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La UE es un espacio de continuos dar y tomar, y no funciona mal. Es un gran invento político y geoeconómico. Salvo estratagemas populistas de consumo nacional, nadie parece estar a disgusto entre los 27 miembros, y en general todos se sienten mejor en el calor de la manada que en la perspectiva del frío a solas. Tal statu quo se basa en que quien más rico es, más paga a los presupuestos comunes; un principio de progresividad que se impone en las constituciones y las normativas fiscales de casi todos los países del mundo. Muchas veces nos preguntamos de dónde saldrá tantísimo dinero para instituciones y funcionarios europeos, ayudas para cohesión, subsidios sectoriales o frente a catástrofes, y para grandes inversiones infraestructurales, entre otras partidas. La respuesta es que como en la casa de cada uno, en su bloque o en su país, sale de los presupuestos (y, para ir teniendo liquidez o a unas malas, del crédito). En la UE, los presupuestos se nutren de una fuente básica, que es que cada país aporta al mismo un porcentaje en función de su “riqueza” (no entraremos aquí en explicaciones contables, financieras y macroeconómicas, pero aceptemos “riqueza” a sabiendas de que, en realidad, cada estado miembro aporta según su Renta Nacional Bruta, que es una prima hermana del PIB, baremo soberano de los cálculos económicos). Ni Alemania ni Francia son tontas –permitan decirlo así– con lo cual cabe concluir que la progresividad les sale a cuenta: de eso hablamos dentro de unas líneas. De hecho, la progresividad sale a cuenta tanto a esta comunidad política internacional como a cada uno de sus países, y es la base de sine qua non su riqueza y desarrollo. A las pruebas cabe remitirse.
Alemania no es el más rico per cápita, pero sí en términos absolutos e industriales, gran clave ésta última. ¿Por qué al principal contribuyente le sale a cuenta la UE, cuando aporta mucho más que recibe –al contrario que España y la mayoría de los miembros–, casi el doble que Francia, y entre ambos financian más de la mitad del presupuesto anual de la UE? La respuesta –entre otras de menor rango– no puede ser otra que porque obtienen un enorme mercado único –el mayor del mundo– que, aunque no es cautivo, sí se debe al poder de la balanza comercial germánica, gran campeona mundial de exportación, gran ahorradora y campeona inversora en un know how tecnológico y militar que suponen enormes corrientes –no muy visibles para el gran público– de ingresos empresariales y estatales para Alemania. Sin este saldo superavitario no se entiende el saldo deficitario en los presupuestos comunes. Consumidores y clientes en condiciones de consumir sus productos y servicios avanzados, además de ser territorios capaces de generar delegaciones nacionales de sus grandes corporaciones o de servir de industria auxiliar o subsidiaria también fiable como input de la economía alemana. Y todo el mundo, en general, muy contento. No en vano, y ya en la parte presupuestaria del gasto, casi la mitad de los dineros recaudados por la UE se aplican a cohesión económica, social y territorial y a crecimiento y empleo. Complejo, pero eficaz y eficiente.
En este escenario de juego de fuerzas, no es de extrañar que Alemania quiera llevar la voz cantante en asuntos como la prohibición de la UE para 2035 de la venta de coches de combustión (el automóvil es un 12% de su PIB, ojo). Tampoco es de extrañar que esta semana Ursula Von der Leyen (alemana de pro, aunque nacida en Bélgica) haya sugerido ralentizar las medidas medioambientales que prescribe la Agenda 2030. Aunque el fútbol ha cambiado, cabe recordar la frase mítica de Gary Lineker: “El fútbol es un deporte donde juegan once contra once y al final gana Alemania”. Do ut des. No hay marcos a cuatro pesetas, liras o dracmas.
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