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En los ochenta, la bicicleta pasó en España de ser un vehículo humilde y un regalo de Reyes compartido a constituir un banderín de adelantados ambientalistas, que aquí emergían como una especie exótica. Contagiado por la causa en Alemania, el primer carril-bici lo promovió al alcalde socialista de Valencia Ricard Pérez Casado (que fue muchas cosas antes y después de ejercer la alcaldía). A ese rebufo, en otras localidades muy pobladas del sur, la construcción de las vías que robaban espacio al dios coche fue cosa de Izquierda Unida, que impuso a su aliado de turno un esfuerzo inversor que no provenía de la reivindicación popular, sino de una iniciativa “ilustrada”: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Un caso de progreso que consiste en que una oferta pública genere poco a poco una demanda ciudadana. Una inversión incomprendida por el inmovilismo automovilista que acabó siendo abrazada por todo tipo de gente, sin gran distinción por sexo, edad, renta o ideología. Hoy, ningún ayuntamiento desprecia a la bici como fórmula de ir al trabajo o a pasearse. Donde lo hay, el carril-bici es innegociable. Mantenerlo para hacerlo más seguro y ampliar su kilometraje son obligaciones presupuestarias de los consistorios.
Miles de personas pueden verse desde el amanecer y hasta bien caída la tarde desplazándose a pedal hacia y desde los centros de trabajo, institutos y facultades; a las zonas de ocio en días de asueto. La bici es un elemento necesario en el hormigueo de los trayectos urbanos. Pero, como sucedió y sucede con los coches, el éxito masivo del velocípedo conlleva los inconvenientes de la diversidad. Una mayoría ordenada y respetuosa circula silente. Pero, en insufrible minoría, los abusivos, los espabilados, los que hacen del timbre un desagüe de la mala leche, los excesivamente severos y los directamente cretinos pululan por los carriles bici... igual que por las autovías, en un vagón de tren o una cabina de avión; medrando en una cola, mortificando a sus vecinos o aullando en la terraza de un bar. Se trata de un caso de Ley de Pareto: el 20% de las causas genera el 80% de los problemas.
Hay dos grandes retos para las alcaldías de las poblaciones de cierta dimensión: balancear el maná turístico con la vida de los empadronados y hacer del transporte público y privado una prioridad de la cotidianidad. Para hacer esto último soportable o sostenible, debe reprimirse a quienes espantan a otros de transitar en bicicleta o a pie sin llevar el corazón en un puño. Porque, a la postre, hay que evitar que la opción de circular en vehículos no motorizados acabe siendo objeto del deseo de tasas y licencias, y del negocio de aseguradoras. Habríamos hecho un pan con unas hostias. Pagarían –literalmente– los muchos cívicos por los pocos por desbravar: artistas de la contramano, alérgicos al semáforo, yincaneros, virgueros pilotos. Contaminadores de la peatonal, la calzada y la acera. Y del carril.
No hablamos de aquellos patinetes y bicicletas autopropulsados y trucados para ir como un tiro. Sobre el motor rectificado cabe decir, empero, que los coches pueden alcanzar, con sus centenares de kilos de metal y su temible inercia, velocidades mucho más altas de las permitidas. Y evitemos confiar en la buena educación, un ideal social que tarda en cuajar. Mientras el autocontrol se impone –o no–, es imprescindible el control externo, el que cursa con miedo a la sanción. Demos alas al pedal, pero no en km/h, sino con la promoción municipal. Y gratis total. Quien quiera hacerse un seguro, que se lo haga. Pero no demos a los ya callados enemigos de la bici el gusto de ver cómo nos multan por no llevar en regla “los papeles del camión” de diez kilos a dos ruedas. ¿Por qué no, ya puestos, pagar impuestos y seguros por el derecho de salir a caminar?
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