‘El último poema’: todo nos fue dado

Juan Peña manifiesta en el libro con el que ha merecido el Premio Hermanos Machado su asombro por los prodigios de la naturaleza y la gratitud por el patrimonio de los días vividos 

Juan Peña logra el Premio Hermanos Machado

Juan Peña, fotografiado en el Ayuntamiento de Sevilla, organizador del Premio Hermanos Machado junto con la Fundación José Manuel Lara. / Juan Carlos Muñoz
Braulio Ortiz

11 de julio 2024 - 06:30

En Macbeth en sus postrimerías, unos versos del sevillano Juan Peña (Paradas, 1961), el personaje inmortalizado por Shakespeare rechaza como artífices de su desgracia “la dura ambición de una mujer” o “el presagio azaroso de tres brujas”, y asume la responsabilidad en su propia historia: “Tal vez mi estupidez, mi necedad, / mi egoísmo, mi ansia, mi arrogancia. / No sé qué fue. / Pero a nadie se culpe. Fui yo mismo”. 

El último poema, la obra con la que Peña ha ganado el XIV Premio Iberoamericano Hermanos Machado, destila esa sabiduría discreta y hondaque proporciona la madurez:la voz que atraviesa las páginas se muestra agradecida con los días vividos, levemente desengañada con la humanidad. “Es un libro que no podría haber escrito con otra edad”, asiente el autor, que, ya jubilado, ha conseguido algo que soñaba de niño, “habitar un domingo que nunca se acabara”.

En El último poema, editado por la Fundación José Manuel Lara, su creador identifica en la naturaleza la única verdad irrefutable. “Imagino / que devastado todo, / antes del fin del mundo, / quedarán estas hierbas / para decir, a quién, / que una vez habitó entre nosotros / la humildad, la inocencia, la belleza”, escribe Peña en uno de los pasajes, y lo suscribe en persona: “Sir RogerScruton decía que cuando iba a la campiña inglesa sentía que salía de la modernidad y entraba en el reino de las realidades ancestrales. Algo similar me ocurre a mí”, admite el autor de la antología La misma monotonía o de Palo cortado, una selección de letras flamencas, entre otros libros.

Peña no contempla el rumbo que han tomado los hombres con la misma admiración. “Pero mirad las calles, / reptáis como amebas”, se lee en un fragmento titulado J. D. Salinger, y en el que el poeta manifiesta su escepticismo. “Hoy tendemos a pensar lo que nos dicen las pantallas”, lamenta el escritor, que concibió su obra como un canto por un orden asentado en la razón y en la ciencia que, en su opinión, se desmorona y agoniza. “Escribía sintiendo que el legado de Europa está en peligro: en muy pocos años han aparecido ideologías fantasiosas y las sociedades occidentales las han aceptado con una facilidad pasmosa. Parece que se ha cumplido lo que decía Chesterton: Llegará el día en que para defender que la hierba es verde habrá que empuñar la espada”, concluye con desazón.

La métrica no es un adorno. Puedes sentir la música de un poema casi como una caricia”

Junto a la naturaleza, la poesía –la música– se erige también en refugio para el caminante fatigado. “Mi vida, yo lo sé, / es un traspiés continuo, / un descalabro y, ay, mil caídas. / Pero escribo estos versos / y se ajusta mi vida / a un ritmo cadencioso, / sin tropiezos / ni quiebros disonantes”. Una idea en la que el autor ahonda en esta entrevista: “El poema no aspira a un conocimiento ensayístico ni filosófico, no te va a dar una solución ni una respuesta. Lo que puede conseguir, con su música, es apaciguar un sentimiento oscuro, turbulento, desordenado. Por eso para mí la métrica no es un juego de habilidad ni un adorno, es algo esencial: puedes sentir el ritmo casi como una caricia”.

“No busqué la verdad. / He buscado la música”, sentencia un poeta consciente de que los versos “nunca te darán la claridad total, sólo sugerencias. Por eso las lecturas de un poema son infinitas, porque el texto no te da un significado unívoco, sino vibraciones emocionales. Digo a menudo que un poema es como un espejo en el que el lector va a encontrar lo que ya llevaba”. Por esa complejidad, la inteligencia artificial sólo podrá redactar “poemas malos y consabidos, la poesía verdadera parte de algo que la IA no tendrá nunca: la ignorancia y el asombro. Uno escribe un poema cuando no sabe explicar esa emoción que está sintiendo, y escribiendo quiere saber, quiere llegar desde la oscuridad de la emoción a algún atisbo de luz, a algunas penumbras”. 

Juan Peña. / Juan Carlos Muñoz

Peña no lamenta, sino todo lo contrario, el carácter minoritario y arrinconado de la poesía. “Su mayor fuerza es la pobreza. El poeta no tiene nada que perder porque no tiene que ganar. Sus libros no lo sacarán de pobre, y eso convierte a la poesía en el género donde hallar la mayor libertad. Ya nos dijo Cervantes que la poesía rehúye de exhibirse por calles y plazas”.

En El último poema está muy presente el concepto de pureza, el afán de volver a ese manantial primigenio. Tanto en su obra como en su conversación, Peña compara el ejercicio de vivir con el estreno de una libreta escolar. “Los primeros días nos preocupamos por no hacer ningún rayajo, que no caiga ningún goterón de tinta. Pasado el tiempo ya no tenemos tanto cuidado. La vida es eso, siempre acabas manchándote”, sostiene el creador, que evoca “la pureza como una forma de la soledad, donde es más difícil manchar y que te manchen. Y la última pureza, esa que atisbas en la vejez como una forma de la nada o la esperanza”.

En la sinopsis que escribió para la contraportada de El último poema, Peña rebate a Lorca y su Oda a Walt Whitman y apunta que la vida “es noble y buena y sagrada”. “Pensé que debía matizar esta afirmación”, reconoce, “porque hay mucho dolor, mucho desastre, mucha guerra y mucho sufrimiento. Distinguí entre la vida como escenario, como ámbito, al que nosotros llegamos, y esa vida es maravillosa; y después está la vida como trama, como enredo de los seres humanos, y ya entrarían ahí la maldad, la estupidez, la torpeza... Alguien dirá que en el primer escenario están la enfermedad y la muerte, pero eso le da intensidad a todo. Es la muerte la que nos proporciona el entusiasmo, algo que aprendí de la Odisea. La ninfa Calipso le ofrece a Ulises la inmortalidad a cambio de que se quede con ella, pero él elige la belleza marchita de Penélope porque sabe que ahí, en lo que se acaba, es donde viven la pasión y la ternura”.  

Es así como El último poema traza un recorrido celebratorio –“Olvidáis / que el fin de la ceniza / es esparcirse en vuelo”– en el que Peña respalda una tesis de Ernst Jünger: una oración debe ser una canción que da las gracias. “Mi oración no es demanda, ni súplica, ni ruego”, advierte el poeta sevillano. “Cómo voy a pedir / si ya todo lo tengo y me fue dado”.

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