Opinión
Carlos Navarro Antolín
El Rey brilla al defender lo obvio
el poliedro
Corría el año 1992 que, efemérides familiares aparte, es el más señalado del XX, español junto al 1977 de las primeras elecciones de la Transición. En nuestra ciudad sureña, Pablo y yo estuvimos entre los pioneros en la revolución mountain-bike–solamente así se llamaba a esas bicis extrañas recién importadas–, aunque nuestra carrera ciclista duró poco y sin trofeo alguno, más allá de alguna epopeya privada; nada que ver con los máquinas que a cientos ruedan hoy por carriles y montes. Fuimos a subir, bajar y perdernos a la Sierra de Aralar, en una alta Navarra más euskalduna que casi todo el País Vasco. Nos alojamos en una canadiense en un bancal con césped de un camping en el pueblo de Lecumberri (o Lekunberri; para gustos, los topónimos). No sólo fue el 92 el año de las Olimpiadas de una hermosa Barcelona muy afecta a España y el de la Expo de Sevilla, buenos recuerdos. Aquel mismo verano, sucedió, por ejemplo y como contraste, que Josep Borrell, entonces ministro de Obras Públicas, pidiera ante las cámaras “no nos paguéis por obras” a las grandes constructoras.
No todo era desarrollo y progreso: también eran tiempos de asesinatos continuos de ETA, “los años del plomo”. En el propio Lecumberri, un pueblo arracimado alrededor de una calle que, a la vez, era una carretera comarcal, había un cuartel de la Guardia Civil, clausurado hacía algunos años. Su fachada estaba echada abajo por impactos de disparos de metralleta y algún daño aun mayor, producido por una granada. La calle Aralar que atravesaba el pueblo parecía que iba a ser dedicada pronto a un paseo propio del lugar, por efecto de la variante y desvío que se incluirían en la autovía de Leizarán, cuyo proyecto cruzaba aquellos hayedos y otros parajes deliciosos. Por todos lados se leía Autobiari Ez (Autovía, No); fue un estandarte ecologista muy propio del mundo abertzale, conglomerado en el que ETA ostentaba un compromiso con la muerte: estaban advertidos, diríase que sentenciados, los técnicos e ingenieros de Caminos de la obra (cuerpo, el de Caminos, al que pertenece Borrell, por cierto).
Hicimos amistad con las muchachas que llevaban el cámping, y un día fuimos a un frontón a la fiesta de un pueblo, puede que Muguiro. Las paredes del frontón era pura pintada, donde lo que uno alcanzaba a entender era ETA o Independentzia. Lucían inquietantes desconchones como los del cuartel, puede que disparados al modo “nuestro territorio” de las balaceras de los matones del Oeste hartos de whisky. Uno de nosotros sacó apenas una cámara para fotografiar el espectáculo, y el silencio repentino y las miradas torvas helaron la piel del reportero indiscreto: “Aquí no, guarda eso”, nos advirtió Iosune, haciéndonos como de parapeto. Nunca olvidaré el momento.
Tampoco olvido una conversación junto a la tienda de campaña, bien puede que tras haber achicado varias Keller, algún tinto navarro sin complejos y sendos platos de truchas con jamón, cosa muy de allí. Transgrediendo el saludable hábito de no hablar de política si no es por necesidad, uno de nosotros dijo al otro algo tan premonitorio como esto (versión recreada y novelada): “Esta tierra cuenta con un ejército en la sombra: y entre aquellos que no cogen el fusil ni tiran cócteles de gasolina ni hacen de mafiosos delegados en su localidad, y aquellos otros que callan por hipocresía beata o atea, o por puro miedo, acabarán por ganar su partida, la partida de las competencias, la identidad preponderante y la salvaguarda y ordeño de su privilegio fiscal. Pero los verdaderos visionarios que fracturarán el país son los burgueses independentistas catalanes que entroncan en la rama de Jordi Pujol, ahora colaboradores y aliados”. Y así ha sido, y así es, y así será, según va pareciendo.
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