamenta uno de los personajes.
R.–Algo que se suele criticar desde fuera es lo que antes se llamaba el PER, la ayuda para la gente del campo, un subsidio de 400 euros. No tenéis ni idea de las condiciones en que la gente vive en el campo, lo castigada que está, porque aquí se decidió privilegiar a las ciudades y se dio la espalda a los pueblos. En el libro me interesaba ir más allá de esta idea de los jóvenes se drogan, que es un tanto plana, y quería explorar qué caldo de cultivo hay que lleva a eso, qué descontento. Me parece reveladora la imagen de los costaleros, que cargan con un peso que también es metafórico: el peso de las raíces, de la tradición. Tú heredas un lugar en el que puedes estar cómodo o no.
P.–María, una de las agentes que estudia el caso, se hace guardia civil porque es lo habitual en su familia. También los linajes modestos pueden pesar...
R.–Sí, se heredan las tierras, pero también los problemas, las dinámicas con que funciona cada familia. Y se hereda la clase social, básicamente. Esta historia que nos contaron del ascensor social es muy relativa. La convicción de que existe la cultura del esfuerzo, esto de que si te esfuerzas llegas, también ha hecho mucho daño, porque mucha gente humilde se ha matado estudiando y no se le han abierto las puertas. Para el que nace en el privilegio todo es más fácil.
P.–Ha hablado antes de la interpretación de Maribel Verdú. Lucía, la guardia civil a la que interpreta, es una mujer atormentada, llena de aristas y con dificultades para relacionarse con los otros.
R.–Con ella quería huir de lo detectivesco brillante. Me apetecía más describir a alguien cuya mayor virtud es sobrevivir a sí misma, a la imagen con que se contempla, a la culpa, a muchos sentimientos que son jodidos. La mayor cualidad de Lucía está lejos de la heroicidad tal como la entendemos: se trata de aguantar un día más a pesar de que se odia a sí misma. Yo quería trabajar eso, más que esta astucia para unir una pista y otra y llegar a una deducción. A mí, lo confieso, las tramas de los thrillers me suelen aburrir. Me gusta más llevarlos a lo personal. Me interesa eso que decía Patricia Highsmith, que ella no hacía novelas de crímenes, que escribía novelas donde había crímenes. Lo que me motiva es buscar el conflicto humano en un contexto noir. Highsmith no te habla tanto de asesinatos como de las envidias, los celos, las inseguridades que torturan a los hombres.
P.–Hay novelistas, y lectores, que disfrutan con la descripción al detalle de crímenes truculentos. ¿Nos estamos anestesiando ante la contemplación del dolor o sólo es un pasatiempo al que no hay que dar importancia?
R.–A mí me preocupa que el público vea tantos true crimes y esté desarrollando una suerte de tolerancia a la violencia. Vemos maratones de episodios de este tipo y, oye, igual no es muy sano para la cabeza. Ahora tendemos a convertir el asesinato en espectáculo, en material de consumo audiovisual, y tendríamos que hacer una reflexión al respecto. Los medios y los espectadores no hemos aprendido nada del trato que se le dio a Dolores Vázquez; si dentro de 20 años revisamos cómo estamos enfocando algunos casos seguramente nos llevaremos de nuevo las manos a la cabeza. Es algo con lo que yo intento tener cuidado como narrador, que yo siento como una responsabilidad: la violencia siempre debe sorprenderte, para mal, no debes acostumbrarte a ella. Es un desafío afrontar escenas así, pero siempre puedes encontrar un ángulo que huya de lo morboso. Yo lo he intentado.
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